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Archivo para jueves, 15 de diciembre de 2011

Códigos de la comunicación Social

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El comunicador social es el fiscal por excelencia que tiene la opinión pú­blica. Es utópico pensar en pue­blos libres sin libertad de expre­sión, e ilusorio aspirar a que la gente cumpla sus ideales sin el motor de los periódicos, la tele­visión y la radio. Imaginemos qué sería de la vida colombiana sin medios de información, como ocurre en los países oprimidos: sería vivir sin oxígeno y entre sombras.

Cuando se pierde la libertad de prensa, como ha ocurrido en nuestro país en épocas funes­tas, es cuando se aprecia cuánto vale el derecho de informar e informarse, de opinar y criticar. Uno de los mayores oprobios que se pueden infligir al ser humano es la mordaza del pen­samiento.

Por su parte, a los medios de comunicación les corresponde ser voceros idóneos de la opi­nión pública. Para que se les crea, deben conservar el don de la credibilidad. Tarea difícil ésta de ser dignos de la fe ciudadana. La prensa se hizo para defender principios, informar con objetividad y sin pasión, criticar con altura. Cuan­do tales postulados se desvían, es fácil incurrir en el amarillismo y el sensacionalismo, que se dan la mano para desfigurar el sentido de vivir con decencia.

Si no se escribe en lenguaje claro, conciso y sobrio, el pre­sunto profesional de esta carre­ra está perdiendo el tiempo. Logrará que le publiquen sus columnas, pero su mensaje, al nacer endémico, se ahogará. Pa­ra el comunicador social, la pa­labra ha de ser mágica. A veces el columnista, el comentarista radial o el presen­tador de televisión se olvidan del lector y del oyente. ¿Cómo hablar sin interlocu­tor? ¿O transmitir ideas si las ideas propias son desarticuladas?

Otra regla de oro es decir la verdad. La gente detesta que la engañen. Decía  José Umaña Bernal en sus magistrales Carnets, «que el escritor debe decir la verdad precisamente cuando nadie la espera; y en palabras desconcertantes para todos».

El crítico social debe vivir a contrapelo de la opinión gene­ral, sin lisonjear a los gobernan­tes ni inclinarse ante los podero­sos, no sólo para mantener su categoría y su independencia, sino para hacerse respetable en la sociedad. La unanimidad con los gobernantes, o lo que signifi­ca estar siempre de acuerdo con ellos, es causa de no pocos desastres sociales. El derecho de disentir es otro de los sagra­dos atributos que nos concede la democracia.

Ese derecho no podrá desem­peñarse sin prensa libre y res­ponsable. Sin periodistas bien formados y bien informados. Sin auténticos medios de comunica­ción que luchen por la causa de los humildes, por la justicia social, por el progreso material y espiritual del pueblo.

* * *

GRAMATIQUERÍAS.– No me cues­ta trabajo reconocer la razón de Sófocles respecto al diminutivo de la palabra perezo­so. Todos nos equivocamos, y él mismo ha rectificado errores de su columna. Ahora bien, si antes de glosar al redactor de El Tiempo sobre el término colincharse, que Sófo­cles no halló en ninguno de sus diccionarios, me hubiera llama­do –como el amigo sugiere que he debido hacerlo con él en mi vacilación gramatical–, yo le ha­bría indicado la obra que registra esa expresión: el Nuevo Diccionario de Colombia­nismos, de Haensch y Werner, publicado por el Instituto Caro y Cuervo. Según Azorín, «todo es provisional en el idioma. Todo es provisional en la gramática».

El Espectador, Bogotá, 28-X-1994

 

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Un forjador del Quindío

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Oriundo de Salamina (Cal­das), el ex senador Iván López Botero, fallecido en días pasados en la capital del país, se vinculó al Quindío en 1937 –donde contrajo matrimonio en la ciudad de Calarcá–, y allí ejerció la judicatura durante varios años. Entre 1958 y 1962 fue representante a la Cámara por Caldas, entre 1962 y 1966, senador por la misma circunscripción. También fue concejal de Bogotá y senador por Antioquia.

En el Quindío dejó honda huella por la decisiva batalla que libró por la creación del departamento, hecho que se pro­tocolizó con la ley 2ª de 1966. Como paso funda­mental para obtener la segrega­ción territorial, había sido el autor de la ley que en 1964 creó la Corporación Autónoma Regio­nal del Quindío, que nacía como un motor de desarrollo para allanar el paso ulterior.

El centralismo que ejercía el departamento de Caldas, y que puso la piedra final de escánda­lo con la construcción a un precio exorbitante del Teatro Fundadores, provocaba en el Quin­dío, desde muchos años atrás, una protesta permanente. Si bien desde 1922 la región había querido independizarse, fue a partir de 1951 cuando surgie­ron movimientos vehementes que conducirían a la victoria final.

En el gobierno militar era gobernador de Caldas el coronel Gustavo Sierra Ochoa, quien a pesar de su origen quindiano se opuso a la separación de su tierra. Derrocada la dictadura, se conformaron diferentes jun­tas cívicas –una de ellas, muy activa, en la capital del país– y se presentó el proyecto de ley, que fue de­rrotado en la legislatura de 1959.

En 1965 se elaboró un nuevo proyecto. Para entonces conta­ba el Quindío con aguerridos grupos cívicos y políticos (entre ellos, Silvio Ceballos Restrepo, Humberto Cuartas Giraldo e Iván López Botero) que en forma mancomunada luchaban por la causa regional, la cual, en el campo contrario, tenía serios oponentes en figuras tan in­fluyentes como la del senador Luis Granada Mejía y el escritor Adel López Gómez, nati­vos ambos del Quindío. En esa contingencia se convirtió López Botero en adalid de los intereses quindianos, y gracias a su bri­llante acción parlamentaria se aprobó la ley que le dio vida al departamento.

El senador caldense –declara­do con justo título hijo adoptivo del Quindío– fue uno de los cerebros de esa realidad. Con tal motivo le fue enviado el siguien­te mensaje: «Junta central pro departamento del Quindío y 500.000 quindianos agradece­mos usted acaba escribir una gloriosa página en la historia de Colombia y conságranlo eterna­mente nuestro recuerdo y grati­tud».

López Botero fue un espíritu combativo e independiente. En el campo político se le recuerda como uno de los militantes más notables del MRL por su capacidad de lucha y su clara inteligencia. Rememorando aque­llos días, dice en El Espectador Ramiro de la Espriella: «Fueron sus intervenciones de entonces muestras clarividentes de sus conocimientos y de elegancia en el lenguaje y buen manejo del idioma». Sobresalió, además, co­mo columnista de varios perió­dicos y como catedrático univer­sitario.

A comienzos de este año fue presentado en la capital del país su último libro –Huellas de rebeldía–, editado por la Universidad del Quindío como justo reconocimiento a su notable aporte al progreso regional. Obra que se convierte en un legado de sus luchas y realizaciones, en terre­nos tan neurálgicos como el de la crisis de valores, la familia, el feminismo, la ética del poder, la sociedad de consumo, la opre­sión del periodismo, el matrimo­nio civil, el divorcio y el aborto.

En los cien años de Armenia (1989), escribió un excelente en­sayo que tituló Anotaciones a una historia mal contada, acerca de las desfiguraciones con que se presentan algunos he­chos relativos a la creación del departamento. Como la historia de los pueblos se ve expuesta a falsificaciones a través de los tiempos, este testigo y participante de excepción dejó en dicho escrito un testimonio veraz sobre aquellas jornadas memorables.

El Espectador, Bogotá, 26-X-1994.

 

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Gramatiquerías

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En mi último artículo, el corrector del periódico me hizo cometer errores que no figuraban en el original. Es­cribí en una sola palabra viacrucis –camino de la cruz– y él me la convirtió en dos: vía crusis. Es lícito escribirla de las dos maneras –aunque la costumbre pre­fiere un solo vocablo–, pero no con la ese horrorosa que se dejó deslizar, con lo cual la sufrida cruz quedó desfigurada. No se entiende por qué el Diccionario de la Real Academia, en contra de lo que consagra el uso popu­lar y admiten casi todos los diccionarios, no ha fusionado en una palabra las dos voces lati­nas. Permite, en cambio, otras expresiones: avemaría, padre­nuestro, sursuncorda, medio­día, medianoche, viaducto

En el citado artículo, donde critico las colas desesperantes del Seguro Social, escribí lo si­guiente: como los consultorios viven atestados de público, la atención será contra reloj. Aquí, al revés del caso anterior, unieron en el periódico dos pala­bras: contrarreloj. Protesto, ya que no se trata de una carrera de ciclismo (y en el Seguro lo menos que saben es de velocida­des), sino de realizar un asunto en tiempo perentorio.

Esto de meterse uno de co­rrector del idioma tiene riesgos serios. Sófocles glosaba en días pasados a un columnista de El Colombiano por haber escrito peresositos, y le indicó que, por provenir la palabra de pereza, lo correcto era perezositos. El maes­tro incurrió en un nuevo error, ya que la terminación del dimi­nutivo cito va con ce. Es decir: perezocitos. (Ojo, amigo correc­tor, con estas mezclas peligro­sas).

En otra Gazapera, Sófocles manifestaba que nunca había escuchado la palabra colinchar­se, utilizada por un redactor de El Tiempo, y que no la había encontrado en ningún dicciona­rio. Pero el término, aunque disonante y con cierto sabor plebeyo, está extendido en el vulgo. Así lo traduce el Nuevo Diccionario de Colombianismos publicado hace poco por el Insti­tuto Caro y Cuervo: viajar aga­rrado de la parte posterior exter­na de un autobús, automóvil, etcétera. O sea, lo que se estila en las calles bogotanas.

El idioma, como ser vivo, es cambiante. Los diccionarios, com­prendido el de la Real Academia, viven desactualizados. El pue­blo es el que impone las normas. Palabras como elixir, exegeta, Nobel (todas sin tilde) cambia­ron de sonido: elíxir, exégeta, Nóbel, y se pueden emplear en forma indistinta. La ortografía es caprichosa. ¿Por qué de pre­tensión (con s) sale pretencioso (con c)? (El último Diccionario de la Real Academia permite ya que se empleen las dos formas).  ¿Por qué de hueco (con h) sale oquedad (sin h)? ¿O de huérfa­no, orfandad; de hueso, óseo; de huevo, ovoide…? En cambio, la h se conserva en hortelano, de huerto; o en hospedería, de hués­ped. Esto parece una dictadura del idioma. Caballero Calderón, espíritu crítico, se inventó hablamientos y pensadurías.

En la revista Cambio 16 pare­ce que dos hombres ocuparan las presidencias de la empresa: Juan Tomás de Salas en el Gru­po 16; y Patricia Lara en la edición para Colombia. En am­bos casos aparece el título de presidente, sin distinción de se­xos. La tendencia del idioma es que los oficios o profesiones de la mujer tengan la debida preci­sión: médica, abogada, presi­denta, gerenta, jueza, jefa, mi­nistra, poetisa… Sin embargo, Patricia firma su corresponden­cia como presidenta, lo que indi­ca que no está dispuesta a re­nunciar a su bello sexo. La desactualizada es la revista.

El Espectador, Bogotá, 19-X-1994

(Ver artículo Códigos de la comunicación social)

 

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Vía crucis en el Seguro Social

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Esta entidad padece de una enfermedad grave y con­tagiosa: el gigantismo. En desarrollo del programa que bus­ca extender la seguridad social a la mayoría de los colombianos, la institución se volvió inoperan­te. En el ramo de la salud, han ingresado miles de nuevos afilia­dos que antes no contaban con ninguna protección, como las empleadas de servicio domésti­co y los trabajadores indepen­dientes. Esto, que es loable, corresponde a una sana concep­ción social, cuyo objetivo es lle­var la asistencia del Estado a los sectores más desprotegidos.

Lo deplorable es que la enti­dad carezca de la estructura necesaria para brindar servicios eficientes. No se entiende cómo, antes de expedirse las leyes, no se prepara la organización para que los reglamentos sean efecti­vos y no se conviertan en letra muerta. La arremetida publici­taria realizada por el Gobierno anterior en torno a su programa bandera –el Sistema de Seguri­dad Social–  deja muchas frus­traciones, que es preciso en­mendar.

Veamos casos concretos. El primero es el suplicio de las colas. Hasta la diligencia más simple está sujeta a largas y desesperantes filas en los dispensarios de la salud. Desde antes de las seis de la mañana comienzan a llegar los usuarios en solicitud de las citas médi­cas, que se conceden para un mes más tarde. Si el paciente resiste tanto tiempo, el médico lo atenderá una o dos horas después de la cita que se le fijó. Y como los consultorios viven atestados de público, la aten­ción será contra reloj. Es decir, la completa ineficiencia.

Si hay prescripción de medi­cinas, lo más probable es que estén agotadas en el Seguro. Si se ordena la remisión del pa­ciente a una dependencia o a un especialista externo, hay que esperar otro mes, después de cumplida una serie de trámites engorrosos. A todo esto se suma la incomodidad de los despa­chos y la falta de urbanidad del personal.

Las preguntas son obvias: ¿Es­to puede llamarse servicio de salud? ¿Por qué se abusa hasta tales extremos de la paciencia de los usuarios? ¿Por qué se formulan medicamentos agota­dos, que por ese motivo debe comprarlos el usuario con su propio peculio? ¿Por qué no se sanciona la descortesía de los empleados? ¿Por qué no se le imprime al organismo una sóli­da reforma que sirva en realidad para proteger la salud de los colombianos?

Otro calvario es el de las tarjetas de derechos, que  en gran parte se reclaman en medio de los baturrillos más impresionantes; y algunas, en los bancos, cuando se es cliente de ellos. Lo indicado sería que todas se despacharan por co­rreo a los domicilios particula­res, y que las facturas pudieran pagarse con toda comodidad.

El Seguro Social, hoy por hoy, es un elefante blanco. Se ha querido hacer tanto, que el orga­nismo se desvertebró y dejó de ser una garantía de servicio. Hay que salvarlo. Ojalá el Go­bierno actual –y hablemos sobre todo del actual gerente de la entidad– asuma esta necesidad dentro de sus afanes priorita­rios.

El Espectador, Bogotá, 14-X-1994.

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Dos poemas inéditos de Carmelina Soto

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En octubre de 1979 –dentro de las fiestas aniversarias de Armenia–, la Gobernación del Quindío otorgó a Carmelina Soto la Medalla al Mérito Literario, ocasión en que la poetisa expresó lo siguiente: «Otras voces se escucharán en este recinto en el devenir constante de los días. Yo estaré en otro sitio, pero estaré, porque el universo es un estallar continuo de soles y semillas que no deja sitio libre ni siquiera para morir. Si somos, siempre se­remos. No hay forma de borrarnos ni de deshacernos. Vivir no es necesario: es un acto irreversible».

Aquel día, un grupo de amigos le ofrecimos a Carmelina, en su propio apartamento, un coctel para congratularla por el justo galardón con que la Gobernación del Quindío premia desde entonces el mérito de sus escritores. Al calor de los whiskys, Carmelina me enseñó dos poemas inéditos que mantenía guardados en un libro: Llama y Brasa. A pesar de mis ruegos, no quiso regalármelos. Ante su negativa, localicé el libro y de allí los extraje. Si la acción ha de llamarse robo, que lo sea. No me avergüenzo de ella: robar para la literatura es un placer delicioso.

Carmelina Soto, muerta en marzo 1994, elaboraba sus versos en silencio –los pulía y repulía–, y los dejaba olvidados en los libros. Su obra cenital –Tiempo inmóvil– certifica su morosa decantación lírica. Quince años después, aquellos dos poemas continúan inéditos. Siempre que los leo, siento que se me incendia la piel. El robo valía la pena.

* * *

LLAMA

Ardiente. Solitaria. Lumínica.

Inquieta. Agonizante.

Nunca en sosiego.

Suicida claridad

por oscura resina alimentada.

Una noche compacta la limita, la cerca

con sus anillos férreos

y su espacio de luz

queda medido con la medida exacta.

Llama temblorosa,

arrebatada, urgente, lacerante.

Me bañó su fulgor. Me hechizó su esplendor.

Su lengua hendió mi piel.

Sentí su quemadura.

Sufrí un instante.

Ella. Yo. Yo. Ella. Una llama

sin extinción posible.

Voraz, secreta llama inextinguible.

BRASA

Al mover el rescoldo su violenta semilla

estalló en mil estrellas

de chispas crepitantes.

La descubrí en nido de rubíes efímeros

de pura sangre transparente.

Ella estaba escondida

en mundos de cenizas pesadas,

disimulando en frágiles pavesas

su cuerpo rojo, comburente.

Brasa viva. Luminosa. Enterrada.

Guardando en sí latente la fuerza de la chispa.

Las lenguas retorcidas del fuego. Los cónicos proyectos de la llama

y las grandes conflagraciones.

Yo la robé: miradme las manos laceradas.

Revista Manizales, enero de 1995

 

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