Las fugas de Dios
Por: Gustavo Páez Escobar
Germán Pardo García ha ido siempre detrás de la huella de Dios. Una vez exclama, ya en las postrimerías de su vida: «Soy un fantasma que busca a Dios para asirse a su hermosura. ¿Será posible que lo halle como lo miraba en mi niñez?». En estas palabras se advierte su angustia por haberlo perdido, y al mismo tiempo el ansia de encontrarlo de nuevo en su senda de soledad.
La época que se halla más marcada por su lirismo místico es la que va del año 30 al 35, a la que pertenecen los libros Voluntad, Los júbilos ilesos, Los cánticos y Los sonetos del convite. Éste es el comienzo de su carrera. En 1931 sale para Méjico y allí se queda para siempre. A dicho país ha llegado el místico enamorado de las cosas bellas de la vida en sus más sencillas expresiones.
Éste es el tiempo de la contemplación de la naturaleza y del amor por los seres simples. El poeta vive su mejor momento de elevación hacia la divinidad y así se expresa:
Aún no sé cómo ascendí
a los júbilos divinos.
Tan sólo sé que traía
en las manos un don vivo,
de claridades eternas,
hecho de Amor y de Espíritu.
Su visión religiosa le hace conquistar, acaso con superiores acentos a los que pondrá en los demás aspectos de su poesía, las mayores creaciones de su alma lírica. Los poemas le brotan envueltos en la belleza espiritualizada del ser que todavía no ha chocado con los electrones desapacibles de la ciencia. Aquí es donde Pardo García penetra con mayor espontaneidad en las interioridades de su alma receptora de emociones estéticas. Las fuerzas de la naturaleza están incontaminadas. Y el espíritu del poeta, aunque fiel a la desolación de sus primeros días, está invadido por la presencia de Dios, el que mueve los árboles y riega de silencio los páramos y de asombro el corazón humano.
Ésta es una confesión de su alma arrobada:
Del corazón y el espíritu
sólo me queda lo eterno.
Morir, para mí, sería
ir hacia lo verdadero.
Detener la voluntad
ante los divinos términos;
ver mi sangre transformada
en luz del costado abierto,
y entre infinitos espacios
y soledades sin tiempo,
quedar de pronto desnudo
como una espada en el viento.
El maestro, enamorado de los mejores dones del mundo, exalta la vida y los placeres como un principio de Dios. La tierra es elemental y no hay que arrebatarle su sencillez. El alma del poeta vibra con el viento, con el paisaje y los animales. ¿Para qué desfigurar el mundo si todo es simple y natural?
Este misticismo sereno transfigura en elemento sublime el clima amoroso del alma. A Dios, sin mencionarlo por su propio nombre, lo invoca en cada canto y lo personifica en todo ser viviente y en toda manifestación terrena. En esta etapa se nota su afán permanente de animizar los objetos de la naturaleza. «Lo que da la medida de un artista —dijo Azorín— es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje. Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje».
Desde esta época del asombro inicial, la esencia de Pardo García se queda pegada a la tierra, y de ésta adquiere la savia para toda su producción. El bosque, el musgo, el agua, el pájaro, el can miserable —uno de los mayores símbolos del poeta—, la brisa, el páramo… todo existe como un obsequio de Dios.
En el despertar de su alma mística brotan los versos escritos entre 1915 y 1927, que reunió en dos cuadernillos titulados La tarde y El árbol del alba, ya desaparecidos. En el comentario que hace Germán Arciniegas a Los júbilos ilesos, dice, refiriéndose al librillo El árbol del alba, que éste no circuló por haber sido quemado por el propio autor, quien sin embargo ignora que un ejemplar quedó en poder de Arciniegas como sobreviviente milagroso de aquel incendio. Hoy es una rareza bibliográfica. La mayoría de estos poemas se trasladaron al libro Voluntad (Editorial El Gráfico, 1930), con prólogo de Germán Arciniegas.
En estos poemas primerizos aflora el dolor íntimo de Germán Pardo García, marcado por la soledad, el desengaño, la pasión amorosa, la alegría fugaz. Esta breve producción, de lamento y esperanza, encierra el núcleo de todos sus temas posteriores. La soledad es una constante en toda su obra, pero esta soledad de su primera juventud vive cerca de Dios y se purifica en las aguas de una sombra protectora, que más tarde deja perder.
No tengo fe, y me hace falta creer en Dios, en algo más allá (…) Si yo tuviera Dios, no hubiera llegado a las negras orillas de la tánatos griega, desprovisto de todo auxilio humano. Si supiera, si pudiera rezar, rezaría. ¿Pero a quién, si no creo sino en la materia? Duras palabras de desconcierto con que el poeta, en sus años del desasosiego otoñal, pone un grano de esperanza en la fe perdida.
El maestro, que sin embargo nunca llega a ser ateo, en sus confusiones espirituales deja ir a Dios y más tarde lo reconquista. Luego permite que se escape otra vez para más adelante perseguirlo. Estoy buscando el amparo de Dios y tengo necesidad de saber que existe…
Hay una serie de expresiones desesperadas donde pretende presentarse sin Dios, y que en el fondo sólo son deseos de Él: Yo estoy buscando afanosamente a Dios, otra vez, como me lo enseñaron cuando niño. No me resigno a la desaparición total. Pero sé que no tengo alma (…) No tengo Dios, no tengo eternidad. Sólo la oscuridad y el terror (…) No tengo Dios, no tengo esperanza, y la presencia de la muerte me atribula y enfurece, porque no la considero, como los filósofos románticos, un tránsito, pero sí una evolución de la materia…
¡Cómo se contradicen estas expresiones, que son casi de enojo, con las proferidas en otras épocas! En ellas parece que hubiera un niño jugando con el Ser Supremo. Al explicar en 1943 su libro Sacrificio, anota lo siguiente: Para lograr todo esto, hago una vida de soledad completa, sin contacto ninguno con el trabajo material. Paso los días suelto por los campos cercanos, creyendo en Dios y en la naturaleza.
Estos altibajos por los caminos de Dios han producido hondos vacíos en esta alma afligida que, al extraviarse de su centro de atracción espiritual, siente que se disloca el universo entero. Las fugas de Dios son en Pardo García catastróficas. Cuando advierte su ausencia, el mundo se le borra, el alma se le acobarda.
Y es que el poeta ha sido siempre místico profundo, extraviado a veces en los Principia de Newton, o seducido por Einstein, científicos que le trastornaron la mente y le enfriaron la fe. Reacciona a veces ante tanta ciencia. En 1988 manifiesta: El verdadero Dios comienza a dejarse ver en los abismos de mi vida de locura, dolor, angustia y derrota.
El maestro, siempre que pretende olvidarse de Dios, se arrepiente y lo busca en todas partes. El misticismo suyo no es «santurrón ni rezandero», como lo define Javier Arango Ferrer. Es una actitud vigilante del alma abismada ante lo sobrenatural. Y cuando Dios se le refunde, aparece Cristo, el Cristo humano, el de las penas y las soledades.
En 1986 halla un Cristo negro, «negro como las noches de África y del ardiente Senegal». Sabe que el negro de las Américas también está encarnado en su Cristo negro, que dedica al poeta negro norteamericano Langston Hugues.
Y así le canta al Cristo de negros y blancos:
Yo amo a los negros porque sufren
más que los blancos, mucho más,
porque los negros son más hondos
bajo el betún de su antifaz.
Yo amo a los negros porque sienten
más que los blancos soledad,
y entre los ojos tan silentes
llevan la furia de la sal.
………………………………………
Donde hay un negro ya no existe
la esclavitud ni va detrás
de su mirada un pobre perro
que ya no teme al capataz,
porque ese Cristo de los negros
le dio esperanza, inmensidad,
y Langston Hugues en el sepulcro
y Senghor en el Senegal,
saben que el Cristo blanco, el negro,
con su distinta identidad,
con sus dos razas diferentes,
con sus heridas y su faz
dilacerada y supurante,
son una misma humanidad.
Aquí es donde es preciso aproximar al Cristo negro de Pardo García con los Cristos agonizantes de Arenas Betancourt. Uno y otro artista saben que la angustia emana de ese símbolo estremecedor, y por eso en sus obras claman por el hallazgo de una fórmula divina que mitigue el desamparo humano.
Revista Manizales, N° 663, agosto de 1996