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Archivo para jueves, 15 de diciembre de 2011

Funcionarios mudos

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No se trata del señor Al­calde Mayor de Bogotá, cuyo silencio sepulcral al fin se interrumpió con el anuncio de su dimisión, si los concejales no lo dejan gobernar. A raíz del respaldo público que obtuvo por su amenaza de dejar huérfana a la pobre cenicienta, el señor Mockus se volvió el hombre más locuaz. Incluso consiguió inyectarle calorías a la fría temperatura ciudadana que él mismo no ha podido levantar con sus juegos mágicos. Su inesperada salida al aire logró el milagro de la resurrección para su imagen postrada en sólo cinco meses de administración.

Al silencio que voy a referirme es al del señor Alejandro Deeb Páez, gerente de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado. A partir del mes de febrero he tenido que tocar en sus puertas en varias oportunidades, sin haber logrado que éstas siquiera se entreabran. No se trata de un caso particular sino comunitario, tanto del edificio donde habito como de los vecinos, y puede deducirse que de miles de usuarios afectados por la misma falla empresarial.

Como el gerente no ha contestado mis cartas –que son también de la opinión pública–, le escribo hoy por el correo del periódico. (En­tre otras cosas, yo sólo he es­cuchado la voz del funcionario cuando dice que va a aumentar las tarifas por fuera del Pacto Social).

Comenzando el año, la Em­presa de Acueducto redujo en más de 20 días, sin previo avi­so, el límite que tenía fijado pa­ra el pago de sus facturas. Cuando las cuentas debían cancelarse a finales del mes, la nueva modalidad –que significa una operación financiera a favor de la empre­sa– trasladó la fecha límite para comienzos del mismo mes. Además, dejó de entregar las facturas en las residencias. Es decir, más tarde los usuarios nos encontramos con la noticia de que la cuenta estaba vencida y por lo tanto había que pagar el recargo establecido por la mo­ra. Doble ganancia para la em­presa.

Trasladé el reclamo al funcio­nario con fecha 27 de febrero. Y como no me contestó, le escribí de nuevo el 3 de mayo. Con­tinúa el olímpico silencio gubernamental. La situación se agrava con el hecho de que en el nuevo reparto de facturas, las del presente mes, tampoco lle­garon las de mi edificio y los edificios vecinos.

Cuando nos dimos cuenta de esta deficiencia repetida, ya el plazo para el pago estaba ven­cido. Sin fórmula de apelación, había que cancelar otra multa por una omisión de la que no somos responsables. Así, mientras se asaltan los bolsi­llos de los usuarios, crecen las arcas de la empresa. Acudimos a la ventanilla del Cade, donde la empleada, que casi no deja hablar (una manera de ser no­sotros los mudos), nos dijo que la culpa era de Adpostal por no haber entregado las facturas a domicilio. El consabido juego de evasivas. Y resulta que es­tamos en pleno auge de los jue­gos ciudadanos que quiere en­señarnos el señor Mockus…

La empleada nos puso a es­cribirle a Adpostal. Allí también son mudos. La pregunta es simple: ¿Quién contestará nuestras cartas y nos devolverá las multas mal cobradas? ¡Ave­rígüelo Mockus!

El Espectador, Bogotá, 10-VI-1995

 

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Soatá, señora de los silencios

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

A mi pueblo nativo, en sus 450 años de vida

Por: Gustavo Páez Escobar

En el costado norte de la plaza reposa una casona colonial, penetrada de sueño y nostalgias, cuya puerta permanece ce­rrada a todo momento. Por la mansión caminan densas capas de silencio. El vetusto portalón que alguna vez fue de las ca­ballerizas parece que hubiera sido clausurado para siempre. Esta vivienda albergó a Bolívar en diferentes ocasiones, entre los años 1814 y 1825, como lo exalta la siguiente placa colocada en la fachada:

«La Academia Boyacense de Historia rinde tributo patrió­tico al Libertador Simón Bolívar en el tricentenario de su na­cimiento, quien en su ruta político-militar pasó cinco veces por Soatá y se alojó en esta casa histórica».

En realidad, Bolívar estuvo en Soatá siete veces, en cinco de las cuales pernoctó allí; en las dos restantes su tránsito se produjo el mismo día. Varios textos de historia recogen los pasos del Libertador, como Soatá y Álbum de Boyacá, de Cayo Leónidas Peñuela; Monografías de los pueblos de Boyacá, de Ramón C. Correa, y Bolívar en Soatá, de José Agustín Amaya. La primera presencia del héroe tuvo lugar el 18 de noviembre de 1814 y corresponde al primer viaje que desde Ve­nezuela realizaba el futuro Libertador al interior del país.

La aldaba con que cerca de dos siglos después tocamos en el portón repercute en la vecindad con roncos sonidos de bronce antes que alguien conteste desde el interior. Al tras­pasar la segunda puerta (como era la usanza en los viejos tiempos), surge el patio empedrado en mitad de las columnas, las escalas y los amplios corredores, también de piedra, que se quedaron como mudos testigos de épocas añejas.

En el segundo piso, desde donde se acciona el cordel que permite franquear la entrada, nos observa Antonia Gómez, la única moradora del caserón. Desde que años atrás falleció la última de sus patronas, Antonia se acostumbró a la soledad absoluta. Dice que no siente miedo alguno, ya que la fidelidad y el cariño que conserva por sus protectoras le abrigan el alma y le permiten ahuyentar los fantasmas que rondan entre las sombras del pasado.

Esta reliquia histórica fue casa cural y luego cuartel. El párroco de entonces, José Eusebio Camacho, adquirió el te­rreno en 1808, y en 1814 concluyó la construcción. Cuando Simón Bolívar pernoctó por primera vez en aquella morada caminera —la que más tarde convertiría en su palacio ambu­lante de gobierno—, uno de los notables del pueblo era el señor Fernando Pabón y Gallo, oriundo de Tuta, de quien dice el canónigo Peñuela que se trataba de «un caballero honora­ble, ilustrado, que en poco tiempo se granjeó el aprecio y el respeto de todas las clases sociales». Como diputado a la Cons­titución de Tunja de 1811, el señor Pabón se había establecido en Soatá para proclamar el Estado Soberano de Boyacá.

Varios propietarios tuvo la mansión en los años siguien­tes: José María Medina Lozano y su esposa Segunda Calderón Reyes, el escritor Temístocles Tejada, Ladislao Corso Reyes y su esposa Ana Mercedes Bernal Calderón. A finales del siglo pasó a manos de Teotiste Mesa, padre de las Mesas, de tan grata memoria en el pueblo. Ahora es propiedad de las familias Valderrama Mesa y Jiménez Valderrama.

Otra casa para el recuerdo

En el mismo sector de la plaza, vecina de la edificación reseñada y también esquinera, se levanta otra casona colonial: la residencia de la familia Escobar. Como no sólo los seres humanos sino también las casas cumplen años, la vivienda de mis abuelos, donde yo nací, ha llegado a los 237 años de vida, que aquí se le celebran.

Amarillentos papeles de familia indican que en 1758 fue construido el primer piso con los sólidos materiales que en­tonces se empleaban y que han resistido varios cataclismos. En 1879 la casa pertenecía a Eustaquio Corso Reyes, quien diez años después la traspasaría a varios parientes, para pasar en 1894 —hace 101 años— a propiedad de Policarpo Escobar Corso y María Antonia Rincón Ojeda, mis abuelos maternos. En 1910 se construyó el segundo piso.

Las casas soportan más que los hombres el peso de los años. Mientras los mortales somos frágiles, los inmuebles de antaño parecían eternos. Eran tan consistentes, que sus gruesos muros no se conmovían —ni se conmueven hoy a pesar de su longevidad— ante la arremetida de los terremotos. ¿Quién
de los lectores se siente con fuerza para llegar a los 237 años que tienen mis lares maternos?

A comienzos del siglo que se extingue, esa casa vibraba de alegría. Los siete hermanos Escobar Rincón (entre ellos, cinco mujeres) llenaban de frescura y vitalidad el amplio espacio solariego. La madera tallada embellecía puertas, ventanas y escaleras, la sala principal y el esplendoroso comedor donde se avivaba más el fuego hogareño. La suntuosa sala señorial, que hoy se recuerda con nostalgia, fue testigo de grandes bailes de la época, como de romances e íntimos momentos familiares.

Con el paso del tiempo, la morada inició su metamorfosis inevitable. La ley de las herencias impone las segregaciones, cuando no los traspasos definitivos. De mano en mano, cada vez se achicaba más el antiguo dominio, como la piel de zapa. La vieja mansión no ha salido de la familia, pero ya no es la misma. Mi casa materna, casi deshabitada hoy, donde sólo residen de fijo dos almas femeninas, grandes y solitarias como las paredes que las protegen, rumia sus recuerdos con la tris­teza de los tiempos idos. Es también casa de silencios. Todo en Soatá, incluso este aniversario que festejamos con luces, está imbuido por los ecos del ayer.

Las residencias tienen alma y sentimientos. Ríen y lloran con las alegrías y las adversidades de sus moradores. No son materia inerte, ya que por sus cimientos, tapias, columnas, corredores y cuartos íntimos corre sangre. Ven, oyen y respi­ran. Son arcas de la historia pueblerina. Algunos insensatos destruyen las casas viejas y los archivos históricos para borrar el pasado. Como si el pasado pudiera borrarse.

Al abrir las puertas de este par de casas ancestrales (y lo mismo puede decirse de otras de igual significación, cunas de distinguidas familias soatenses), es como rescatar la Soatá antigua, toda llena de gracia y atributos, para brindar por estos 450 años de historia que nos colman de alborozo.

Palabras de Bolívar

El último paso del Libertador sucedió el día 25 de marzo de 1828. Al día siguiente, según lo anota Luis Perú de Lacroix en su célebre diario, siguió hacia Bucaramanga, desde donde observó el desarrollo de la Convención de Ocaña, uno de los sinsabores más amargos sufridos en su vida pública.

En Soatá halló siempre un oasis dentro de las duras jor­nadas del guerrero y del gobernante; y en sus pobladores, seres amables y patriotas auténticos. La pequeña villa aportó a la causa de la Independencia el temple de sus hombres, muchos de los cuales sacrificaron su vida en los campos de la liber­tad, tanto de Colombia como de los países vecinos. Para des­tacar esos actos de heroísmo, Bolívar escribió la siguiente proclama patriótica que se guarda como el mayor documento del mu­nicipio:

Habitantes de Soatá:

Vuestra Municipalidad me representó algunos meses ha contra vuestro Pastor. Yo seguí entonces la voz de la pruden­cia y lo amonesté en lugar de perseguirlo. Ahora, alejándome quizás por mucho tiempo de vuestra villa, quiero ofreceros mi protección especial contra cualquiera que os persiga, porque el primer deber del Gobierno es defender los pueblos contra los malvados.

¡Habitantes de Soatá!

Mi brazo va a las extremidades de Colombia a llevar la libertad a los que aún gimen esclavos, pero el Vicepresidente de Colombia será justo para todos, y para vosotros mi protec­tor como lo soy yo para cada vecino de Soatá. Cualquiera que sea vuestro enemigo, fuese el mismo que debía ser vuestro Pastor, será mi enemigo,   

Cuartel General en Soatá, a 14 de octubre de 1821.

Simón Bolívar

Dos años atrás, el 15 de noviembre de 1819, había enviado desde Soatá la siguiente comunicación al general Santander:

El Presidente de la República, Capitán General de los Ejércitos de Venezuela y de la Nueva Granada, al Excmo. Se­ñor Vicepresidente de las Provincias libres de la Nueva Gra­nada.

El perjuicio que causan a la República los curas godos es imponderable. Así que yo no estoy de acuerdo con su perma­nencia en los curatos. De estos hay en la Nueva Granada unos veinte o treinta, y estando como estoy persuadido de los males que causan a su patria, no puedo menos que prevenir a V.E. los separe de sus destinos y ponga en su lugar hombres de reco­nocido patriotismo.

Dios guarde a V.E. muchos años.

Bolívar

Por curas godos hay que entender curas realistas. Esta dura misiva se explica en el hecho de que, tratándose de clé­rigos adictos a la monarquía, sus acciones beligerantes se oponían a las campañas republicanas del Libertador.

Nace el pueblo

El caserío indígena de donde emergería la población ac­tual era uno de los principales cacicazgos de la nación chibcha, y sus habitantes tenían una mezcla de chibchas, caribes y choques en razón de la amplia zona por donde se desplazaban. El poderoso cacique Soatá sobresalía por su valor guerrero.

La región dependía de la agricultura y la ganadería, con algunos cultivos básicos como el maíz, la caña de azúcar, la papa, la yuca, la arracacha, el trigo, la cebada, el cacao y las frutas tropicales. También existían diversos yacimientos, como el del plomo, el cobre, el hierro y la caliza. Diseminados en una extensa y abrupta geografía, los indios cuidaban sus minifundios con la dedicación y el celo característicos de su raza. Para fortalecer el ánimo se ayudaban con el ayo (la coca sin procesar, que aún se consume en las vegas del Chicamocha), el que mezclado con cal viva y apurado con la espiritosa chicha era y sigue siendo el mejor estimulante para las arduas jornadas laborales.

Demarcadas por Juan Rodríguez Parra la plaza y las calles sobre los cimientos del caserío chibcha, se aproximaba la fundación hispánica del pueblo. El conquistador había na­cido en Valdepeñas, España, en 1504. Tenía el grado de sargen­to mayor (capitán), y además era versado en leyes, según se desprende de algunas papeles conservados en los archivos his­tóricos de Boyacá. Fue uno de los que incendiaron el Templo del Sol de Sogamoso, acto que dibuja su espíritu belicista y pone de presente la ambición con que los españoles perseguían el oro de los templos indígenas.

A Juan Rodríguez Parra le correspondía ahora el privile­gio de fundar un pueblo, hecho que se llevó a cabo el 10 de diciembre de 1545. Así nació Soatá, hace 450 años. El cacique, fogoso combatiente de los españoles, fue relegado a una estancia en Tipacoque (la futura hacienda que llevaría ese nombre). Años después su hijo Gaspar, heredero de sus bienes, entregaría dicha estancia a los agustinos, por medio de testa­mento, a cambio de diecisiete misas anuales.

Ambos personajes, el cacique y el conquistador, al unir dos mundos, representan los eslabones necesarios que hicieron po­sible el surgimiento de la  población, que era como un mi­lagro en esos tiempos primitivos y en esos desfiladeros escalofriantes.

Vendrían luego la promulgación de las leyes para gober­nar la localidad, y el ordenamiento de usos y estilos para estructurar la armonía comunitaria, propósitos que demanda­rían denodado empeño. Si era belicoso el señor de España, también lo era el señor de Soatá. Ubicados en la historia sus temperamentos de lucha —cada cual dentro de sus personales circunstancias de liderazgo político—, la civilización saltó de aquellas breñas salvajes para definir un modelo social, el que se engloba en una sola palabra: Soatá.

Perfil del fundador

En la casa cural de Soatá se conserva un óleo de don Juan Rodríguez Parra, elaborado por el artista tunjano Rafael Tavera, donde se dibuja al fundador con apariencia similar a la de don Quijote de la Mancha, armado de lanza y vestido del casquete y el traje miliciano de la época, en expresivo gesto guerrero. Algunos datos indican que al lado de sus padres, don Diego Rodrigo de Valdepeñas y doña María del Pilar de la Pa­rra, había recibido profunda formación religiosa antes de seguir la escuela de las armas bajo las banderas de Carlos V. En aquellas calendas, la ambición de los jóvenes era ingresar al clero o a la milicia, y soñaban con llegar a ser santos o próceres.

Algunos escogían las leyes o la medicina, pero más les hubiera gustado el distintivo sacerdotal o el militar, con todos sus arreos e íntimos deleites, como el que exhibe el fundador de Soatá. Otros dos cuadros de esta galería corresponden a los primeros doctrineros dominicos que llegaron al poblado el mismo año de su fundación: fray Bartolomé de la Sierra y fray Diego Martínez. Este último bautizó al cacique. Un dibujo primitivista de Sergio Pineda recoge el momento en que el indio, rodeado de ardiente vegetación tropical, recibe el sacra­mento en las aguas de un río caudaloso, que no puede ser sino el Chicamocha.

El fundador de Soatá había penetrado a Colombia por Santa Marta, donde se incorporó a la expedición del licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada en la conquista de los nativos, y más tarde acompañaría en la misma misión a Gonzalo Suárez Rendón, el fundador de Tunja, una de las ciudades más importantes —y en un tiempo la más importante— en la época del Nuevo Reino. El conquistador Rodríguez Parra estuvo pre­sente en la fundación de las poblaciones más antiguas del país: Santa Marta, en 1525 (hoy con 470 años de vida); Car­tagena, en 1533 (con 462 años); Bogotá, en 1538 (con 457 años); Tunja, en 1539 (con 456 años); Soatá, en 1545 (con 450 años). Tras estas jornadas agotadoras y heroicas, el fundador murió en el año 1577, en Tunja, a los 73 años de edad.

Labranza del Sol

En etimología indígena, Soatá quiere decir Labranza del Sol. El astro rey era venerado por los indígenas como el dios supremo de tierras, ganados, ríos y cosechas. Dispensador de la riqueza, la libertad y el poder. Rey de la atmósfera, los vien­tos y las tempestades.

Su imperio es absoluto. El sol fulgurante, que no admite eclipses, alumbra los campos de Soatá para establecer la vigencia de lo eterno sobre lo efímero. Bajo sus rayos nació una estirpe de gente brava, batalladora e indoma­ble. No es fortuito, pasados aquellos tiempos primitivos de la idolatría solar, el hecho de que la comarca, comprendido todo el Norte de Boyacá— provincia de la que Soatá es su capital—, tenga como patrón el del carácter, el trabajo y el valor.

Nueve rayos resplandecientes, que reflejan claridad y ver­ticalidad, caen sobre el escudo de armas como saetas en el espacio. En un ángulo dorado aparece la orquídea, símbolo de la belleza; y en otro, la famosa palma de dátil, que simboliza la agricultura y representa su insignia mayor. De ahí el apelativo que ha hecho famosa a la población: Soatá, Ciu­dad del Dátil. En la parte inferior del escudo, los brazos musculosos del indígena y el español, armados de lanzas, se entrelazan en campo guerrero para afirmar la unión de sus razas bravías —en vigoroso encuentro del mestizaje— y lanzar el grito de la civilización.

La palmera de Soatá es única en el país. Palmeras existen en muchos lugares de la tierra, pero no todas son fecundas. Las nuestras, en cambio, se reproducen y nunca mueren. En la misma planta existen flores masculinas y femeninas, en idilio eterno, que se buscan, se consienten y atraen, lo mismo que sucede en el reino de los hombres, y cruzan sus emociones para prolongar la especie. Ese instinto amoroso-sexual se ha quedado en el ambiente como un regalo, como un aroma de la naturaleza, para afirmar la vida. El nuestro es un árbol con alma femenina. Laura Victoria, la voz poética de la tierra soatense, así canta a los dátiles convertidos en mujer:

Surgen en la distancia

las tardes de mi pueblo

surcadas de caminos,

donde van las muchachas

con las trenzas desnudas

y los senos erectos;

las muchachas de sol

y agua temprana,

hermanas de los dátiles,

compañeras del viento,

que juegan con las flores

y bajan las pestañas

cuando el aire las besa

y les alza la falda

de pespuntados vuelos.

Caminos de mi tierra

En tiempos de la Colonia, mi pueblo fue un cruce de ca­minos entre el Nuevo Reino y Venezuela. Por aquellas tierras anchas y taciturnas, perdidas entre neblinas, despeñaderos, caminos de herradura y horizontes yermos, serpenteaba el vie­jo camino real que más tarde borró la carretera. Desde muy joven, Caballero Calderón, el hidalgo de Tipacoque, comenzó a transitar aquellos abismos impresionantes y recuerda que la carretera apenas llegaba al páramo de Guantiva, desde donde era necesario seguir a caballo para estar en la hacienda. En su libro Tipacoque (1940) pinta así la zozobra del viaje. «Bajo la lluvia, entre la bruma, cómo era de tremendo ese cañón del Chicamocha, cómo parecía de estrecho el camino y la so­ledad era más angustiosa».

Al paso de los años, con dormida morosidad, la carretera perforaba montañas, desafiaba profundidades y proclamaba de vez en cuando, desde la cima, sus victorias pírricas. El pá­ramo inmutable, los farallones imponentes, los precipicios insondables, todo se confabulaba para hacer más medrosa —y también más poética y emocionante— la travesía por aquellas soledades. El escritor de Tipacoque, pintor de paisajes, re­cogió en sus libros el polvo de aquellas sendas ariscas, entre desfiladeros agresivos y mágicos, que le entonaban el alma y le permitieron elaborar una de las obras de mayor belleza y fuerza bucólica que se hayan escrito en Colombia.

Comenzando el siglo actual, el presidente Rafael Reyes, nativo de Santa Rosa de Viterbo, le dio impulso a la vía y logró para ella el progreso que ningún otro mandatario ha logrado imprimirle. Digamos, entonces, que los caminos de mi tierra son ásperos y sufridos. Eduardo Caballero Calderón, el eterno crítico de todos los gobiernos por esta parsimonia desesperante, nunca consiguió que la carretera pavimentada llegara hasta su tierra.

Al morir el escritor en abril de 1993, faltaban treinta kilómetros desde las goteras de Susacón has­ta Tipacoque. Cuando escribo estas notas, seis meses antes de la gloriosa efemérides soatense, el pavimento apenas ha avan­zado tres kilómetros, es decir, a kilómetro por año…

En contraste con la desidia oficial, está el embrujo de los panoramas que conducen a mi solar nativo. De un artículo que publiqué en El Espectador hace diez años trasplanto a esta semblanza las siguientes pinceladas sobre el paisaje de mi tierra:

«Cuando se quiera encontrar paisaje, legitimo paisaje, hay que ir a Boyacá. Allí la naturaleza, taciturna y soberbia a la vez, se convierte en el ingrediente mágico sin el cual es imposible concebir la belleza. En Boyacá, sea cualquiera el camino que se escoja, todo adquiere contornos fantásticos. Los pueblitos que se deslizan de Tunja para abajo, cargados de sopor, aparecen a la orilla de la carretera como un desafío a la vida estrepitosa y como si no hubieran despertado aún a los engaños del modernismo. Permanecen estáticos en el tiem­po y ajenos a las caravanas de turistas que, deseosas de emo­ciones, tratan de descubrir el misterio de las cosas muertas.

«El páramo, en ciertos parajes, parece que cogiera a den­telladas a quienes se atreven a transitar por sus dominios. Allí termina la ilusión del asfalto y comienza la realidad de la vía pedregosa, deplorable en muchos trayectos, y entre ba­ches y desfiladeros se prosigue por caminos lentos y polvo­rientos, frenados para el vértigo y abiertos a la contemplación del paisaje. Es allí donde surge en todo su esplendor el mag­netismo de la naturaleza incontaminada. Los frailejones, que certifican el decurso de siglos de quietud y la presencia inequívoca del páramo, son guardianes de territorios solitarios donde el hombre mismo estorba entre tanto sosiego y tanta desprevención. Un sol temeroso se esconde entre los pedrego­nes y espía de soslayo el paso de los vehículos, mientras las corrientes de aguas cantarinas, verdaderas oraciones de la montaña, susurran sus lamentos. ¿Serán lamentos o serán alborozos?

«Como si la pereza del ambiente nos invitara a soñar, del fondo de la tierra vemos salir extrañas visiones —tal vez un arbusto convertido en ave voladora, tal vez un pájaro que se torna en duendecillo, o acaso un animal prehistórico que se transforma en peñasco…—, y entre cabeceo y cabeceo avi­zoramos de pronto la aparición de la iglesia próxima. Por estas aldeas minúsculas, que apenas logramos captar cuando ya han desaparecido, pasamos con sabor de polvo y de mon­taña y con letargo de ensueños y sinfonías interiores.

«El paisaje es el marco natural que se quedó en el senti­miento de los boyacenses. Ya habló Armando Solano de la melancolía de la raza indígena, y habrá que asociar la paz y el embrujo de las tierras silenciosas —donde cada tramo de asfalto algo le roba a la virginidad— con la pureza del alma boyacense. Boyacá: paisaje, oración, asombro, eternidad… Todavía, por fortuna, los bárbaros de la civilización —los co­mejenes de la cultura que fustigó Eduardo Torres Quintero— algo entienden del sentido de estos pueblitos somnolientos que a pesar del alboroto de los tiempos conservan puros sus encan­tos. La tradición y el paisaje son en Boyacá los mejores frutos de la tierra».

La cenicienta triste

Un panorama encantado surge de las tierras norteñas: rocas, páramos, abismos, ríos rumorosos, sosiego, poesía… En medio de las soberbias ondulaciones de la cordillera brota de pronto un oasis, una parada necesaria para mitigar la du­reza del recorrido: estamos en Soatá. Y hemos venido a congratular a la madre tierra en sus cuatro siglos y medio de hidalguía, tradición y olvido.

Sí: de olvido. Sus glorias pasadas se han diluido en el tiempo para darle paso a la triste realidad de suelos sufridos y empobrecidos que ya no dispensan los recursos suficientes para la subsistencia. Un día la Compañía Colombiana de Ta­baco ilusionó a los agricultores para que cambiaran sus cul­tivos tradicionales por el producto redentor que según ella prodigaría bienestar y progreso constantes. Y todos comenza­ron a sembrar tabaco. Una región entera se esclavizó a un solo cultivo, con el halago de los buenos precios y las cosechas eter­nas. Al paso del tiempo, cuando los precios fueron decayendo hasta llegar a niveles irrisorios, la tierra había dejado de ser apta para otros fines. La situación no puede ser más dramá­tica: la capa vegetal quedó esterilizada y los agricultores no tienen de qué vivir.

Esta es la amarga realidad inocultable: se trata de la tierra arrasada y de la gente desesperanzada que ha perdido la fe en los surcos y los arados. En otras épocas, el olor de los trapiches impregnaba el aire de exquisitas fragancias que embriagaban los sentidos. Hoy, como sucede con las casas viejas cantadas al comienzo de este escrito, las moliendas son apenas un recuerdo melancólico. Continúa, por ventura, la tradición de los dulces típicos que hacen las delicias de propios y extraños e imprimen ese sello ambiental —que tanto atrae a los viajeros— de hospitalidad y encanto. El dátil, siendo la mayor presea de la noble villa, es comoel hada madrina que riega besos en el ambiente para perfumar la vida.

Pero es tierra reseca. Las reservas de agua se han agotado poco a poco entre las talas de árboles y los maltratos sin cuento que tanto combatió en la vecindad, para lección de toda la comarca, el caballero de Tipacoque. De esos abusos son responsables los propios habitantes, ajenos a las medidas de protección y cariño del medio ambiente, indispensables para que la naturaleza sea generosa y maternal. Cuando los cam­pos mueren de sed, es la propia vida humana la que langui­dece entre apremios y desesperos. Aquí es donde se impone un alto en el camino para buscar las fuentes primitivas de la existencia, que nuestros antepasados los indígenas —justo es reconocerlo como homenaje a su raza laboriosa— sabían cui­dar con mayor sabiduría agrícola.

Entre los afanes de la hora, y según proyecto de ley que se tramita en el Congreso, está la construcción de una represa en Susacón, en el sitio denominado El Desaguadero, en la que se almacenarían veinte millones de metros cúbicos con des­tino a Belén, Cerinza, Santa Rosa de Viterbo, Duitama, Paipa y Tunja, poblaciones agobiadas por la carencia de recursos hídricos. En estas condiciones, los pueblos más unidos por estos 450 años de historia regional —Soatá, Susacón, Tipacoque, las dos Sátivas, Covarachía y Onzaga—, que también sufren el flagelo del agua, verdadera violencia en la vida moderna, e ilusionados durante mucho tiempo con dicha obra, tendrían que resignarse a que el preciado elemento se transporte a otros lugares y de allí regrese —por el lecho del río Chicamocha— «envasado» y contaminado.

Legión de honor

Estas notas, que a grandes rasgos han abarcado los oríge­nes de la población hasta desembocar en la actual crisis eco­nómica y social de esta tierra sumida en el silencio y el olvido, tributan cálido homenaje de admiración a la paciencia y la reciedumbre de sus habitantes de todas las épocas, que han logrado superar los reveces para afianzar el futuro. Quizás los signos actuales no son los más propicios, pero sobre esas ad­versidades se sostiene la fe en Dios y se robustece el alma con la confianza de días mejores.

Es preciso destacar el espíritu estoico con que los vecinos han desafiado los temporales para engrandecer el destino. No se han dejado amilanar en medio de tanto aban­dono, impuesto incluso por la ausencia de sus hijos más des­tacados. No obstante la esterilidad de los campos y la escasez de fuentes de trabajo, los soatenses miran con optimismo la marcha hacia los 500 años que ya comienzan a fulgurar en lontananza, y fortalecen la vida del terruño con el recuerdo de grandes acontecimientos históricos. Sienten que próceres como Simón Bolívar y Juan José Rondón, cuyo busto se levanta en el parque destinado a honrar su memoria, son la mejor inspi­ración para impulsar el desarrollo local.

En esta efemérides, un inspirado bardo boyacense, Pedro Medina Avendaño, le regala a Soatá el hermoso himno donde se exaltan los valores de la raza. El espíritu se hincha de emo­ción patriótica cuando en una de sus estrofas exclama el poeta:

Soatá, te adoramos porque en tu regazo

perdura el encanto de nuestra niñez.

El sol de la gloria no conoce ocaso

porque es su labranza tu heroica altivez.

En la política, el clero, la milicia, las letras, la música, la pintura y otros campos de la actividad pública y privada, Soatá le ha brindado al país aportes sustantivos. La familia Peñuela, de tan señalada prestancia, tuvo personajes como el canónigo Cayo Leonidas Peñuela, historiador, prosista y pole­mista vigoroso; o Sotero Peñuela, político, parlamentarlo y ministro de recia personalidad; o Laura Victoria, la alondra de los vientos, la inmensa poetisa que tanto brillo le dio a Colombia en la década del 30 y cuya poesía romántica se her­mana con las más finas expresiones líricas del continente, a la altura de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustlni y Rosario Sansores. Nuestra paisana reside hace más de medio siglo en Méjico, donde se ha dedi­cado al estudio de la Biblia y a la poesía mística.

José María Villarreal fue gobernador de Boyacá, ministro, embajador en Inglaterra y Japón y ejerció gran liderazgo en el control de la revuelta bogotana del 9 de abril. Su hermano Camilo, jefe político de Soatá por largos años y uno de los mayores forjadores del progreso local, fue aguerrido caudillo de todo el Norte de Boyacá y muy nombrado en el convulsio­nado país político de su tiempo.

En la medicina, eminentes científicos han descollado en varias ciudades del país y sobre todo en Bogotá. Lo mismo su­cede en la jurisprudencia, y desde luego en el clero y la milicia, campos en los que nuestra tierra ha sido tan fértil. En la mi­licia, Eduardo Meléndez Ramírez ocupó uno de los rangos más altos de la Armada Nacional.

En la pintura puede mencionarse a Juan Francisco Mancera, miniaturista famoso y que hizo parte de la Expedición Botánica en su condición de dibujante; y al maestro López, muy renombrado en nuestros días. La familia Mancipe ha dado grandes músicos: Luis Martín es autor, entre otras piezas musicales, de Brisas del Chicamocha, Cantares boyacenses y Rondón. En el mismo campo se puede citar a Luis Alejandro Díaz, autor del bambuco Soatá.

En la investigación histórica, ocupa sitio de avanzada Miryam Báez Osorio, miembro de la Academia Boyacense de Historia y directora del Archivo Regional de Boyacá. En las letras, se destacó en el pasado Temístocles Tejada; y hoy, en carreras ascendentes, están el escritor y cuentista Rafael Mojica García, rector universitario en la ciudad de Villavicencio, y el poeta Gonzalo Márquez Cristo.

Mención especial merece el nombre de Carlos Calderón Reyes, nacido en Soatá en 1854 y muerto en Bogotá en 1910. Hermano del presidente Clímaco Calderón Reyes. Carlos fue parlamentario, ministro, diplomático, periodista, catedrático, académico, y en todas estas actividades tuvo alta figuración nacional; fue además mentor, con Núñez, de la Constitución de 1886. Miryam Báez Osorio lo rescató del olvido con una excelente biografía que editó hace varios años.

En fin, son muchos los destellos de la inteligencia y el talento soatenses, y esta muestra es apenas una lista somera que surge a vuelo de máquina como constancia de lo que valen los méritos individuales de la población.

Una oración en el silencio

La soledad de Soatá, en medio de su pasado glorioso, de sus hazañas patrióticas y de sus personajes ilustres, arranca del sentimiento una lágrima de solidaridad hacia la tierra chica que nos vio nacer y nos deparó las primeras alegrías y sorpresas del mundo, y a la que volvemos ahora con el mismo afecto y las mismas emociones de los iniciales alborozos.

Esta recia soledad de mis lares nativos es también el porte airoso y gallardo del pueblo que no ha aprendido a doblar la cintura ni estar encadenado, como lo enseñó Bolívar, por más que tenga que vivir entre apuros y limitaciones. Esta soledad es, en fin, la misma soledad del alma boyacense, tan característica de nuestro temperamento y nuestro temple, que pre­fiere la mirada reflexiva, el trato cauteloso, el ánimo intros­pectivo y creador, la labor silenciosa y la conciencia tranquila, antes que la vanidad, la ostentación y el bullicio.

Que los dioses tutelares de Soatá protejan por siempre esta heredad irrenunciable, fortifiquen los inmortales princi­pios éticos y morales sin los cuales no puede existir el progreso de los pueblos, y nos alumbren el camino para llegar a puerto seguro.

Boletín de Historia y Antigüedades, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, N° 790, volumen LXXXII, julio-septiembre de 1995.

 

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Herencia de recuerdos y llanuras

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Pedro E. Páez Cuervo, poeta boyacense nacido en 1908, no había cum­plido los 30 años cuando cono­ció los Llanos Orientales. Evo­cando aquel viaje, cuenta que su sed de aventura lo hizo mar­char en busca de El Dorado, que no encontró, pero en cambio, dice, «saqué el material para el libro Casanare, el que fue conce­bido por el mágico esplendor de los paisajes llaneros».

En el momento en que un hijo suyo escribe estas líneas de res­cate de su poesía, han corrido 57 años desde que un boga le sembró en el alma la emoción llanera, gracias a la cual forjó el libro Casanare. Dicho libro no se publica nunca, si bien la mayoría de los poemas ven la luz en periódicos y revistas. En 1989, Germán Pardo García exalta esta poesía en Méjico, en brillante página de su revista Nivel.

El bardo alterna sus días en los Llanos entre el ejercicio de la medicina y el contacto con la tierra bravía. En medio de tora­das y yeguadas salvajes, al son de corridos y joropos, siente que la manigua lo su­byuga cada vez más. Mientras aspira paisajes y cultiva la pa­sión estética, se le ensancha el corazón en aquellos contornos del silencio y la inmensidad.

Su vida arde en fiebre de poesía. No concibe la existencia sino bajo la inspiración de las musas. No lo atrae lo material, abomina lo prosaico y se apasiona por los dones del espíritu y los destellos de la belleza. Su lira es un canto perenne a la mujer, los paisajes, los ríos, las pampas soberbias, los cielos majestuo­sos.

Moldea sus poemas con rigo­res de orfebre, bajo el efluvio de los amaneceres hechizados, y los decanta en las tardes sedo­sas y en las noches secretas. Sabe muy bien que la poesía, como las piedras preciosas, no necesita extensión sino magia. Él, que había viajado a los Lla­nos en pos de El Dorado, descu­bre la misma Tierra de Promisión que inspiró a José Eustasio Ri­vera. Ambos poetas, cuya voz lírica es lícito parangonar –con los matices propios de cada es­tilo–, describen paisajes interio­res junto con los panoramas de la tierra mítica.

Por épocas se ausenta de los Llanos, y a ellos regresa, con amoroso empeño, porque ese es su reino sentimental. Allí muere en su ambiente, en soledad de poeta. Como guardados en un arca, deja sus versos protegidos contra la impiedad del mundo. A sus hijos nos había hecho llegar, a través de los años, la herencia de poemas que hoy amuralla­mos en letras de imprenta con­tra la voracidad del tiempo.

Cuando en 1971 lo enterra­mos en Villavicencio, por los aires de las pampas se elevó una voz doliente que declamaba el soneto Interrogante y pregun­taba con las propias palabras del autor: ¿Quién cuidará mis versos cuando muera? El libro que hoy se pone en circulación gracias al patrocinio de Luis Alberto Páez Barón, sobrino y contertulio del poeta en una finca llanera, es la respuesta a ese clamor estreme­cido.

El Espectador, Bogotá, 6-III-1995

* * *

Comentarios:

Pedro E. Páez Cuervo se hartó de paisa­jes, de llanuras, de ríos embravecidos, de garzas y de joropos y escribió poemas, relatos y leyendas del Llano. Ejerció la medicina, penetró en el alma de su gente, contó con humor pasajes de su vida meritoria, y alguna vez se interrogó a sí mismo y dijo: «¿Quién cuidará mis versos cuando muera?». Pues bien, 23 años después, Luis Alberto Páez Barón y Francisco Martínez Olmos han entregado un libro, Herencia de recuerdos y llanuras, que recoge todo aquello que nació de esa vida matizada de quijotescas andanzas y del sentimiento de un hombre boyacense, que asistió a la cita con la parca en Villavicencio y se fue pensando en que su trabajo quedaría al amparo del viento.

Gustavo Páez Escobar, un banquero que se cansó de ba­lances, de debes y de haberes, ha tenido la gentileza de ha­cerme llegar ese libro que trae un libérrimo mensaje, trozos de música, atardecer, reflexiones y vuelos majestuosos de albas aves. Veintitrés años después de la muerte del médico, poeta, periodista y escritor, aparece esta Herencia de recuerdos y llanuras. Gracias, Gustavo, por este gozo y este deleite. Guillermo García (redactor de El Espectador, 19-II-1995).

Leyendo esos sonetos de limpia factura parnasiana, donde los versos –briosos como los potros impetuosos– pasan «tascando frenos áureos bajo las riendas frágiles, recordamos, de inmediato, por el colorido, por el arrobamiento ante el  paisaje y por la sabiduría métrica con que están construidos, los rotundos de  José Eustasio Rivera en Tierra de Promisión. Y no solamente sentimos, al leerlos, las saudades de la vida eglógica y agreste de la Colombia de ayer, sino, a la vez, echamos de menos el estremecimiento romántico –los espasmos del alma – tan caros a nuestros padres y abuelos; y nos percatamos, no sin tristeza, de cuánto ha cambiado la sensibilidad, la temática y las apetencias de nuestros poetas y gentes contemporáneas. Vicente Landínez Castro (Repertorio Boyacense, Academia Boyacense de Historia, abril de 1995).

Por allá en 1872, a la temprana edad de trece años, empezó a brillar en el  firmamento de la literatura mexicana un astro de primera magnitud: Manuel Gutiérrez Nájera, reformador de la poesía en lengua castellana. De él bien puede afirmarse algo que Pedro Páez Cuervo, poeta colombiano, afirmó al hablar de los grandes escritores: «Las plumas elevan a los hombres lo mismo que a las aves: hacia el cielo». Hermosa figura ésta en que la palabra plumas –las de las aves y las que utilizan los escritores– son fundamentales. Luis D. Salem (Últimas Noticias, Ciudad de Méjico, 9-II-1995).

Don Pedro E. Páez Cuervo, nacido en un pueblo de Boyacá, Colombia, en junio de 1908, sintió sobre sus espaldas el peso de su misión al ser ungido divino bardo, y en busca de su inspiración, se escapó para los Llanos Orientales colombi­anos donde finalmente en Villavicencio, después de plasmar su obra poética rindió su vida al Creador a la edad de 63 años, el 29 de julio de 1971. De su Antología de Sonetos a Colombia y España quizás tengamos algunas muestras en el libro Herencia de recuerdos y llanuras publicado por sus hijos los hermanos Páez Escobar (entre ellos se encuentra nuestro gran amigo, banquero-novelista y periodista don Gustavo Páez Esco­bar). Este afortunado libro cuya pub­licación responde al clamor del pa­dre poeta: «Pero tiemblo de horror en el instante en que surge el tremendo interrogante: ¿Quién cuidará mis versos cuando muera?», resca­ta para la posteridad esos impecables sonetos y epigramas contenidos en los cinco apartes de la obra. Vicente Jiménez (La Semana, Orlando, Florida, 18-V-1995).

Para mí ha sido una grata sorpresa el encontrarme con un poeta fino, respetuoso de la rima y del idioma, y autor de impecables sonetos. Leyéndo­lo me he encontrado con un hermano en el amor a los Llanos colombianos y con un fino humorista, quien recuerda a ratos a Luis Carlos López. Óscar Echeverri Mejía, Occidente, Cali, 17-XI, 1995. El Colombiano, Medellín, 9-I-1996).

Pedro E. Páez Cuervo antes de cumplir los 30 años se fue a los Llanos «a buscar El Dorado” y se enamoró de esa tierra de promisión, “se lo tragó la… llanura” (parodia que a él mucho le habría gustado). Allá escribió su libro Casanare, que dejó inédito –a pesar de que fue elogiado por Germán Pardo García– y que 23 años después de su muerte se publica con el título de Herencia de recuerdos y llanuras (1994). “Es el himno sentimental de un vate olvidado que conjugó la vida con ideales quijotescos”, dice su hijo Gustavo Páez Escobar. Rogelio Echavarría (en su libro Quién es quién en la literatura colombiana).

El homenaje que tú y tus hermanos hacen a la memoria de tu querido padre me ha parecido bellísimo. Deduzco, al leer sus versos y prosas, que tu padre fue un hombre muy alegre, jovial, enamorado de la Belleza y de las bellas…, en fin, una persona muy querida cuyo recuerdo perdura para siempre en cada uno de ustedes. Aída Jaramillo Isaza (directora de la revista Manizales, 19-IV-1996).

 

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Violadores del Pacto Social

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Como en Colombia todo se viola, hoy la víctima de turno es el Pacto Social.  Por primera vez en muchos años ha conseguido el Gobierno que tanto trabajadores como empresarios hubieran llegado a un acuerdo acerca del salario mínimo, sobre la base de que las autoridades controlarían ciertas alzas y su vigencia, que apenas comenzando el año aceleraban el costo de la vida y días después pulverizaban los mayores ingresos laborales.

Tomado el 18% como índice proyectado para la inflación del presente año, no deberían pasar de esa cifra ni el aumento de salarios ni el de los artículos. Al posponerse para el primer trimestre los ajustes en las tarifas de la gasolina y el transporte, que antes se hacían simultáneas con los aumentos salariales, se protege por más tiempo el bolsillo de la gente. Es fórmula que nunca se había logrado, y que de practicarse contribuirá al descenso de la inflación. Sin embargo, en este país de violadores son muchos los que luchan por exceder la barrera del 18%, o ya la han excedido con artimañas o a la brava.

Contaba Hernando Giraldo en su columna de este diario que al comprar hace poco una cuchilla de afeitar, ésta había subido en forma exagerada frente al precio de diciembre. Dicha mentalidad alcista, practicada sobre todo en el super­ado y en la tienda del ba­rrio, es la que hace insoportable la canasta familiar. La cocina casera, que se alimenta de por­menores, es la que más conoce los reales impactos de la espe­culación.

Uno de los renglones que más influyeron el año pasado en el costo de la vida fue el de la educación. En las páginas de los periódicos, los lectores dan cuenta de los abusos que come­ten colegios y universidades para burlar los límites autoriza­dos. Al escribir la presente nota, tengo a la vista la cuenta de una universidad que establece el 25% de incremento en la matrí­cula. El impuesto predial subirá el 22,59%. El gerente del Acue­ducto de Bogotá dice que el 18% es ilusorio para su empresa, y por lo tanto habrá necesidad de fijar varios puntos por encima de esa cifra.

En los tres casos, las respectivas entidades esgri­men argumentos para justificar los excesos. Así, de punto en punto y de excepción en excep­ción, es como se quebrantan las normas y se asalta el bolsillo de los colombianos. Y al final del año, lo de siempre: fue imposi­ble cumplir el índice de la infla­ción.

Servientrega, la mayor firma privada de mensajería, resolvió aumentar el 25% para el correo local y nacional. Por su parte, Adpostal, organismo oficial, lo hizo en el 22%. Como se ve, el Pacto Social lo incumplen hasta las entidades oficiales. De no haber sido por una oportuna intervención, también se ha­brían desbordado las tarifas de la energía eléctrica. Seamos francos: nadie quiere encajarse en el 18%. En Colombia nos gusta jugar a las alzas. Nos encantan las trampas sociales.

Una corresponsalía de prensa informa que las Empre­sas Varias de Medellín reajusta­ron los arrendamientos en la Central de Mayoristas de Antioquia en porcentajes que llegan hasta el 278%.

¿Qué sucederá con el arren­datario que pagaba $72.000 y debe pagar en adelante $180.000? La respuesta es obvia: subirá los precios de su mercancía en el 150% o más, para compensar el alza del arriendo.

¿Qué ocurre, entre tanto, con los aumentos salariales? Los congresistas se decretaron el 21%. El Concejo de Bogotá au­mentó los sueldos de los empleados del Distrito en el 24%. Los maestros rechazan el 19% y dicen que se irán a la huelga. Los empleados de Ecopetrol piden el 30%, o de lo contrario volverán a atentar contra la eco­nomía nacional…

Son suficientes estos casos para señalar la indisciplina so­cial de los colombianos. Nadie quiere perder, y todos quieren ganar. A la postre, con estos brotes de indisciplina, todos perdemos. Así es como se infla el país con una moneda falsa, que al final del año, entre deterioro y deterioro, hará que la cuchilla de Hernando Giraldo valga tres o cuatro veces más de lo que valía en enero.

El Espectador, Bogotá, 20-II-1995.

 

Verdades amargas de Jaime Castro

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de mis lecturas de fin de año fue el libro-re­portaje del periodista Juan Mosca con Jaime Castro. Confieso que fui uno de los ciudadanos insatisfechos con la gestión del Alcalde, hasta que, ya en postrimerías de su man­dato, comenzaron a verse los resultados. No resulta fácil tener buen concepto sobre un alcalde cuando la paciencia ciu­dadana –que en el caso bogo­tano se ha vuelto benedictina– vive ahogada entre huecos, caos vehicular, impuestos, inseguri­dad y desesperanzas. Leído el libro y, sobre todo, vistas o pre­sentidas las obras que caminan como consecuencia de una gran reciedumbre y una silenciosa y productiva labor a largo plazo, es sensato cambiar de opinión.

Si hasta hace poco nadie daba nada por el futuro político de Jaime Castro, puede pen­sarse hoy que su carrera pú­blica, lejos de troncharse, ha tomado impulso. Y me parece intuir que la base del milagro es este libro redentor. Cae al dedi­llo el refrán español: «En política se debe tener paso lento, mirada larga, diente de lobo y cara de bobo».

Pueden distinguirse varios hechos determinantes para que la imagen de Jaime Castro recupere su prestigio. Está, en primer lugar, el Estatuto Orgánico de Bogotá (ley 1ª de 1992), pieza funda­mental para que la Alcaldía re­cupere en lo sucesivo la autono­mía que tenía que compartir con el Concejo y que llevaba al ne­fasto reparto burocrático que frenaba a la administración. El Alcalde era un prisionero de la clase política. Al quedar deslin­dados los poderes, quien manda es el burgomaestre y quien le­gisla, el Concejo.

Estas memorias revelan la tarea titánica que tuvo que ade­lantar Castro para conseguir la aprobación del estatuto, en lucha contra poderosos enemi­gos, como el propio Presidente de la República, que no fue solidario con Bogotá (el único país del mundo donde los gobiernos nacionales no le ayudan a la capital); o el ministro Hacienda, que actuó muchas veces contra los intereses de la ciudad; o el ministro de Justicia, que como vocero de Cundinamarca actuó en llave con el Gobernador por creer ellos que el estatuto perjudicaría al departamento; o el concejal Dimas Rincón, cuyo asistente presentó varias demandas contra el estatuto. «La batalla la libré solo –se queja el Alcalde–. El Gobierno jamás fue a las Cámaras. No ayudó el liberalismo. No ayuda­ron los medios de comunica­ción…»

Esta herramienta jurídica, cuyos efectos más importantes consisten en el desmonte de la coadministración, la autonomía fiscal, la moralización y la descentralización, le permitirá a Antanas Mockus gobernar sin las presiones políticas que pesa­ban sobre sus antecesores.

Jaime Castro ha sido el gran alcalde moralizador de Bogotá, lo que hasta ahora comienza a apreciarse. No fue hombre de componendas, cocteles o almuerzos comprados. No supo, ni quiso, maquillar su imagen, y por eso no tuvo buena prensa. Trabajaba en silencio hasta 16 horas diarias. Siendo hombre modesto, se cree de bajo perfil y se sonroja si hace el ridículo en público.

«Perder ese rubor -mani­fiesta- es hoy indispensable para ser buen funcionario ante muchos».

Con el autoavalúo fortaleció las finanzas para su sucesor, y sucesores, a quienes además les deja beneficios tangibles como los siguientes: nueva forma de gobierno y administración; privatización del servicio de aseo, y la Edis liquidada; Plan Vial, Santafé I; proceso de descentralización; primeros pasos para la descontaminación del río Bogotá.

Todo esto no se valora hoy en su justa medida. Mañana se reconocerá. Se sabrá, además, que fue una de las administraciones más serias que ha tenido la capital. Con coraje y dignidad resistió todo el palo que quiso dársele (condición de los Aries, signo al cual también me honro en pertenecer) y hoy ofrece hechos positivos.

Comenta que el mayor problema de Bogotá (cuyo cambio de nombre por el de Suntafé de Bogotá no fue propuesta suya, como se ha creído, sino de Ricaurte Losada) es la falta de cultura cívica de sus habitantes, que Mockus tratará de corregir. «La falta de civismo –dice– genera actitudes y comportamientos que van desde la indiferencia y la pasividad hasta el vandalismo, pasando por la agresividad y el escepticismo”.

El Espectador, Bogotá, 13-I-1995

 

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