Optimismo en el 96
Por: Gustavo Páez Escobar
El comentarlo más frecuente escuchado en los últimos días es el relacionado con la baja de las ventas navideñas. El resultado del año se refleja, tanto en los bancos como en el comercio, por lo que exprese el balance de diciembre. El dinero habla por boca de los comerciantes y las amas de casa.
Es inocultable que el año que terminó deja sinsabor en la economía nacional pero, sobre todo, en los presupuestos hogareños. Los consumidores sienten el rigor de las alzas crecientes y ven que las cifras del Dane –entidad que suele aparecer como un fantasma– no corresponden con la realidad de la tienda y de la plaza de mercado. Se le teme, sobre todo, al turbión de las carestías decretadas en los servicios públicos, en el IVA y otros renglones de agobiante sensibilidad.
El terreno cafetero, el más golpeado de la economía, anda maltrecho en el panorama nacional. En otros tiempos era el medio milagroso que salvaba las finanzas públicas. Hoy es un expósito por el que nadie da nada, cuando otros productos han venido a plantear mejores fórmulas de rentabilidad pública. Al petróleo se le considera la solución mágica para sustituir el renglón que cada vez se hunde más –y le prometen menos–, lo que sería una fortuna si no mediara el problema social de miles de familias dedicadas durante toda una vida al cultivo del grano tradicional.
A pesar de todo, Colombia posee una economía fuerte. Si no fuera así, el país estaría arruinado como algunos vecinos que no saben cómo salir de la encrucijada. Desde que el doctor Lleras Restrepo, un gobernante que pensó en plan de futuro, nos enseñó el arte de la devaluación progresiva y real –en contra de las mentiras acumuladas en otras latitudes–, nuestras cifras, a pesar de los abusos de políticos y gobernantes, no son tan traumáticas.
Pocos años tan deshonrosos para la moral pública como el que finalizó. La corrupción de la clase política, en contubernio con la casta gubernamental –o sea, “los mismos con las mismas”–, ha alcanzado los mayores niveles de descaro y ha mostrado la época más bochornosa de la decadencia ética. Nuestra clase dirigente aparece en el mundo entero como la mayor escuela del atraco social, incapaz de buscar remedios para el bien común y hábil, en cambio, para abultar sus haberes personales.
Por fortuna, el mal tocó fondo. Las cárceles se abrieron al fin para recoger, ojalá con los condignos castigos, a quienes han usurpado el erario y pervertido las buenas costumbres. Un fiscal valeroso, que encarna el espíritu de Galán –uno de los mayores moralistas de los últimos tiempos–, surge de repente como una esperanza para la redención de Colombia.
El propio Presidente, tan comprometido como inescrutable, parece dispuesto a cortar estos males endémicos que ya no permiten más concesiones. En la conciencia del país gravita la duda sobre la legitimidad del Gobierno, al que la opinión pública enjuicia como infiltrado por los dineros corruptos que compran elecciones. Éste será un sambenito que ya no podrá borrar el presidente Samper en lo que le reste de su mandato.
A pesar de tantos signos adversos, prendámosle velas de optimismo al futuro. No todo es negativo. Existen aciertos gubernamentales que es preciso reconocer. El índice de la inflación, titubeante como ciertas voluntades oficiales, tampoco es desalentador. El Presidente quiere ser severo (así lo pregona) con los autores de tanta desgracia. Dejemos que el año 96 hable mejor que las emotivas intenciones. Y que Dios nos lleve de la mano por este nuevo año, que ojalá nos trajera de verdad las sorpresas que merecemos como pueblo sufrido y valiente.
El Espectador, Bogotá, 11-I-1996.