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Archivo para viernes, 16 de diciembre de 2011

El teléfono de Drezner

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Estoy por creer que a Manuel Drezner, columnista de este diario, le tienen ojeriza en la Empresa de Telecomunicaciones de Bogotá. Como es permanente censor de las fallas en los servicios públicos, nada de raro tiene que se hayan  desquitado con su línea telefónica. Tal vez piensan que por ese aparato entran miles de quejas re­lacionadas con la incompetencia de las autoridades, que él denuncia con valor –y con los riesgos respectivos– en su inteligente espacio periodístico.

Esto de estar ocho semanas sin eco –no él, por ventura, sino su teléfono– revela flagrante venganza. La misma situación le ha ocurrido en varias ocasiones, y el pobre de don Manuel ha tenido que quedarse callado. Sin teléfono, cualquiera se enmudece. Más aún: se vuelve loco. La última vez (y ojalá sea en realidad la última) ya estaba al borde de la locura furiosa, incluso con deseos de hacerse sindicalista, cuando sintió un pitico, y en seguida otro más prolongado, anunciando la llegada de la voz.

Como él había manifestado en su co­lumna que no cesaría de contarle al público el infamante atropello, y de paso revelar otros casos similares, como lo hizo y lo seguirá haciendo, la Empresa de Telecomunicaciones no resistió el reto y se dio por vencida. En secreto descendieron a la alcantari­lla –es decir, a la cámara–, arregla­ron el cable perforado, pusieron los repuestos que no se conseguían en el mercado, según la disculpa ofre­cida por algún técnico invisible… ¡y ya! Habían transcurrido dos meses de agonía, pero ahora don Manuel podía hablar.

Si esto mismo hubiera sucedido en Esta­dos Unidos, donde sí hay eficacia, respon­sabilidad y leyes operantes, el periodista se habría ganado un pleito millonario, como para montar su propia empresa telefónica. Pero estamos en Colombia, Sancho. Allá se­ría inconcebible el vandalismo que se pre­senta hoy en Bogotá contra 100.000 teléfo­nos dañados por los sindicalistas.

Esto es un atentado público que se quedará impu­ne, como tantos otros. ¿A quién quejarse, si los funcionarios se volvieron sordos? La sordera oficial es aberrante. Por fortuna, Manuel Drezner no es mudo. Y no bajará el tono, por más que traten de bajárselo a su teléfono.

Dos meses se gastarán, así lo anuncia el gerente de la entidad, en restablecer las lí­neas que están fuera de servicio. Vean este dato escalofriante. La entidad deja de per­cibir US $71 millones al año por ineficacia del servicio (sobre todo por la demora en instalar teléfonos). Con semejante consuelo, ¡apaga y vámonos! Mientras no se privatice la empresa, seguirán sucediendo estas cosas. La falta de autoridad (el distintivo mayor de la administración pública) permite este naufragio, que no es sólo de los teléfonos sino del país entero.

* * *

TRÁNSITO FATAL. – Veamos otro ejemplo de la desidia oficial. En el cruce de la avenida 30 a la altura de la calle 95, barrio Chicó, a diario se presentan graves accidentes de circulación, con grandes pérdidas de carros destrozados y a veces con heridos graves. Es el sitio más peligro Bogotá, y las autoridades lo saben. Desde que se construyó la nueva vía –perforando de paso un parque centenario, atentado irreparable contra la ecología–, el cruce por la vía del ferrocarril quedó defectuoso.

Ya vamos para dos años y nada se ha hecho. Al sitio fatal vinieron, ¡hace un año!, técnicos de las Secretarías de Tránsito y de Obras Públicas, midieron el terreno, analizaron el problema, tomaron fotos y plantearon la necesidad de hacer una reforma sustancial, que no demanda mucho costo. Se requiere, claro está, voluntad para ejecutarla. Y esa es la que no se ve.

El Espectador, Bogotá, 19-VI-1997.

 

 

 

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El padre vendedor

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nunca antes se había visto tal proliferación de publicidad alrededor del padre. Llamativos avisos en los periódicos, insistentes pregones en radio y televisión, revistas y folletos primorosamente elaborados, volantes silenciosos que se deslizan por las puertas de las residencias, correos misteriosos que llegan a los hogares exaltando las virtudes del santo varón… todo conduce a lo mismo: a vender.

Nos volvieron materia mercantil. Nos maquillaron la imagen y nos borraron los defectos. De la noche a la mañana nos volvimos virtuosos, simpáticos, leales… ¡inmejorables! Vean esta cuña formidable: «Para todos Ellos»… (en mayúscula, naturalmente). «Para los Vanidosos, Emprendedores, Tímidos, Hogareños, Simpáticos, Deportistas» (no importa que se abuse de las mayúsculas con tal de encumbrar nuestras cualidades. Los publicistas nos inflan, pero nos estiman   con afecto monetario). Para todos Ellos hay regalos en»… (omito decir dónde, para no hacer propaganda gratuita).

Otro aviso: «¡Papá merece lo mejor de Estados Unidos!» (esta vez el publicista respeta los dos signos de admiración, y sugiere, en cambio, la compra de un computador para el rey del hogar). Mi dulce esposa, que está al lado, me dice al oído: «Si la platica ya no alcanza para el mercado –por culpa de Samper, no tuya–, menos alcanzará para regalarte el computador que mereces. Y tampoco, perdóname, el reloj Cartier ni la silla reclinomática”.

Tan mala está la situación económica del país, que los comerciantes tuvieron que echar mano de una figura ajada y desvalorizada: la del padre. Les fue tan mal con el día de la madre, ese sí un real acontecimiento, que ya se agotaron las ganancias. ¿Pero cuáles ganancias? Con lo que se vende, señor ministro de Hacienda, apenas se saca para el arriendo del local y el salario mínimo de la cajera. El comercio está quebrado, la industria anda en concordato, la agricultura se acabó, los impuestos… Y como no hay dinero sobrante, este año nos van a quedar debiendo el día del padre.

Está bien que se exalte a ese ser maravilloso, único e irrepetible, que es la madre, y que se monten en su honor ventas fabulosas. Pero el padre… ¿Me permiten que proteste en nombre de todos los padres de Colombia? Lo primero que debe decirse es que no merecemos tanto. Ese personaje angelical que muestra la propaganda (que somos nosotros, símbolo de dinero) sencillamente no existe. Nace de una ficción de los publicistas.

En medio de todo, yo quiero a los publicistas, por eso de las fantasías. Nos pintan de mil colores y nos venden bondadosos y tiernos, sufridos y resistentes, amorosos y caseros. Para los magos de los almacenes somos perfectos. Pero no hay tal. Lo que sucede es que el padre, consumidor como es, tiene que estar en la moda. Por eso se le asocia con los vestidos de paño, los sacos, las camisas, las corbatas, los calzoncillos, las chaquetas, los perfumes, los licores… Imagínense ustedes cómo se haría para vender y subsistir, en época  de tanta penuria, si no fuera utilizando los trucos de la propaganda.

Pero el país va mal, pésimo, señor Presidente, a pesar de tanto padre eminente y sacrificado (y no incluyo aquí a los honorables padres de la patria, pues las cosas terminarían complicándose mucho más).

Pegado a los artificios de las ventas leo en este diario la consulta que formula una esposa mártir, violada por su propio esposo durante 15 años, quien debe acceder a sus pretensiones a punta de golpizas. Dice la heroína de esta historia: «A veces he preferido que él haga todo lo que quiera en contra de mis deseos y de mi voluntad, con tal de evitar otro escándalo». Y a mí se me ocurre preguntar: ¿También él está de fiesta en el día clásico y desde luego comercial del padre? ¡El rey del hogar! Al fin y al cabo, hay quienes viven de mentiras.

El Espectador, Bogotá, 13-VI-1997.

 

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Clínica Shaio

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El 3 de junio de 1957 –hace 40 años– nacía la Clínica Shaio en un potrero, a la entrada del Club de los Lagartos. No había agua ni luz, y los primeros gastos para poner las bases mínimas de la organización corrieron por cuenta de los médicos fundadores, Fernando Valencia Céspedes y Alberto Vejarano Laverde. La idea de establecer una clínica del corazón cuando los adelantos de la ciencia eran muy precarios en el mundo entero, sonaba utópica.

El cuerpo médico colombiano miraba con escepticismo tamaña aventura, mientras los quijotes de la entidad desafiaban los temporales y no desfallecían en sus empeños altruistas. El plan se enfrentaba a un grado extremo de pobreza, que amenazaba con el naufragio. Sin embargo, mientras más estrechas eran las cifras, más progresos se lograban.

Un año después ocurría un hecho extraordinario: la clínica implantaba el primer   marcapaso extracorpóreo en el mundo. Ya no se podía retroceder. Fue entonces cuando los fundadores acudieron a un personaje fuera de serie: Abood Shaio, un judío oriundo de Siria que había triunfado en Colombia como   hombre de empresa, luego de sortear no pocos contratiempos. Era el fundador    de la fábrica de textiles Sedalana y gozaba de profundo aprecio en la sociedad bogotana por su simpatía, espíritu humanitario e interés por la medicina.

En Nueva York, donde ahora residía, se le expusieron los serios problemas por que atravesaba el organismo, y él, ni corto perezoso, aportó una donación significativa. Vendrían después otras angustias, pero el escollo dramático de la penuria, en un momento crucial, se había derrotado. Superada esta barrera, el futuro se iluminó. Como justo reconocimiento al insigne filántropo –que siempre quiso pasar inadvertido– se dispuso con el tiempo que la institución llevara su nombre.

Dos distinguidos médicos, Fernando Valencia y Adolfo De Francisco, fueron los abanderados del progreso de la cardiología en Colombia. En 1950 llegó la innovación del cateterismo. Al mismo tiempo avanzaba el programa de las válvulas artificiales. Los primeros marcapasos que se implantaron en 22 países fueron de origen colombiano. Cada vez crecía más el prestigio de la entidad como un semillero de la ciencia.

Las calidades que distinguen al cuerpo médico, paramédico y personal en general hacen de la Shaio un centro cardiológico a la altura de los mejores del mundo. El grupo de cirujanos –compuesto por Víctor Caicedo, Hernando Santos, Hernando Orjuela, Juan R. Correa y Néstor Sandoval– representa la mejor garantía institucional. La gerencia está atendida por Gilberto Estrada, antiguo director científico, a quien se deben en gran parte los adelantos de la planta física en los últimos tiempos.

Por el libro Colombia en el corazón, publicado hace cinco años por la Shaio, con textos de Fernando Garavito, conozco que la construcción era una especie de pesebrera, con una sala de rayos X, una de cirugía, una de consulta externa, una cocina, doce camas y una oficina de administración. De aquel   estado de pobreza se pasó a la poderosa infraestructura de hoy (que cuenta con servicios tan avanzados como los que ofrece la dependencia llamada Rehabilitación Cardíaca, un concepto moderno para superar los asaltos del corazón).

Así define el milagro uno de los médicos: «Houston queda aquí, en la calle 104.  Se llama Shaio».

El Espectador, Bogotá, 29-V-1997.

 

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Visita a Julio Flórez

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 130 años, el 22 de mayo de 1867, nacía en Chiquinquirá el poeta más popular que ha tenido Colombia: Julio Flórez. Fue, al decir de Javier Arango Ferrer, el último caballero andante del romanticismo. Tal vez por considerarlo demasiado popular, hay críti­cos que desdeñan al autor de melancólicos versos que marcaron la época más sentimental de los enamorados: la de finales del siglo XIX y comienzos del actual. Andrés Holguín –en su Antología crítica de la poesía colombiana– lo ignora. Esto no le resta mérito a la trascendencia de este legítimo trovador.

Para calificar a Flórez, como a cualquier escritor, el primer requisito es situarlo en su momento histórico. Obras que en otro tiempo fueron aclamadas, pueden ser hoy anacrónicas. El Quijote fue escrito para un mundo de picaresca y caballerías que ya no existe. Lo cual no le quita su carácter intemporal. Las cuitas del corazón, en el caso de Flórez, no tienen época.

En leguaje llano, espontáneo y emotivo, el poeta le cantó al desengaño, la amargura, la tristeza, la añoranza, la humildad. Su poesía vibra con el alma del pueblo. Fue el gran intérprete de las dolencias y las ansias del corazón, y por eso se volvió poeta de multitudes. Guillermo Valencia lo llamó el divino. Título que sólo pueden conquistar los un­gidos de los dioses.

Sus fallas idiomáticas dejan de ser valederas si lo que él traducía era el pálpito de las emociones. Su hon­da sensibilidad le hizo descubrir al hombre que ama y sufre, que sueña y espe­ra, que tiene agonías y resurreccio­nes. Se valió de muchos símbolos de la en­traña popular para mejor conjugar la vida. No se requiere saber si era culto o inculto: su verdadero título es el de poeta.

Flórez se convierte en alma y nervio de La Gruta Simbólica. De sus actos allí quedan registros formidables. Fue amigo de notables poetas de aquellos días, como Valencia y Silva. Cuando éste muere, Flórez escribe el poema Por qué se mató a Silva. Viajero por países de América y Euro­pa, en todas partes se le recibe como ído­lo. Es gran recitador y ejecuta el tiple, el violín y el piano. Famosos poemas suyos –Mis flores negras, Gotas de ajenjo, Altas ternuras, Idilio eterno, Bodas negras– vuelan de boca en boca. Todos quieren escucharlo y tocarlo y proclamarlo. Es el divino.

Soñador eterno, bohemio y enamo­rado, poeta de las lágrimas y el abatimiento, sigue vivo con su pureza lírica. No podrá hacerse ninguna antología auténtica donde se excluya su nombre. El jesuita Manuel Briceño Jáuregui, presidente de la Acade­mia Colombiana de la Lengua, exalta al poeta en el libro Boyacá en las letras.

Cuando Flórez se siente enfermo, busca el clima cálido de Usiacurí, pequeño caserío cercano al mar, para recuperar sus fuerzas. Y exclama: «He quemado las naves de mi glo­ria. / Hoy en un monte milenario vivo / el resto de esta vida transitoria, / a todo halago mun­danal esquivo». Allí se le corona poeta pocos días antes de su fallecimiento. Muere el 17 de febrero de 1923, a los 56 años de edad.

La Academia Boyacense de Historia, en comisión encabezada por Julio Barón Or­tega y Homero Villamil Peralta, se traslada a Usiacurí, con moti­vo de los 130 años de su nacimiento, a visi­tar su tumba y llevarle el mensaje de la tierra boyacense. Que es el mensaje de toda Co­lombia.

El Espectador, Bogotá, 19-V-1997.

 

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Aleph N° 100

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

He escrito varias veces sobre Aleph. Comencé a hacerlo desde los días ya lejanos de mi ancha estadía en el Quindío. Luego me vine a Bogotá y la revista me siguió los pasos. Cualquier día me encontré en la capital con Carlos Enrique Ruiz. Lo re­cuerdo muy bien: fue en una feria inter­nacional del libro, siendo él director de la Biblioteca Nacional. Allí se le rendía un homenaje por su fecunda labor cultu­ral.

Por algún tiempo, la revista dejó de llegarme. Cuando reparé en el vacío, me consideré borrado del reparto. Le hice un sutil comentario a su leja­no director (lejano, por haberse vuelto otra vez a su Manizales de siempre) y él me respondió que mi nombre continuaba figurando en la lista de los elegidos.

Recibo hoy un sobre de correo y me encuentro con una sorpresa luminosa: la edición número 100. La pregunta me brota al instante: ¿Cuándo y cómo llegaron a esa cumbre? El 100 es una cifra cabalística, como lo es Aleph. Cuando alguien o algo se vuelve centenario, puede cantar victoria. De aquí en adelante tendremos un Aleph adulto, probado en mil batallas, aunque sin licencia para jubilarse. Seguirá adelante, sin tregua ni reposo, como lo que ha sido siempre, aunque ahora con el sabor de la edad dorada. Lo leeremos mejor sabién­dolo veterano.

Esta veteranía del espíritu que con­quista Carlos Enrique Ruiz –con su álter ego – resulta en verdad envidiable. Cuando en 1966 fundó Aleph, no se imaginó que iba a llegar tan lejos.

Aquella débil gaceta inicial, bautizada con un nombre extraño, significaba para muchos una fugaz aventura. Tímida aventura de provin­cia que, como tantas, no resistiría el furor de las tempestades. Pero lo resistió.

Abro el número victorioso y me sorprendo con su volumen y su contenido: son 314 páginas –respetable peso editorial– y un festín de grandes artistas: Germán Arciniegas, Danilo Cruz Vélez, Rafael Gutiérrez Girardot, Dora Castellanos, Carlos Martín, Fernando Charry Lara, Maruja Vieira, Eduardo García Aguilar, Fernan­do Savater, Rubén Sierra Mejía, Guiomar Cues­ta…

Y muchos más, nacionales y extranjeros. Toda una celebración de los hombres de letras, acom­pañados de las musas de la poesía, alrededor de un hecho insólito: los 30 años de la revista, con 100 velas a su alrededor. Un milagro de supervi­vencia. El ámbito de la provincia sirve de escena­rio al magno suceso, con Manizales al fondo. Eso ha sido Aleph: un eco de la provincia colombiana. Este número 100 trae en su portada la estampa imperecedera de don Quijote, con su inmortal rocín al lado y la lanza ganadora de mil batallas. Don Quijote nunca muere, y esto lo sabe muy bien Carlos Enrique.

Ha sido Aleph promotora infatigable de los va­lores regionales. Su director es el gran difusor de la comarca generadora de la cultura nacio­nal. Sabe él que lo terrígeno, lo vernáculo, es la mejor expresión de la patria. La nación no existe sin la provincia. Manizales puede jactarse de esta publicación que ha recogido y difundido, a lo lar­go de 30 años, esa filosofía.

El Espectador, Bogotá, 17-V-1997.

 

 

 

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