Por los caminos de la droga
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Soy uno de los colombianos que se sienten estupefactos ante el fallo de la Corte Constitucional que despenaliza el uso personal de las drogas. El alto tribunal, que en otros casos ha dado muestras de equilibrio y sabiduría, no interpretó esta vez el clamor de un país que desde hace mucho tiempo lucha por frenar el consumo de las sustancias alucinógenas que tantos estragos ha causado, y continuará causando, en la salud mental y corporal de la juventud.
Permitir la llamada dosis personal de las drogas, con el argumento de que la Constitución consagra el libre desarrollo de la personalidad, es soberano exabrupto. Por encima del bienestar individual prima el beneficio general de la comunidad. Por la corrupción de unos pocos no puede exponerse la seguridad del país. Lo que la Corte ha abierto es un despeñadero al vicio, superior al que ya existe. Por eso, la opinión pública coincide en que esta vez la Corte Constitucional, conformada por sabios y eminentes varones, se ha equivocado en materia grave.
En juego está el futuro de la juventud colombiana. La salud de la patria. Este fallo inverosímil, en este país carcomido por tanta desgracia familiar y colectiva a causa de la permisividad de algunas leyes, de las autoridades y de los propios padres de familia, casi significa una invitación, con cierto señuelo de curiosidad, a probar los productos sicoactivos.
Si la dosis personal no acarrea consecuencias serias, como se pregona, de allí es fácil pasar, por efectos de la seducción progresiva, a los grandes consumos que no sólo embrutecen y arruinan la personalidad del consumidor, sino que desquician las defensas morales de la nación.
Soy testigo de una experiencia dolorosa que bien vale la pena traer a cuento para refrendar lo que significa la caída de una sociedad cuando no se controlan a tiempo los vicios públicos. En el Quindío, consumido hoy en grandes abismos de degradación moral, se comenzó por mínimas cantidades de droga. Un día surgió en la tranquila ciudad de Armenia una figura seductora y funesta, la de Carlos Lehder, que bajo el barniz de las obras sociales incitaba a los jóvenes a la vida muelle del placer y las alegres fugas de la realidad. En esa forma se fueron trastocando, casi en forma insensible, los valores que adornaban a esta raza laboriosa y progresista, hasta desfigurarse los principios ancestrales.
Con el tiempo, la marihuana y otros productos más refinados circulaban a ojos vistas por colegios, calles y hogares. Chicos y mayores, obnubilados por la orgía general, contribuyeron a que Armenia sea lo que es hoy: el paraíso perdido. Un día, cerca de la Posada Alemana (el mayor centro de diversión de Carlos Lehder), siete jóvenes pertenecientes a familias distinguidas perdieron la vida bajo el vértigo de la velocidad y el estímulo de las sustancias suicidas en espeluznante accidente. Ellos, como muchos de la sociedad desquiciada por el profeta de la liviandad, se habían iniciado con porciones menores de droga, o sea, con las dosis personales que ahora se legalizan.
Las tragedias que le ocasionó al Quindío aquella época desenfrenada, cuando se le rendía tributo al becerro de oro, son inenarrables. Uno de los magistrados que votó a favor de la despenalización de la droga es quindiano, y él (como yo) es testigo de aquel capítulo tormentoso que ojalá sirviera para ponerles freno a las locuras colectivas.
El Espectador, Bogotá, 30-VII-1994.