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Ecos de la provincia

viernes, 16 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En una carta que me escribe Humberto Senegal, uno de los promotores más constantes y destacados de la cultura quindiana, anota: «La capital aún no lo corrompe. Señal de que en su corazón continúa habitando el hombre de la provincia que durante muchos años nos acompañó en Armenia». Qué reconfortante resulta este reconocimien­to después de catorce años de mi partida del Quindío.

Cuando tantas cosas han cambiado en la región; cuando tanto amigo entrañable em­prendió el viaje definitivo; cuando la co­marca tranquila y laboriosa pasa hoy por una metamorfosis perturbadora; cuando tanta nostalgia, en fin, acumula el paso de los años, el corazón y el espíritu se regocijan con las palabras gratas de Humberto Senegal.

No hay nada tan frío y deshumanizado como la metrópoli. El auge urbano convierte a sus moradores en víctimas indefensas de las desmesuras. Esta ciudad monstruo que se llama Bogotá, donde la gente recorre las calles sin mirarse unos a otros, y donde todos se atropellan y maltratan, es hoy un paraíso perdido. Como ironía, ciudades intermedias como Armenia, no contentas con sus límites mesurados y apacibles, buscan las dimen­siones de los centros populosos. Y cuando están allí, no saben cómo volver al reposo que perdieron y que nunca volverán a tener.

Como dice Humberto Senegal, el hombre de la provincia –un día gerente de banco y hoy escritor pleno– no se ha dejado pervertir por los vicios de la gran ciudad. Me reconforta que esto se note desde la lejanía. No es fácil, con  todo, conservar la autenticidad en una urbe gigante y despersonalizada que no cesa de atropellarnos y que todos los días trata de cambiarnos el alma.

Uno de los pecados capitales de la gran ciudad (y ojalá Armenia siguiera siendo pro­vincia en medio de su crecimiento veloz) es el de la egolatría. Aquí, en la urbe colosal, todos se quieren a sí mismos y desprecian al prójimo. En cambio, en la reposada pro­vincia son ostensibles la solidaridad y el afecto.

El gigantismo produce mutaciones atro­fiantes. Nada tan encantador como la pequeñez. Esto no significa un repudio de Bogotá, ciudad atractiva y agradable bajo otros aspectos (y detestable por su desorden caótico) sino una añoranza de la provincia. «¡Qué descansada vida la que huye del mun­danal ruido!», dijo el poeta.

Los pueblos son el nervio de la patria. Allí reside la cuna de la cultura nacional. Cuando ésta llega a los centros, suele desviarse y pierde originalidad. El aire vernáculo sabe mejor en la provincia. En ella se respira más hondo el sentido de la amistad. Quienes vivimos largos años en el Quindío, una de las comarcas más fascinantes de la geografía colombiana, y ahora residimos en la capital del país, recordamos con emoción los tranquilos tiempos de provincia donde transcurrió parte grandiosa de nues­tra existencia.

Este fue el consejo que le dio Tolstoi a un aspirante a escritor que le pedía una regla para ser escritor universal: «Dibuja bien tu aldea y serás universal».

El Espectador, Bogotá, 21-II-1997.
La Crónica del Quindío, Armenia, 30-III-1997.

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