El ritmo de la emoción
Por: Gustavo Páez Escobar
(Palabras en el libro Al paso de los días)
Este libro intimista y melodioso que escribe Homero Villamil Peralta con ánimo evocador –Al paso de los días– se hizo para soñar y querer. Es un libro enamorado. He repasado su obra publicada y encuentro que el amor es la columna vertebral de toda su producción.
Incluso el titulado Hoy es día de cantarle a todo, siendo un himno social de batalla –en el que, al decir de Vicente Landínez Castro, «el verbo se hace látigo vengador y silbante»–, está inspirado por el amor. En él se pinta el Apocalipsis del mundo actual movido por el odio y las pasiones, para clamar por la armonía del planeta y la convivencia de los espíritus.
Este quinto libro que hoy ve la luz probará el aserto popular de que no hay quinto malo. Tiene la virtud de engrandecer lo elemental, y por eso en él se recrean los menudos sucesos que giran a los cuatro vientos por la vida del hombre.
Villamil Peralta no hace otra cosa que ennoblecer los sentimientos y hermosear la palabra. Es un sembrador de esperanzas, pero antes ha sido un encantador de cosechas. ¿Y qué es el poeta sino un hechicero, un mago, un curador de almas?
Este sacerdote del verbo iluminado se va por los senderos de la existencia y, cual otro samaritano, riega las semillas de la fraternidad humana. Da consuelo a los seres tristes, levanta a los caídos, ríe con las auroras y las almas puras. Posee el poder de la metamorfosis para volverse niño y adulto, hada y embeleso, rosa e ilusión. Explora y entiende los secretos del mundo y sobre todo el significado de los seres simples y los hechos triviales. El abuelo poeta se mete en el corazón de su nieta Heidi, de quien dice que no es un genio, y afirma: “Apenas una flor. O si acaso un suspiro. Cuando más un rumor».
Al paso de los días es un cofre de emociones. Los temas que toca están henchidos de calidez y dulzura. Villamil Peralta no sólo entiende la ternura como un requisito para ser humanos, sino que la lleva por dentro como una estirpe de su fibra creadora. Es la suya una refrescante actitud ante la vida, penetrada de deslumbramientos, conmociones y asombros. Sus emocionados cantos a las sencillas criaturas y las cosas tenues que dulcifican la existencia, y que ignoran los seres anodinos, son reveladores de su mundo interior, imbuido de música, paisajes y fantasías.
Sin el poeta, el orbe no existiría. Para no sucumbir en los despeñaderos de la ruindad espiritual, el hombre necesita elevar el alma hacia las estrellas. Para romper las ligaduras con la bestia, una maldición que pesa sobre la especie humana para obligarnos a ser racionales, debe ennoblecer los sentimientos. Para que la conciencia no sea tortuosa, hay que ponerle lumbre al corazón. Para que la mirada no sea opaca, hay que iluminar el panorama. Aquí es donde el poeta se justifica. Y donde Homero Villamil proclama su trono de sortilegios, que hemos de decantar al paso de los días para salvarnos de la desesperanza.
Todo en este libro, repito, está impregnado de amor. Y conduce al amor. Es una poesía vibrante, a veces con apariencia de prosa lírica, que enaltece los vínculos de la sangre cuando gira en torno de los seres queridos; o le canta a la comarca nativa representada en la radiante reina chiquinquireña y en las sensuales ollas de barro de Ráquira; o se desliza, llena de musicalidad, detrás del agua que se hace lluvia, manantial y río; o refunde su saudade en la Nochebuena que pasó y en el rostro desvanecido en la distancia; o declara, en fin, que no puede haber poesía sin amor.
Su vena lírica esparce, en ciertos trozos, filosóficas nostalgias. Oigamos esta reflexión sobre las estrellas de enero: Pienso que la vida es así: en el enero de todos los hombres, el mundo es claro y bello. Y hay estrellas que traen ilusiones. Pero llega la hora del invierno y todo se va volviendo lluvia. Lluvia de penas y recuerdos. De fantasías inconclusas. De las mañanas que hace rato murieron.
Además, descubro en el libro un recóndito tono de memorias manejado con la lira de la añoranza. Es lo que hacen los vates cuando quieren consentir sus sueños huidizos. Tal, por ejemplo, el caso de Gabriela Mistral en Páginas memorables; o de Pablo Neruda en Confieso que he vivido; o de Rafael Alberti en La arboleda perdida; o de Rosario Sansores en Rutas de emoción.
El ritmo del corazón, el de Homero Villamil Peralta, vibra en estas páginas como perenne canto a la vida.
Revista Cultura, N° 138, Tunja, diciembre de 1995