Verdades amargas de Jaime Castro
Por: Gustavo Páez Escobar
Una de mis lecturas de fin de año fue el libro-reportaje del periodista Juan Mosca con Jaime Castro. Confieso que fui uno de los ciudadanos insatisfechos con la gestión del Alcalde, hasta que, ya en postrimerías de su mandato, comenzaron a verse los resultados. No resulta fácil tener buen concepto sobre un alcalde cuando la paciencia ciudadana –que en el caso bogotano se ha vuelto benedictina– vive ahogada entre huecos, caos vehicular, impuestos, inseguridad y desesperanzas. Leído el libro y, sobre todo, vistas o presentidas las obras que caminan como consecuencia de una gran reciedumbre y una silenciosa y productiva labor a largo plazo, es sensato cambiar de opinión.
Si hasta hace poco nadie daba nada por el futuro político de Jaime Castro, puede pensarse hoy que su carrera pública, lejos de troncharse, ha tomado impulso. Y me parece intuir que la base del milagro es este libro redentor. Cae al dedillo el refrán español: «En política se debe tener paso lento, mirada larga, diente de lobo y cara de bobo».
Pueden distinguirse varios hechos determinantes para que la imagen de Jaime Castro recupere su prestigio. Está, en primer lugar, el Estatuto Orgánico de Bogotá (ley 1ª de 1992), pieza fundamental para que la Alcaldía recupere en lo sucesivo la autonomía que tenía que compartir con el Concejo y que llevaba al nefasto reparto burocrático que frenaba a la administración. El Alcalde era un prisionero de la clase política. Al quedar deslindados los poderes, quien manda es el burgomaestre y quien legisla, el Concejo.
Estas memorias revelan la tarea titánica que tuvo que adelantar Castro para conseguir la aprobación del estatuto, en lucha contra poderosos enemigos, como el propio Presidente de la República, que no fue solidario con Bogotá (el único país del mundo donde los gobiernos nacionales no le ayudan a la capital); o el ministro Hacienda, que actuó muchas veces contra los intereses de la ciudad; o el ministro de Justicia, que como vocero de Cundinamarca actuó en llave con el Gobernador por creer ellos que el estatuto perjudicaría al departamento; o el concejal Dimas Rincón, cuyo asistente presentó varias demandas contra el estatuto. «La batalla la libré solo –se queja el Alcalde–. El Gobierno jamás fue a las Cámaras. No ayudó el liberalismo. No ayudaron los medios de comunicación…»
Esta herramienta jurídica, cuyos efectos más importantes consisten en el desmonte de la coadministración, la autonomía fiscal, la moralización y la descentralización, le permitirá a Antanas Mockus gobernar sin las presiones políticas que pesaban sobre sus antecesores.
Jaime Castro ha sido el gran alcalde moralizador de Bogotá, lo que hasta ahora comienza a apreciarse. No fue hombre de componendas, cocteles o almuerzos comprados. No supo, ni quiso, maquillar su imagen, y por eso no tuvo buena prensa. Trabajaba en silencio hasta 16 horas diarias. Siendo hombre modesto, se cree de bajo perfil y se sonroja si hace el ridículo en público.
«Perder ese rubor -manifiesta- es hoy indispensable para ser buen funcionario ante muchos».
Con el autoavalúo fortaleció las finanzas para su sucesor, y sucesores, a quienes además les deja beneficios tangibles como los siguientes: nueva forma de gobierno y administración; privatización del servicio de aseo, y la Edis liquidada; Plan Vial, Santafé I; proceso de descentralización; primeros pasos para la descontaminación del río Bogotá.
Todo esto no se valora hoy en su justa medida. Mañana se reconocerá. Se sabrá, además, que fue una de las administraciones más serias que ha tenido la capital. Con coraje y dignidad resistió todo el palo que quiso dársele (condición de los Aries, signo al cual también me honro en pertenecer) y hoy ofrece hechos positivos.
Comenta que el mayor problema de Bogotá (cuyo cambio de nombre por el de Suntafé de Bogotá no fue propuesta suya, como se ha creído, sino de Ricaurte Losada) es la falta de cultura cívica de sus habitantes, que Mockus tratará de corregir. «La falta de civismo –dice– genera actitudes y comportamientos que van desde la indiferencia y la pasividad hasta el vandalismo, pasando por la agresividad y el escepticismo”.
El Espectador, Bogotá, 13-I-1995