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Archivo para jueves, 15 de diciembre de 2011

Año Nuevo en Melgar

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde Bogotá, la salida hacia Melgar y Girardot –los sitios más buscados por los bogotanos para disfrutar de sol y descanso durante los puentes y fines de semana– es desastrosa. El tránsito se vuelve desesperante debido a la congestión de vehículos y al mal estado de las vías, y desde luego a la indisciplina de los conductor­es y la inoperancia de los agentes de circulación. En el recorrido a Soacha se gasta, si bien nos va, alrededor de hora y media, cuando debería em­plearse la tercera parte de este tiempo desde el norte de la ciu­dad. Hacer ágiles y ordenadas las salidas de la ciudad es uno de los mayores retos del alcalde Mockus.

Sólo en Soacha se inicia el viaje por carretera abierta, la que ha merecido todos los cui­dados para brindar la comodi­dad y seguridad que deben po­seer las vías nacionales. En ge­neral, el estado de éstas es de­plorable a lo largo y ancho del país y, sin embargo, se pretende nacer turismo sin contar con uno de los requisitos básicos para explotar renglón tan pro­misorio, convertido hoy en una vergüenza frente a otras nacio­nes con verdadera conciencia turística.

En fin, estamos en Melgar. Fuimos a pasar en familia los festejos navideños en una quinta aledaña al pueblo, y reci­bir el nuevo año en las conforta­bles instalaciones del Club Mili­tar. Esta estadía le permitió al periodista, aparte del buscado reposo entre libros y el disfrute de la piscina plácida, tomarle el pulso a la población y percibir desde allí el eco de la vida nacio­nal. Viajar ha de ser, más que el simple deambular por carrete­ras y parajes, acto reflexivo que nos ponga en contacto con los dones de la naturaleza y nos permita auscultar el alma de los pueblos.

El pintoresco municipio tolimense le debe su importan­cia al empuje que recibió del general Rojas Pinilla, 40 años atrás. De aquel punto insignifi­cante sobre la vía que lleva a Girardot, Ibagué, Armenia y otros destinos remotos, surgió, en forma sorpresiva, el vigoroso centro turístico de la actuali­dad que ya tiene visos de ciu­dad. Y se convirtió en hervi­dero de gente, hoteles, complejos vacacionales, comercios di­versos y múltiples problemas. Sobre todo el elemento medio de la capital, cuyo presupuesto no alcanza para lugares más leja­nos y más costosos, encuentra allí, a la mano, su Cartagena simulada.

Como los hospedajes no al­canzan para tanta demanda, a muchos les toca buscar alber­gue en los parques, en las mesas de café o en plena calle, con el lenitivo de la botella de cerveza o de aguardiente, que ambos lí­quidos circulan en alegre profu­sión durante los días de jolgorio. Melgar, plaza asediada por el turismo creciente, no sólo avanza a pasos desmedidos sino que no está preparada para en­carar el gigantismo avasallador que trae consigo el progreso.

Debe hacer, antes que sea tarde, el esfuerzo enorme para salirle adelante al futuro. Alguien me decía, frente a los continuos apagones de la electricidad, la recolección deficiente de las ba­suras y los desmanes alcohóli­cos en las calles, que el nuevo alcalde debe tener la vocación cívica de Mockus (quien ojalá no nos defraude) para que el pue­blo no le caiga encima.

Con todo, justo es reconocer el esfuerzo, y en no pocos casos el esmero de su hotelería, nego­cios de comidas y demás esta­blecimientos comerciales. Las calles están bien pavimentadas, y las viviendas, bien presenta­das. Pero como gobernar es pre­venir, acaso este diagnóstico del periodista que pasó en Melgar una grata temporada entre vi­llancicos y los globos de Año Nuevo, tenga buen recibo en la administración municipal que se inicia.

El Espectador, Bogotá, 9-I-1995.

 

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Caminos de Boyacá

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Estas cuartillas intentan pintar, reconstruyendo una travesía caminera, ciertos matices de la Boyacá privilegiada de postrimerías del siglo XX, comarca que ha logrado mantenerse tranquila, con contadas excepciones, en medio del país perturbado por agudos conflictos públicos. Época nacional de profundas crisis sociales enmarcada en ríos de sangre y horizontes de pavura. La inseguridad carcome hoy la paz de los hogares y pretende borrar del alma y de los paisajes los semilleros de poesía y encanto que nos ha regalado la mano de Dios.

Ideal, como terapia, este escape de cuatro días por una de las comarcas más fascinantes de la geografía patria. Territorio abrupto y rústico en muchos de sus parajes, que se mantiene todavía incontaminado de falsas civilizaciones y por eso ofrece paraísos de sosiego y panoramas de ensoñación. Mientras en Bogotá y en la mayoría de las ciudades y provincias colombianas, lo mismo que en los campos azotados por la violencia, la patria se desangra en un mar de horrores, todavía, por fortuna, nos queda Boyacá.

Hoy los caminos de la paz conducen a mi  tierra. Y hacia ella vamos, lector amable. Puede que en algunos sectores sean senderos lentos y escarpados, estrechos y polvorientos, pero son, en cambio, apacibles y seguros, poéticos y sedantes. Invitan a la paz de la conciencia.

El territorio boyacense es reposado como la naturaleza que lo circunda. Allí no se ha atrevido a penetrar el perverso hombre contemporáneo que altera el reposo de otros lugares, tal vez porque le infunde respeto, o quizá confusión, la densidad de la tierra silenciosa. El  silencio no es bueno para la guerra. El fantasma de la violencia, que cabalga por Colombia y el mundo entero como un anticipo del Apocalipsis, si es que en realidad ya no estamos en el Apocalipsis, se ha detenido ante Boyacá.

Un acordeón hecho hombre

Carlos Eduardo Vargas Rubiano es un hombre de leyenda. Bueno como el pan de las mesas campesinas. Su fama de hombre recto, afable y sencillo le da vuelta a Colombia. El país sabe de su carácter jovial y descomplicado. Carlos Eduardo personifica al boyacense en su más pura expresión. Su personalidad está amasada de trigo y viento fresco. Se confunde con el paisaje y se vuelve canción.

Su acordeón es célebre en el país. En él revientan las primeras notas de las campiñas musicales, en territorio de torbellinos y guabinas, y declinan, con vibración de arreboles y letargos telúricos, las melancolías del atardecer. Nunca un acordeón se ha pegado tanto al alma de su amo. Nunca el hombre ha estado más cerca de la entraña de un acordeón.

Carlóse, como cariñosamente se le conoce y se le nombra, fue quien nos invitó a este viaje por la provincia lejana. Ocupaba el cargo de gobernador del departamento. Y la cita era en Soatá. Allí nos reuniríamos con una nómina selecta de colaboradores suyos, de académicos y otras personalidades.

Entre palmeras y poesía

Soatá es la capital de la provincia del Norte. Mi pueblo es célebre en el  país por sus exquisitos dátiles. Con ellos se han hecho famosas y hacen las delicias de los viajeros una serie de golosinas autóctonas: limones rellenos, toronjas en arequipe, besitos azucarados, masaticos de arroz… Soatá es un pueblo dulce. Se le conoce como la Ciudad del Dátil.

Es el único sitio de Colombia donde pegó la palma y fecundó su fruto. Por raro capricho de la naturaleza, sólo en las palmeras de mi pueblo coexisten flores masculinas y femeninas que, entrelazadas al igual que en el reino de los hombres, se atraen sexualmente y producen vida. El polen penetra en las flores femeninas y prolonga, a través de copiosas cosechas, la conservación de la especie.

Soatá está situada a menos de 300 kilómetros de Bogotá. Hoy se emplean seis horas en la travesía. Una carretera de nunca terminar, que lleva un siglo en plan de rectificación y pavimentación, ha reducido la distancia y ya promete, faltándole sólo 17 kilómetros para llegar a mi  pueblo, continuar su destino sufrido. El general Rafael Reyes la adelantó, siendo presidente de la República, hasta Santa Rosa de Viterbo, su cuna natal. Y allí pareció congelarse por infinitos años. Toda una eternidad para la paciencia de quienes recorren, de Bogotá a Cúcuta, estas latitudes resignadas.

La hacienda legendaria

Tipacoque está a trece kilómetros de Soatá. Es un pueblo dormido sobre su duro lecho de piedra. Se llega a él por entre compactas montañas que descubren el alma endurecida de la roca, como si ésta quisiera precipitarse sobre la carretera y cobrar la aventura del viaje por aquellos desfiladeros asombrosos.

La naturaleza petrificada, con sus imponentes crestas de arbustos carcomidos por los soles caniculares, parece el blasón del pueblo que Eduardo Caballero  Calderón, deseando hacerlo más suyo, lo proclamó un día como municipio independiente. Y lo gobernó como su primer alcalde.

Tipacoque es más un sueño que una realidad. La quietud de sus calles es alucinante. Algún vecino lo observa a uno desde el portón de su casa y no se sabe, en realidad, si aquella es una visión humana o fantasmal. Juan Rulfo nunca estuvo en Tipacoque. Pero ese hubiera sido el escenario exacto para su  Pedro Páramo.

Si usted, amable lector, ha soñado con estar en Comala, la villa mejicana de las almas errantes, vaya a Tipacoque. Le aseguro que hay momentos en que se ignora si se está hablando con seres vivos o con seres fantásticos. Y es que en Tipacoque o en Comala el tiempo está inmóvil. «Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan». Son esos, según Rulfo, los espíritus que vagan y vagarán por su comarca inerte. Tipacoque es también pueblo de sombras y de vapores oníricos. Es otra aldea inmóvil.

La hizo inmortal Caballero Calderón. Lo que uno encuentra por las calles son personajes de novela escapados de los libros del cronista del pueblo. Esta recóndita aldea, cuyos moradores viven ajenos a su propia importancia, es el mayor símbolo de la literatura colombiana. La tierra dura, pedregosa y sufrida, enmarca el dolor campesino tan bellamente cantado en las novelas del genio boyacense.

Cuando uno vuelve a Tipacoque, y lo hace con los ojos del espíritu, salen a recibirlo siervos sin tierra que merodean por las trochas como eternos peones de la comedia humana. Cuando uno vuelve a Tipacoque mirará asombrado cómo se mueven, huidizos y como pasajeros del cosmos, las escasas almas  que desfilan por las calles del silencio como hebras imantadas.

Con Carlos Eduardo llegamos a la hacienda legendaria. El perro nos ladró, y la  buena mujer y su solícito marido, los cuidanderos irremplazables, nos dieron la bienvenida. El ilustre escritor, ausente en Bogotá, llena con su presencia de libros y vestigios múltiples la augusta soledad de la mansión. En el corredor grande se recuerda que el gobierno del doctor Carlos Lleras Restrepo la declaró monumento nacional.

La hacienda, que fue convento de los frailes dominicos, pasó a manos de los Caballero en el año de 1580. La vieja casona, cuya conservación demanda considerable esfuerzo económico, parece un castillo feudal. La hacienda fue repartiéndose entre los trabajadores y hoy sólo conserva, como un trofeo o como un baluarte de la historia, este reducto del corazón y de la inteligencia. Por los corredores y los salones han pasado siglos de historia patria. La casona huele a tradición, a literatura. Bolívar dejó en ella su rastro de caminante pertinaz.

A orillas del Chicamocha

La caravana partió con rumbo a Güicán. Nos detuvimos en Puente Pinzón, a corta distancia de Soatá, una de las referencias imprescindibles de mi pueblo.  El río Chicamocha, escondido en profundidades medrosas, gime sus pesares entre aguas turbulentas. Parece escarbar en las entrañas de la tierra en busca de mayores abismos. Murmura, incontenible, su esclavitud milenaria. Alguna chicharra, que salta por entre piedras y cactos, no se concede tregua en su andar nervioso y pide con sus silbos un minuto de sosiego.

El sol cae vertical, como una saeta en el vacío. Rebaños de cabras, hechas a los rigores de las estériles laderas, buscan afanosas su merienda de espinas y romeros, en composición mágica de durezas y estímulos aromáticos. Y se tiran, con el estómago colmado, en plena carretera, ajenas a la proximidad de nuestro vehículo. Ignoran, las pobres, que engordando sus carnes servirán de suculento festín para los apetitos voraces.

En la plaza de Güicán

De Soatá a Güicán gastamos tres horas. No llevamos prisa, y tampoco la carretera, vía angosta que serpentea en el ascenso con fatigas de páramo, facilita la velocidad. Hay sitios tan estrechos que no permiten pasar a otro vehículo.

Estos pueblitos montañeros que contemplamos engalanados y pintorescos, con sus policromías de iglesias pesarosas y sus plazas somnolientas, simulan un pesebre pegado a la cordillera. Es preciso hacer continuas paradas para  contemplar los farallones tocados de nieve y lejanía. Un día luminoso, que parece alejar la cercanía de la nieve, irradia fulgor y placidez sobre los riscos soberbios. Estos contrastes de sol y páramo, alturas y precipicios, majestad y pequeñez, alborotan el ánimo.

Boavita, La Uvita, San Mateo, El Cocuy, Guacamayas, El Espino, Panqueba y Güicán nos salen al encuentro. En los alrededores, Chita, Chiscas y La Salina miran el avance de la caravana. La Sierra Nevada es uno de los espectáculos más seductores de la geografía colombiana. Su manto de nieves perpetuas flota en el infinito entre ráfagas deslumbrantes. Los rayos del sol perforan el alma de las nubes y hacen resplandecer los peñascos más elevados, que se pierden en lontananza y sugieren una hilera interminable de atalayas marciales.

En la plaza de Güicán, frente al Peñón de los Muertos, se escucha la voz vibrante de los oradores. Sus palabras se repliegan por los contornos con ecos patrióticos. El poeta Pedro Medina Avendaño invoca a la Morenita de Güicán, la legendaria imagen de la Virgen cuya presencia entre los tunebos se remonta a más de dos siglos, y cuyo color, según la leyenda, obedeció a ser alumbrada con cera de laurel y trementina de frailejón.

El historiador Gabriel Camargo Pérez exalta el acto heroico de los aborígenes, que prefirieron suicidarse en alianza colectiva, tirándose al vacío desde lo que hoy se conoce como el Peñón de los Muertos –o el Peñón de la Gloria–,  antes que entregarse a los españoles. Esta epopeya parece diluirse entre los abismos del nevado.

Un hada en el camino

Con Astrid, mi esposa, he recorrido muchos caminos. Sin ella sería menor el conocimiento de la geografía colombiana. Gozamos de los paisajes, de las emociones del campo, de la simplicidad de la provincia. Nos gusta fugarnos sin complicaciones por pueblos y veredas, más allá de los confines transitados por el común de la gente. Nos identificamos con el pequeño mundo maravilloso que se manifiesta en seres y objetos menudos, insignificante para otras personas, y que contiene ocultos embrujos.

Un viaje debe convertirse en experiencia enriquecedora, en oportunidad de fortalecer la visión del mundo y ampliar los límites del corazón. El alma, cuando está ligada con la naturaleza, conserva su capacidad de asombro y de poesía ante la belleza.

Saber mirar lo auténtico por encima de lo superficial; encontrar en la escondida provincia o en el camino perdido la seducción de la quimera; extasiarse ante la comarca desprovista de arrogancia y sembrada de candidez; nutrirse de paisajes, de ríos y alboradas; vibrar con la mañana que se incendia de luces tonificantes y reposar con la tarde que declina entre eclipses encantados y suspensos mágicos… he ahí el secreto para poseer los dones portentosos de la naturaleza.

Regreso con mi esposa de esta aventura caminera. Traemos el alma henchida de hálitos absorbentes. La vida se justifica para el hombre cuando está movida por un aliento femenino. No todos saben encontrar la inspiración de esa dulce complicidad para la alegría y el dolor que es la mujer.

La mía, que es el hada de todos mis caminos, se queda en esta crónica como una vaporosa deidad de la campiña boyacense, transplantada de su campiña santandereana. Y permanecerá aquí como una afirmación de la belleza, como un suspiro de mi viento boyacense.

Bogotá, 5 de mayo de 1993.

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Literatura indigenista

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

He recibido de Abram Koop, jefe de Relaciones Gubernamentales del Instituto Lingüístico de Verano, una serie de publicaciones que giran alrededor del mundo de los indígenas, varias de las cua­les –cosa admirable– están es­critas por personeros de esas culturas. Desde las épocas del descubrimiento de América, las razas aborígenes que poblaban el territorio colombiano –para sólo circunscribirnos a nuestra geografía– han sido víctimas de grandes vejaciones y del marginamiento sistemático de las fuentes de la educación, la salud, la tierra, la vivienda y demás ventajas de la civiliza­ción.

Ese gran desconocido que es el indígena hasta ahora co­mienza a ser admitido en socie­dad, gracias, sobre todo, al pro­greso que en este campo consa­gró la Constitución de 1991. Ha sido una conquista silen­ciosa de los mismos grupos étni­cos –que pasan de 40–, quienes mediante paciente y vigo­rosa organización adelantada a través de largos años de esclavi­tud, padecimientos y tremendas carencias, lograron su propia libertad.

Hoy, cuando ya Colom­bia los reconoce como seres hu­manos y los integra a la vida ciudadana, hacen su presenta­ción exhibiendo títulos sorpresi­vos y sorprendentes, dignos de loa, como los de abogados, sicó­logos, pedagogos o políticos, e inclusive clérigos, como es el caso del cura paez Jesús Ulcué, gran abanderado de la causa indígena a quien asesinaron por chocar su cruzada contra los intereses de poderosos terrate­nientes.

Otro título admirable que sale a flote en la colección de libros que me envía Abram Koop es el del indígena escritor. Varias de esas obras –como Culturas indí­genas, Dichos en Cama, Voca­bulario Epena, Estilo cognosci­tivo guahibo– están dedicadas a explicar y defender la cultura, los idiomas y las costumbres de las diferentes familias aboríge­nes y, por lo tanto, representan precioso material didáctico. En otras –como Cartilla Wanana, Cartilla en Tuyuca, Calustarinda 1948– se reflejan las dotes artís­ticas y literarias de ignorados pintores y escritores de este mundo por descubrir, que me ha producido verdadera fascina­ción.

Es preciso mencionar otros esfuerzos significativos que se acometen en forma discreta desde distintos campos de la cultura nacional en pro de la causa indígena, y que merecen distinción. Tal el caso del escri­tor y catedrático Carlos Basti­das Padilla, profesor de la Uni­versidad del Cauca, quien me­diante una beca que le otorgó Colcultura ahonda en esta ma­teria y produce el denso ensayo titulado La versión literaria de la cuestión indígena latinoamericana.

El Instituto Caro y Cuervo publica en ocho volúmenes una enciclopedia sobre las culturas aborígenes, con el título Historia de la cultura material en la América Equinoccial, obra de la que es autor Víctor Manuel Patiño, consagrado investigador que a lo largo de 40 años de estudio presenta un amplio y novedoso panorama sobre la vida de los indígenas en sus actividades fundamentales: alimentación, vivienda y menaje, comunicaciones, vestidos y vida social, tecnología, comercio, vida erótica y costumbres higiénicas, trabajo y ergología.

Otro valioso texto que edita el mismo Instituto Caro y Cuervo es el que titula Estado actual de la clasificación de las lenguas indígenas de Colombia, que recoge, bajo la compilación de María Luisa Rodríguez de Montes, las ponencias presentadas en un seminario-taller de la entidad.

Todo esto indica que ha comenzado a despertar la conciencia nacional sobre las comunidades indígenas, por tanto tiempo maltratadas y desconocidas en el país, y las que, fuera de ser tan colombianas como el resto de compatriotas, tienen mucho que enseñarnos.

El Espectador, Bogotá, 26-XII-1994

* * *

Misiva:

Con satisfacción y orgullo leí en la columna Salpicón, del diario El Espec­tador, su complacencia al recibir algunas publicaciones de este Instituto, las cuales me animé a enviarle dada su simpatía por la causa indigenista.

Como no es la primera vez que leo sus comentarios sobre este tema, sería un gran placer tener el gusto de conocerlo personalmente e intercambiar ideas sobre este aspecto de mutuo interés. De igual manera a muchos de nuestros lingüistas les agradaría poder conocerlo. Abram Koop P., director en Bogotá – Asociación Instituto Lingüístico de Verano

 

 

 

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Adriano Páez: poeta del dolor

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Antonio Cacua Prada ha publicado con el patroci­nio de la Alcaldía de Chiquinquirá –entidad que cumple extraordinaria labor cultural bajo los auspicios de Napoleón Peralta Barrera– un libro que rescata del olvido la vida y la obra de un destacado escritor boyacense del siglo pasado: Adriano Páez. Hoy pocos saben, incluso en Boyacá, que esta figura de las letras que poco se menciona en nuestros días, so­bresalió en la segunda parte del siglo XIX en los campos del periodismo, la poesía, la diplo­macia, la política y la docencia.

Nacido en Tunja en el año 1844, desde muy joven, apenas de 16 años, inicia su labor lírica. Y a los 20, es periodista. Con su inteligencia precoz despierta ad­miración de quienes lo ven de­sempeñarse en los ca­minos de la literatura. De sus lares nativos se traslada a la población santandereana de Socorro, donde conquista las posiciones de diputado a la Asamblea del Estado Soberano de Santander, subsecretario de Gobierno, secretario general del Estado y procurador del mismo. Más tarde será diputado a la Asamblea de Boyacá. Su sensibilidad lo lleva a identificarse con la causa de los humildes y deja por doquier –lo mismo en los años iniciales de su carrera pública, como a lo largo de toda su vida– pruebas de su bondad humana.

En la rama docente, que ejerce con ejemplar aposto­lado, imprime su carácter de humanista. En Bogotá es nombrado secretario general de la Universidad Nacional. Ya por entonces incursiona con talento y el aplauso de los escritores más notables en las esferas de las revistas y los periódicos de renombre. Sus ideas conquistan creciente interés.

En 1870, se traslada a Fran­cia como cónsul en El Havre, posición que desempeña por espacio de cuatro años. Desde allí colabora con prestigiosos periódicos y revistas europeos y entabla amistad con importan­tes figuras literarias. Se hace amigo de Víctor Hugo, quien años después le expre­sará, al agradecerle el envío de una revista desde Bogotá: «Usted es un noble espíritu, y con mi cordialidad correspondo a la de usted. Usted sabe cuánto amo a su generoso país. Yo tengo, como usted, amor a la luz, y por religión la libertad».

Adriano Páez es de los primeros escritores colombia­nos que luchan por la unidad latinoamericana. En París funda la Revista Hispanoame­ricana, y en Londres, la que bautiza La América Latina. A su regreso a Colombia en 1876, entra como director de El Diario de Cundinamarca, y al año si­guiente dirige la revista La Pa­tria. En sus ensayos da muestra de profunda erudi­ción. Su vena poética de estos años acentúa el dolor humano. Es una herida que se agranda con la tragedia del escritor, ya que en Europa había adquirido la enfermedad de la lepra.

Con los pocos ahorros que trae de su ejercicio diplomático compra en Bogotá, en las lade­ras de Monserrate, la quinta apacible que denomina La So­ledad, en la que se refugia sin perder el contacto con el mundo de las letras. Más tarde, urgido de clima caliente, se traslada a La Unión, camino a Fómeque, donde adquiere la casaquinta Vista Her­mosa. Cuando apremian las necesidades económicas, se ve obligado a vender el terreno para poder subsistir.

En 1880, contrae matrimonio con Carolina Baños, mujer admirable que ha de acompa­ñarlo hasta sus últimos días. La pareja se instala en Agua de Dios a fines de 1889. El poeta escribe allí el libro Viaje al país del dolor, estreme­cido testimonio de su angustia espiritual y física, que soporta con enorme fortaleza. Cuando se prepara a visitar a sus compañeros de infortunio para llevarles una palabra de con­suelo, como es su costumbre diaria, el brioso alazán lo lanza al suelo y le produce mortal herida. Muere pocos días des­pués, el 2 de abril de 1890, a los 45 años de edad.

Antonio Cacua Prada, al reca­pitular esta vida insigne, le hace justicia al escritor y periodista que cien años atrás enalteció el nombre de Colombia, y que hoy, como un estigma del propio dolor del poeta, su recuerdo yace sepultado en las sombras del olvido.

El Espectador, Bogotá, 20-XII-1994

 

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El prurito de privatizar

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No es clara la posición del Gobierno en el campo de las privatizaciones. Todo parecía indicar que este renglón había quedado agotado en la administración anterior. En la conciencia pública subsiste la idea de que, mediante la venta de algunas entidades financieras en condiciones muy ventajosas para los grandes grupos, se concentró más poder económico en pocas manos. Las dudas subsisten sobre todo en relación con los bancos de Colombia y del Co­mercio.

Ahora el presidente Samper manifiesta que se estudian otras privatizaciones, aunque con la adopción de mejores sistem­as de control. Agrega que no saldrá de aquellas instituciones que prestan notable beneficio social. Entre ellas están la Caja Agraria y el Banco Central Hipotecario. Otras dos entidades, también de alta utilidad pública, pero muy llamativas como fuente de ingresos para el Gobierno –Telecom y el Banco Popular–, están en entredicho.

En este zangoloteo de las privatizaciones, ambos organismos estatales han sido materia de controversias. Gaviria quería rematarlas, o sea, feriarlas, pero diversas circuns­tancias se lo impidieron. Se sal­varon del afán mercantilista por no haber alcanzado el calenda­rio. Según se desprende del estilo fiscalista de Hommes, apoyado siempre por el presi­dente Gaviria, para él contaba primero el negocio.

En cuanto al Banco Popular se refiere, el valor de su negocia­ción –$ 300 mil millones– figu­raba como un ingreso en el presupuesto de este año. Si no se hubiera interpuesto el lío jurídico que apareció a última hora, esta entidad, que sin duda tiene la mayor plataforma social de toda la banca, ya ha­bría pasado al dominio particu­lar, aumentando el influjo de los grandes grupos. Pero Samper, en la antesala de su Go­bierno, dijo que la necesitaba para adelantar el programa de microempresas.

Cuando se tramitaba la venta del Banco Popular, el candidato Samper expresó lo siguiente en carta a exfuncionarios de la en­tidad: «No veo con buenos ojos ese proceso pues avanza en contravía del esfuerzo que tendre­mos que realizar en el próximo gobierno si queremos impulsar decididamente la creación de 350.000 microempresas y con­tribuir así a la generación de miles de nuevos empleos pro­ductivos».

Esto fue lo que pre­gonó el candidato. Veremos lo que hace el Presidente. Han co­menzado a colarse noticias en el sentido de que el Banco Popular se venderá de todas maneras para reforzar los ingresos públicos. Cabe preguntar: ¿sigue en firme el programa de las microempresas?

Reciente editorial de este pe­riódico llama la atención sobre las críticas formuladas por el contralor general de la Repú­blica acerca del controvertido capítulo de las privatizaciones, y lamenta que tema de tanta al­tura haya pasado en silencio. La tesis del funcionario es que ven­der por vender no es bueno. Si todo fuera cuestión de negocio, habría que salir de las mejores empresas del Estado.

Hay un juicio severo en la declaración del contralor, que vale la pena analizar con la mayor seriedad: «Bajo las actuales condiciones, el proceso de privatización que se ha venido adelantando en el país no es prenda de garantía para salvaguardar el patrimonio público».

Preocupa que, ante la enormi­dad de las cifras que reclama el llamado Salto Social, se eche mano de instituciones lucrati­vas como Telecom y el Banco Popular para cubrir una emer­gencia. Se espera, desde luego, que el prurito privatizador no llegue a extremos que después haya que lamentar.

El Espectador, Bogotá, 8-XII-1994.