La guerra del dinero plástico
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
El avance de la cibernética ha representado verdadera revolución en el país. El hombre, por lo mismo que la máquina piensa por él (y lo que es más grave, piensa mejor que él y lo supera mil veces en habilidad, precisión y rapidez), ha dejado de ser razonador en esta era de impulsos magnéticos que nos mantiene perplejos frente a al mundo de deslumbrantes prodigios.
Fueron primero las grandes empresas las que rompieron sus moldes tradicionales para adecuarse a la guerra de los sistemas. Y como éstos no se detienen, las empresas no consiguen estar por completo actualizadas. Quien se descuide en este frente, queda fuera de combate. Hoy la rentabilidad empresarial hay que medirla en proporción a la capacidad tecnológica. Dentro de esta transformación vertiginosa, que produce escalofrío, el sector bancario ha implantado los métodos más novedosos.
Entre éstos se cuenta el denominado dinero plástico. Con la tarjetica mágica –bien aceitada, se entiende–, el hombre moderno abre todas las puertas. En cualquier calle, en el almacén de víveres, en la bomba de gasolina, en el aeropuerto y en plena carretera, en el hotel y en el motel, en la clínica y en la funeraria, estará a la mano la fórmula para salir de apremios. El total de tarjetas bancarias en el país pasa de dos millones. Y en todo el orbe, de 560 millones.
A las grandes redes mundiales (Mastercard, Maestro y Cirrus), que tienen 10,5 millones de establecimientos en 220 países, se encuentran afiliadas las tarjetas que en Colombia portamos con orgullo (aunque no tengamos plata) para contemporizar con el mundo plastificado. Las entidades financieras compiten a brazo partido por la conquista del cliente, y para esa finalidad ofrecen premios halagadores (o señuelos) que se divulgan en costosas publicaciones.
Falta, sin embargo, buen camino por recorrer para conseguir la excelencia de servicios que se pregona. Veamos algunos de los lunares más visibles. En primer lugar está el de los daños constantes de los cajeros. Nada tan antipático como el aviso ya rutinario de que el cajero se halla fuera de línea. Los usuarios, que pagan sustanciosas cuotas al establecimiento, tienen derecho a pedir que se modernicen los equipos, y además que se mantengan con dinero disponible a toda hora. Otra falla es la lentitud de algunos cajeros. La limitación en las entregas del dinero frena el servicio. ¿Por qué, en lugar de hacer tres retiros de $100.000, no se hace uno de $300.000?
En el caso de compras con tarjeta de crédito, la comisión que debe pagar el comerciante suele trasladársele al comprador; y si éste se niega a reconocerla, no hay negocio. ¿Para qué sirve entonces la tarjeta? La cuota inicial del 30%, rechazada por usuarios y comerciantes, es otro adefesio que debe rectificarse.
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El dinero plástico se convirtió en negocio redondo para los bancos y demás entidades administradoras. En octubre pasado la cartera total valía 433.000 millones, y 50.000 millones las comisiones recibidas en el año (rubros que se incrementaron en el 54% y el 62% en comparación con el año precedente). Por todo se cobra comisión: por poseer la tarjeta, por usar el cajero, por ascender de categoría, por efectuar operaciones telefónicas (en el caso de Davivienda), por asegurar la tarjeta contra pérdida…
Algunas campañas de promoción ofrecieron sin costo alguno la modalidad del servicio extendido a otras personas bajo la responsabilidad del titular principal. Y cuando por este medio fue recolectada buena cantidad de consumidores adicionales (que significaban estupendo negocio para los promotores), se separaron los estados de cuenta y se impuso el cobro de comisiones aparte. Entre tanto, la Superintendencia Bancaria, la encargada de controlar estos excesos que rayan con el abuso, se muestra ajena a la guerra del dinero plástico, un avance de la tecnología que todavía no ha logrado hacer en Colombia las maravillas que produce en otros países.
El Espectador, Bogotá, 1-II-1994.