A mi pueblo nativo, en sus 450 años de vida
Por: Gustavo Páez Escobar
En el costado norte de la plaza reposa una casona colonial, penetrada de sueño y nostalgias, cuya puerta permanece cerrada a todo momento. Por la mansión caminan densas capas de silencio. El vetusto portalón que alguna vez fue de las caballerizas parece que hubiera sido clausurado para siempre. Esta vivienda albergó a Bolívar en diferentes ocasiones, entre los años 1814 y 1825, como lo exalta la siguiente placa colocada en la fachada:
«La Academia Boyacense de Historia rinde tributo patriótico al Libertador Simón Bolívar en el tricentenario de su nacimiento, quien en su ruta político-militar pasó cinco veces por Soatá y se alojó en esta casa histórica».
En realidad, Bolívar estuvo en Soatá siete veces, en cinco de las cuales pernoctó allí; en las dos restantes su tránsito se produjo el mismo día. Varios textos de historia recogen los pasos del Libertador, como Soatá y Álbum de Boyacá, de Cayo Leónidas Peñuela; Monografías de los pueblos de Boyacá, de Ramón C. Correa, y Bolívar en Soatá, de José Agustín Amaya. La primera presencia del héroe tuvo lugar el 18 de noviembre de 1814 y corresponde al primer viaje que desde Venezuela realizaba el futuro Libertador al interior del país.
La aldaba con que cerca de dos siglos después tocamos en el portón repercute en la vecindad con roncos sonidos de bronce antes que alguien conteste desde el interior. Al traspasar la segunda puerta (como era la usanza en los viejos tiempos), surge el patio empedrado en mitad de las columnas, las escalas y los amplios corredores, también de piedra, que se quedaron como mudos testigos de épocas añejas.
En el segundo piso, desde donde se acciona el cordel que permite franquear la entrada, nos observa Antonia Gómez, la única moradora del caserón. Desde que años atrás falleció la última de sus patronas, Antonia se acostumbró a la soledad absoluta. Dice que no siente miedo alguno, ya que la fidelidad y el cariño que conserva por sus protectoras le abrigan el alma y le permiten ahuyentar los fantasmas que rondan entre las sombras del pasado.
Esta reliquia histórica fue casa cural y luego cuartel. El párroco de entonces, José Eusebio Camacho, adquirió el terreno en 1808, y en 1814 concluyó la construcción. Cuando Simón Bolívar pernoctó por primera vez en aquella morada caminera —la que más tarde convertiría en su palacio ambulante de gobierno—, uno de los notables del pueblo era el señor Fernando Pabón y Gallo, oriundo de Tuta, de quien dice el canónigo Peñuela que se trataba de «un caballero honorable, ilustrado, que en poco tiempo se granjeó el aprecio y el respeto de todas las clases sociales». Como diputado a la Constitución de Tunja de 1811, el señor Pabón se había establecido en Soatá para proclamar el Estado Soberano de Boyacá.
Varios propietarios tuvo la mansión en los años siguientes: José María Medina Lozano y su esposa Segunda Calderón Reyes, el escritor Temístocles Tejada, Ladislao Corso Reyes y su esposa Ana Mercedes Bernal Calderón. A finales del siglo pasó a manos de Teotiste Mesa, padre de las Mesas, de tan grata memoria en el pueblo. Ahora es propiedad de las familias Valderrama Mesa y Jiménez Valderrama.
Otra casa para el recuerdo
En el mismo sector de la plaza, vecina de la edificación reseñada y también esquinera, se levanta otra casona colonial: la residencia de la familia Escobar. Como no sólo los seres humanos sino también las casas cumplen años, la vivienda de mis abuelos, donde yo nací, ha llegado a los 237 años de vida, que aquí se le celebran.
Amarillentos papeles de familia indican que en 1758 fue construido el primer piso con los sólidos materiales que entonces se empleaban y que han resistido varios cataclismos. En 1879 la casa pertenecía a Eustaquio Corso Reyes, quien diez años después la traspasaría a varios parientes, para pasar en 1894 —hace 101 años— a propiedad de Policarpo Escobar Corso y María Antonia Rincón Ojeda, mis abuelos maternos. En 1910 se construyó el segundo piso.
Las casas soportan más que los hombres el peso de los años. Mientras los mortales somos frágiles, los inmuebles de antaño parecían eternos. Eran tan consistentes, que sus gruesos muros no se conmovían —ni se conmueven hoy a pesar de su longevidad— ante la arremetida de los terremotos. ¿Quién
de los lectores se siente con fuerza para llegar a los 237 años que tienen mis lares maternos?
A comienzos del siglo que se extingue, esa casa vibraba de alegría. Los siete hermanos Escobar Rincón (entre ellos, cinco mujeres) llenaban de frescura y vitalidad el amplio espacio solariego. La madera tallada embellecía puertas, ventanas y escaleras, la sala principal y el esplendoroso comedor donde se avivaba más el fuego hogareño. La suntuosa sala señorial, que hoy se recuerda con nostalgia, fue testigo de grandes bailes de la época, como de romances e íntimos momentos familiares.
Con el paso del tiempo, la morada inició su metamorfosis inevitable. La ley de las herencias impone las segregaciones, cuando no los traspasos definitivos. De mano en mano, cada vez se achicaba más el antiguo dominio, como la piel de zapa. La vieja mansión no ha salido de la familia, pero ya no es la misma. Mi casa materna, casi deshabitada hoy, donde sólo residen de fijo dos almas femeninas, grandes y solitarias como las paredes que las protegen, rumia sus recuerdos con la tristeza de los tiempos idos. Es también casa de silencios. Todo en Soatá, incluso este aniversario que festejamos con luces, está imbuido por los ecos del ayer.
Las residencias tienen alma y sentimientos. Ríen y lloran con las alegrías y las adversidades de sus moradores. No son materia inerte, ya que por sus cimientos, tapias, columnas, corredores y cuartos íntimos corre sangre. Ven, oyen y respiran. Son arcas de la historia pueblerina. Algunos insensatos destruyen las casas viejas y los archivos históricos para borrar el pasado. Como si el pasado pudiera borrarse.
Al abrir las puertas de este par de casas ancestrales (y lo mismo puede decirse de otras de igual significación, cunas de distinguidas familias soatenses), es como rescatar la Soatá antigua, toda llena de gracia y atributos, para brindar por estos 450 años de historia que nos colman de alborozo.
Palabras de Bolívar
El último paso del Libertador sucedió el día 25 de marzo de 1828. Al día siguiente, según lo anota Luis Perú de Lacroix en su célebre diario, siguió hacia Bucaramanga, desde donde observó el desarrollo de la Convención de Ocaña, uno de los sinsabores más amargos sufridos en su vida pública.
En Soatá halló siempre un oasis dentro de las duras jornadas del guerrero y del gobernante; y en sus pobladores, seres amables y patriotas auténticos. La pequeña villa aportó a la causa de la Independencia el temple de sus hombres, muchos de los cuales sacrificaron su vida en los campos de la libertad, tanto de Colombia como de los países vecinos. Para destacar esos actos de heroísmo, Bolívar escribió la siguiente proclama patriótica que se guarda como el mayor documento del municipio:
Habitantes de Soatá:
Vuestra Municipalidad me representó algunos meses ha contra vuestro Pastor. Yo seguí entonces la voz de la prudencia y lo amonesté en lugar de perseguirlo. Ahora, alejándome quizás por mucho tiempo de vuestra villa, quiero ofreceros mi protección especial contra cualquiera que os persiga, porque el primer deber del Gobierno es defender los pueblos contra los malvados.
¡Habitantes de Soatá!
Mi brazo va a las extremidades de Colombia a llevar la libertad a los que aún gimen esclavos, pero el Vicepresidente de Colombia será justo para todos, y para vosotros mi protector como lo soy yo para cada vecino de Soatá. Cualquiera que sea vuestro enemigo, fuese el mismo que debía ser vuestro Pastor, será mi enemigo,
Cuartel General en Soatá, a 14 de octubre de 1821.
Simón Bolívar
Dos años atrás, el 15 de noviembre de 1819, había enviado desde Soatá la siguiente comunicación al general Santander:
El Presidente de la República, Capitán General de los Ejércitos de Venezuela y de la Nueva Granada, al Excmo. Señor Vicepresidente de las Provincias libres de la Nueva Granada.
El perjuicio que causan a la República los curas godos es imponderable. Así que yo no estoy de acuerdo con su permanencia en los curatos. De estos hay en la Nueva Granada unos veinte o treinta, y estando como estoy persuadido de los males que causan a su patria, no puedo menos que prevenir a V.E. los separe de sus destinos y ponga en su lugar hombres de reconocido patriotismo.
Dios guarde a V.E. muchos años.
Bolívar
Por curas godos hay que entender curas realistas. Esta dura misiva se explica en el hecho de que, tratándose de clérigos adictos a la monarquía, sus acciones beligerantes se oponían a las campañas republicanas del Libertador.
Nace el pueblo
El caserío indígena de donde emergería la población actual era uno de los principales cacicazgos de la nación chibcha, y sus habitantes tenían una mezcla de chibchas, caribes y choques en razón de la amplia zona por donde se desplazaban. El poderoso cacique Soatá sobresalía por su valor guerrero.
La región dependía de la agricultura y la ganadería, con algunos cultivos básicos como el maíz, la caña de azúcar, la papa, la yuca, la arracacha, el trigo, la cebada, el cacao y las frutas tropicales. También existían diversos yacimientos, como el del plomo, el cobre, el hierro y la caliza. Diseminados en una extensa y abrupta geografía, los indios cuidaban sus minifundios con la dedicación y el celo característicos de su raza. Para fortalecer el ánimo se ayudaban con el ayo (la coca sin procesar, que aún se consume en las vegas del Chicamocha), el que mezclado con cal viva y apurado con la espiritosa chicha era y sigue siendo el mejor estimulante para las arduas jornadas laborales.
Demarcadas por Juan Rodríguez Parra la plaza y las calles sobre los cimientos del caserío chibcha, se aproximaba la fundación hispánica del pueblo. El conquistador había nacido en Valdepeñas, España, en 1504. Tenía el grado de sargento mayor (capitán), y además era versado en leyes, según se desprende de algunas papeles conservados en los archivos históricos de Boyacá. Fue uno de los que incendiaron el Templo del Sol de Sogamoso, acto que dibuja su espíritu belicista y pone de presente la ambición con que los españoles perseguían el oro de los templos indígenas.
A Juan Rodríguez Parra le correspondía ahora el privilegio de fundar un pueblo, hecho que se llevó a cabo el 10 de diciembre de 1545. Así nació Soatá, hace 450 años. El cacique, fogoso combatiente de los españoles, fue relegado a una estancia en Tipacoque (la futura hacienda que llevaría ese nombre). Años después su hijo Gaspar, heredero de sus bienes, entregaría dicha estancia a los agustinos, por medio de testamento, a cambio de diecisiete misas anuales.
Ambos personajes, el cacique y el conquistador, al unir dos mundos, representan los eslabones necesarios que hicieron posible el surgimiento de la población, que era como un milagro en esos tiempos primitivos y en esos desfiladeros escalofriantes.
Vendrían luego la promulgación de las leyes para gobernar la localidad, y el ordenamiento de usos y estilos para estructurar la armonía comunitaria, propósitos que demandarían denodado empeño. Si era belicoso el señor de España, también lo era el señor de Soatá. Ubicados en la historia sus temperamentos de lucha —cada cual dentro de sus personales circunstancias de liderazgo político—, la civilización saltó de aquellas breñas salvajes para definir un modelo social, el que se engloba en una sola palabra: Soatá.
Perfil del fundador
En la casa cural de Soatá se conserva un óleo de don Juan Rodríguez Parra, elaborado por el artista tunjano Rafael Tavera, donde se dibuja al fundador con apariencia similar a la de don Quijote de la Mancha, armado de lanza y vestido del casquete y el traje miliciano de la época, en expresivo gesto guerrero. Algunos datos indican que al lado de sus padres, don Diego Rodrigo de Valdepeñas y doña María del Pilar de la Parra, había recibido profunda formación religiosa antes de seguir la escuela de las armas bajo las banderas de Carlos V. En aquellas calendas, la ambición de los jóvenes era ingresar al clero o a la milicia, y soñaban con llegar a ser santos o próceres.
Algunos escogían las leyes o la medicina, pero más les hubiera gustado el distintivo sacerdotal o el militar, con todos sus arreos e íntimos deleites, como el que exhibe el fundador de Soatá. Otros dos cuadros de esta galería corresponden a los primeros doctrineros dominicos que llegaron al poblado el mismo año de su fundación: fray Bartolomé de la Sierra y fray Diego Martínez. Este último bautizó al cacique. Un dibujo primitivista de Sergio Pineda recoge el momento en que el indio, rodeado de ardiente vegetación tropical, recibe el sacramento en las aguas de un río caudaloso, que no puede ser sino el Chicamocha.
El fundador de Soatá había penetrado a Colombia por Santa Marta, donde se incorporó a la expedición del licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada en la conquista de los nativos, y más tarde acompañaría en la misma misión a Gonzalo Suárez Rendón, el fundador de Tunja, una de las ciudades más importantes —y en un tiempo la más importante— en la época del Nuevo Reino. El conquistador Rodríguez Parra estuvo presente en la fundación de las poblaciones más antiguas del país: Santa Marta, en 1525 (hoy con 470 años de vida); Cartagena, en 1533 (con 462 años); Bogotá, en 1538 (con 457 años); Tunja, en 1539 (con 456 años); Soatá, en 1545 (con 450 años). Tras estas jornadas agotadoras y heroicas, el fundador murió en el año 1577, en Tunja, a los 73 años de edad.
Labranza del Sol
En etimología indígena, Soatá quiere decir Labranza del Sol. El astro rey era venerado por los indígenas como el dios supremo de tierras, ganados, ríos y cosechas. Dispensador de la riqueza, la libertad y el poder. Rey de la atmósfera, los vientos y las tempestades.
Su imperio es absoluto. El sol fulgurante, que no admite eclipses, alumbra los campos de Soatá para establecer la vigencia de lo eterno sobre lo efímero. Bajo sus rayos nació una estirpe de gente brava, batalladora e indomable. No es fortuito, pasados aquellos tiempos primitivos de la idolatría solar, el hecho de que la comarca, comprendido todo el Norte de Boyacá— provincia de la que Soatá es su capital—, tenga como patrón el del carácter, el trabajo y el valor.
Nueve rayos resplandecientes, que reflejan claridad y verticalidad, caen sobre el escudo de armas como saetas en el espacio. En un ángulo dorado aparece la orquídea, símbolo de la belleza; y en otro, la famosa palma de dátil, que simboliza la agricultura y representa su insignia mayor. De ahí el apelativo que ha hecho famosa a la población: Soatá, Ciudad del Dátil. En la parte inferior del escudo, los brazos musculosos del indígena y el español, armados de lanzas, se entrelazan en campo guerrero para afirmar la unión de sus razas bravías —en vigoroso encuentro del mestizaje— y lanzar el grito de la civilización.
La palmera de Soatá es única en el país. Palmeras existen en muchos lugares de la tierra, pero no todas son fecundas. Las nuestras, en cambio, se reproducen y nunca mueren. En la misma planta existen flores masculinas y femeninas, en idilio eterno, que se buscan, se consienten y atraen, lo mismo que sucede en el reino de los hombres, y cruzan sus emociones para prolongar la especie. Ese instinto amoroso-sexual se ha quedado en el ambiente como un regalo, como un aroma de la naturaleza, para afirmar la vida. El nuestro es un árbol con alma femenina. Laura Victoria, la voz poética de la tierra soatense, así canta a los dátiles convertidos en mujer:
Surgen en la distancia
las tardes de mi pueblo
surcadas de caminos,
donde van las muchachas
con las trenzas desnudas
y los senos erectos;
las muchachas de sol
y agua temprana,
hermanas de los dátiles,
compañeras del viento,
que juegan con las flores
y bajan las pestañas
cuando el aire las besa
y les alza la falda
de pespuntados vuelos.
Caminos de mi tierra
En tiempos de la Colonia, mi pueblo fue un cruce de caminos entre el Nuevo Reino y Venezuela. Por aquellas tierras anchas y taciturnas, perdidas entre neblinas, despeñaderos, caminos de herradura y horizontes yermos, serpenteaba el viejo camino real que más tarde borró la carretera. Desde muy joven, Caballero Calderón, el hidalgo de Tipacoque, comenzó a transitar aquellos abismos impresionantes y recuerda que la carretera apenas llegaba al páramo de Guantiva, desde donde era necesario seguir a caballo para estar en la hacienda. En su libro Tipacoque (1940) pinta así la zozobra del viaje. «Bajo la lluvia, entre la bruma, cómo era de tremendo ese cañón del Chicamocha, cómo parecía de estrecho el camino y la soledad era más angustiosa».
Al paso de los años, con dormida morosidad, la carretera perforaba montañas, desafiaba profundidades y proclamaba de vez en cuando, desde la cima, sus victorias pírricas. El páramo inmutable, los farallones imponentes, los precipicios insondables, todo se confabulaba para hacer más medrosa —y también más poética y emocionante— la travesía por aquellas soledades. El escritor de Tipacoque, pintor de paisajes, recogió en sus libros el polvo de aquellas sendas ariscas, entre desfiladeros agresivos y mágicos, que le entonaban el alma y le permitieron elaborar una de las obras de mayor belleza y fuerza bucólica que se hayan escrito en Colombia.
Comenzando el siglo actual, el presidente Rafael Reyes, nativo de Santa Rosa de Viterbo, le dio impulso a la vía y logró para ella el progreso que ningún otro mandatario ha logrado imprimirle. Digamos, entonces, que los caminos de mi tierra son ásperos y sufridos. Eduardo Caballero Calderón, el eterno crítico de todos los gobiernos por esta parsimonia desesperante, nunca consiguió que la carretera pavimentada llegara hasta su tierra.
Al morir el escritor en abril de 1993, faltaban treinta kilómetros desde las goteras de Susacón hasta Tipacoque. Cuando escribo estas notas, seis meses antes de la gloriosa efemérides soatense, el pavimento apenas ha avanzado tres kilómetros, es decir, a kilómetro por año…
En contraste con la desidia oficial, está el embrujo de los panoramas que conducen a mi solar nativo. De un artículo que publiqué en El Espectador hace diez años trasplanto a esta semblanza las siguientes pinceladas sobre el paisaje de mi tierra:
«Cuando se quiera encontrar paisaje, legitimo paisaje, hay que ir a Boyacá. Allí la naturaleza, taciturna y soberbia a la vez, se convierte en el ingrediente mágico sin el cual es imposible concebir la belleza. En Boyacá, sea cualquiera el camino que se escoja, todo adquiere contornos fantásticos. Los pueblitos que se deslizan de Tunja para abajo, cargados de sopor, aparecen a la orilla de la carretera como un desafío a la vida estrepitosa y como si no hubieran despertado aún a los engaños del modernismo. Permanecen estáticos en el tiempo y ajenos a las caravanas de turistas que, deseosas de emociones, tratan de descubrir el misterio de las cosas muertas.
«El páramo, en ciertos parajes, parece que cogiera a dentelladas a quienes se atreven a transitar por sus dominios. Allí termina la ilusión del asfalto y comienza la realidad de la vía pedregosa, deplorable en muchos trayectos, y entre baches y desfiladeros se prosigue por caminos lentos y polvorientos, frenados para el vértigo y abiertos a la contemplación del paisaje. Es allí donde surge en todo su esplendor el magnetismo de la naturaleza incontaminada. Los frailejones, que certifican el decurso de siglos de quietud y la presencia inequívoca del páramo, son guardianes de territorios solitarios donde el hombre mismo estorba entre tanto sosiego y tanta desprevención. Un sol temeroso se esconde entre los pedregones y espía de soslayo el paso de los vehículos, mientras las corrientes de aguas cantarinas, verdaderas oraciones de la montaña, susurran sus lamentos. ¿Serán lamentos o serán alborozos?
«Como si la pereza del ambiente nos invitara a soñar, del fondo de la tierra vemos salir extrañas visiones —tal vez un arbusto convertido en ave voladora, tal vez un pájaro que se torna en duendecillo, o acaso un animal prehistórico que se transforma en peñasco…—, y entre cabeceo y cabeceo avizoramos de pronto la aparición de la iglesia próxima. Por estas aldeas minúsculas, que apenas logramos captar cuando ya han desaparecido, pasamos con sabor de polvo y de montaña y con letargo de ensueños y sinfonías interiores.
«El paisaje es el marco natural que se quedó en el sentimiento de los boyacenses. Ya habló Armando Solano de la melancolía de la raza indígena, y habrá que asociar la paz y el embrujo de las tierras silenciosas —donde cada tramo de asfalto algo le roba a la virginidad— con la pureza del alma boyacense. Boyacá: paisaje, oración, asombro, eternidad… Todavía, por fortuna, los bárbaros de la civilización —los comejenes de la cultura que fustigó Eduardo Torres Quintero— algo entienden del sentido de estos pueblitos somnolientos que a pesar del alboroto de los tiempos conservan puros sus encantos. La tradición y el paisaje son en Boyacá los mejores frutos de la tierra».
La cenicienta triste
Un panorama encantado surge de las tierras norteñas: rocas, páramos, abismos, ríos rumorosos, sosiego, poesía… En medio de las soberbias ondulaciones de la cordillera brota de pronto un oasis, una parada necesaria para mitigar la dureza del recorrido: estamos en Soatá. Y hemos venido a congratular a la madre tierra en sus cuatro siglos y medio de hidalguía, tradición y olvido.
Sí: de olvido. Sus glorias pasadas se han diluido en el tiempo para darle paso a la triste realidad de suelos sufridos y empobrecidos que ya no dispensan los recursos suficientes para la subsistencia. Un día la Compañía Colombiana de Tabaco ilusionó a los agricultores para que cambiaran sus cultivos tradicionales por el producto redentor que según ella prodigaría bienestar y progreso constantes. Y todos comenzaron a sembrar tabaco. Una región entera se esclavizó a un solo cultivo, con el halago de los buenos precios y las cosechas eternas. Al paso del tiempo, cuando los precios fueron decayendo hasta llegar a niveles irrisorios, la tierra había dejado de ser apta para otros fines. La situación no puede ser más dramática: la capa vegetal quedó esterilizada y los agricultores no tienen de qué vivir.
Esta es la amarga realidad inocultable: se trata de la tierra arrasada y de la gente desesperanzada que ha perdido la fe en los surcos y los arados. En otras épocas, el olor de los trapiches impregnaba el aire de exquisitas fragancias que embriagaban los sentidos. Hoy, como sucede con las casas viejas cantadas al comienzo de este escrito, las moliendas son apenas un recuerdo melancólico. Continúa, por ventura, la tradición de los dulces típicos que hacen las delicias de propios y extraños e imprimen ese sello ambiental —que tanto atrae a los viajeros— de hospitalidad y encanto. El dátil, siendo la mayor presea de la noble villa, es comoel hada madrina que riega besos en el ambiente para perfumar la vida.
Pero es tierra reseca. Las reservas de agua se han agotado poco a poco entre las talas de árboles y los maltratos sin cuento que tanto combatió en la vecindad, para lección de toda la comarca, el caballero de Tipacoque. De esos abusos son responsables los propios habitantes, ajenos a las medidas de protección y cariño del medio ambiente, indispensables para que la naturaleza sea generosa y maternal. Cuando los campos mueren de sed, es la propia vida humana la que languidece entre apremios y desesperos. Aquí es donde se impone un alto en el camino para buscar las fuentes primitivas de la existencia, que nuestros antepasados los indígenas —justo es reconocerlo como homenaje a su raza laboriosa— sabían cuidar con mayor sabiduría agrícola.
Entre los afanes de la hora, y según proyecto de ley que se tramita en el Congreso, está la construcción de una represa en Susacón, en el sitio denominado El Desaguadero, en la que se almacenarían veinte millones de metros cúbicos con destino a Belén, Cerinza, Santa Rosa de Viterbo, Duitama, Paipa y Tunja, poblaciones agobiadas por la carencia de recursos hídricos. En estas condiciones, los pueblos más unidos por estos 450 años de historia regional —Soatá, Susacón, Tipacoque, las dos Sátivas, Covarachía y Onzaga—, que también sufren el flagelo del agua, verdadera violencia en la vida moderna, e ilusionados durante mucho tiempo con dicha obra, tendrían que resignarse a que el preciado elemento se transporte a otros lugares y de allí regrese —por el lecho del río Chicamocha— «envasado» y contaminado.
Legión de honor
Estas notas, que a grandes rasgos han abarcado los orígenes de la población hasta desembocar en la actual crisis económica y social de esta tierra sumida en el silencio y el olvido, tributan cálido homenaje de admiración a la paciencia y la reciedumbre de sus habitantes de todas las épocas, que han logrado superar los reveces para afianzar el futuro. Quizás los signos actuales no son los más propicios, pero sobre esas adversidades se sostiene la fe en Dios y se robustece el alma con la confianza de días mejores.
Es preciso destacar el espíritu estoico con que los vecinos han desafiado los temporales para engrandecer el destino. No se han dejado amilanar en medio de tanto abandono, impuesto incluso por la ausencia de sus hijos más destacados. No obstante la esterilidad de los campos y la escasez de fuentes de trabajo, los soatenses miran con optimismo la marcha hacia los 500 años que ya comienzan a fulgurar en lontananza, y fortalecen la vida del terruño con el recuerdo de grandes acontecimientos históricos. Sienten que próceres como Simón Bolívar y Juan José Rondón, cuyo busto se levanta en el parque destinado a honrar su memoria, son la mejor inspiración para impulsar el desarrollo local.
En esta efemérides, un inspirado bardo boyacense, Pedro Medina Avendaño, le regala a Soatá el hermoso himno donde se exaltan los valores de la raza. El espíritu se hincha de emoción patriótica cuando en una de sus estrofas exclama el poeta:
Soatá, te adoramos porque en tu regazo
perdura el encanto de nuestra niñez.
El sol de la gloria no conoce ocaso
porque es su labranza tu heroica altivez.
En la política, el clero, la milicia, las letras, la música, la pintura y otros campos de la actividad pública y privada, Soatá le ha brindado al país aportes sustantivos. La familia Peñuela, de tan señalada prestancia, tuvo personajes como el canónigo Cayo Leonidas Peñuela, historiador, prosista y polemista vigoroso; o Sotero Peñuela, político, parlamentarlo y ministro de recia personalidad; o Laura Victoria, la alondra de los vientos, la inmensa poetisa que tanto brillo le dio a Colombia en la década del 30 y cuya poesía romántica se hermana con las más finas expresiones líricas del continente, a la altura de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustlni y Rosario Sansores. Nuestra paisana reside hace más de medio siglo en Méjico, donde se ha dedicado al estudio de la Biblia y a la poesía mística.
José María Villarreal fue gobernador de Boyacá, ministro, embajador en Inglaterra y Japón y ejerció gran liderazgo en el control de la revuelta bogotana del 9 de abril. Su hermano Camilo, jefe político de Soatá por largos años y uno de los mayores forjadores del progreso local, fue aguerrido caudillo de todo el Norte de Boyacá y muy nombrado en el convulsionado país político de su tiempo.
En la medicina, eminentes científicos han descollado en varias ciudades del país y sobre todo en Bogotá. Lo mismo sucede en la jurisprudencia, y desde luego en el clero y la milicia, campos en los que nuestra tierra ha sido tan fértil. En la milicia, Eduardo Meléndez Ramírez ocupó uno de los rangos más altos de la Armada Nacional.
En la pintura puede mencionarse a Juan Francisco Mancera, miniaturista famoso y que hizo parte de la Expedición Botánica en su condición de dibujante; y al maestro López, muy renombrado en nuestros días. La familia Mancipe ha dado grandes músicos: Luis Martín es autor, entre otras piezas musicales, de Brisas del Chicamocha, Cantares boyacenses y Rondón. En el mismo campo se puede citar a Luis Alejandro Díaz, autor del bambuco Soatá.
En la investigación histórica, ocupa sitio de avanzada Miryam Báez Osorio, miembro de la Academia Boyacense de Historia y directora del Archivo Regional de Boyacá. En las letras, se destacó en el pasado Temístocles Tejada; y hoy, en carreras ascendentes, están el escritor y cuentista Rafael Mojica García, rector universitario en la ciudad de Villavicencio, y el poeta Gonzalo Márquez Cristo.
Mención especial merece el nombre de Carlos Calderón Reyes, nacido en Soatá en 1854 y muerto en Bogotá en 1910. Hermano del presidente Clímaco Calderón Reyes. Carlos fue parlamentario, ministro, diplomático, periodista, catedrático, académico, y en todas estas actividades tuvo alta figuración nacional; fue además mentor, con Núñez, de la Constitución de 1886. Miryam Báez Osorio lo rescató del olvido con una excelente biografía que editó hace varios años.
En fin, son muchos los destellos de la inteligencia y el talento soatenses, y esta muestra es apenas una lista somera que surge a vuelo de máquina como constancia de lo que valen los méritos individuales de la población.
Una oración en el silencio
La soledad de Soatá, en medio de su pasado glorioso, de sus hazañas patrióticas y de sus personajes ilustres, arranca del sentimiento una lágrima de solidaridad hacia la tierra chica que nos vio nacer y nos deparó las primeras alegrías y sorpresas del mundo, y a la que volvemos ahora con el mismo afecto y las mismas emociones de los iniciales alborozos.
Esta recia soledad de mis lares nativos es también el porte airoso y gallardo del pueblo que no ha aprendido a doblar la cintura ni estar encadenado, como lo enseñó Bolívar, por más que tenga que vivir entre apuros y limitaciones. Esta soledad es, en fin, la misma soledad del alma boyacense, tan característica de nuestro temperamento y nuestro temple, que prefiere la mirada reflexiva, el trato cauteloso, el ánimo introspectivo y creador, la labor silenciosa y la conciencia tranquila, antes que la vanidad, la ostentación y el bullicio.
Que los dioses tutelares de Soatá protejan por siempre esta heredad irrenunciable, fortifiquen los inmortales principios éticos y morales sin los cuales no puede existir el progreso de los pueblos, y nos alumbren el camino para llegar a puerto seguro.
Boletín de Historia y Antigüedades, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, N° 790, volumen LXXXII, julio-septiembre de 1995.