Carmen de la Fuente – Mensajera del amor y la tempestad
Por: Gustavo Páez Escobar
No conozco personalmente a la poetisa mejicana Carmen de la Puente, pero me unen a ella, desde mi Colombia distante, sus libros y sus cartas. Muy de veras lamenté no haberla saludado durante mi viaje a Méjico en 1988, cuando fui tras la huella de Germán Pardo García, para rematar, poco después, la obra que titulé Biografía de una angustia. En aquella oportunidad me vi, en el mundo intelectual –aparte del poeta del cosmos–, con su ángel tutelar, el colombiano Aristomeno Porras; con la poetisa Laura Victoria –mi ilustre paisana– y con el poeta ecuatoriano Henry Kronfle.
Conozco de vieja data la devoción de Carmen de la Fuente por la figura de Pardo García. Fue una de sus colaboradoras más cercanas en la revista Nivel, y ha sido pregonera de su trascendencia literaria. En sus cartas siempre hay alguna referencia hacia él. Con la siguiente dedicatoria acabo de recibir uno de sus libros: «Para un hermano en el arte, Gustavo Páez Escobar, y con la luz estelar de Germán Pardo García».
Mi entrañable amiga colombiana que vive en Méjico hace 24 años, Diana López de Zumaya, me envió en mayo pasado el recorte del periódico Excelsior donde se registró el grandioso homenaje tributado a la poetisa de la Fuente con motivo de sus 80 años de vida. Todo esto pone de presente la cercanía cada vez más estrecha con que hoy llego, a través de este comentario, a su obra poética.
Ella nació para la poesía y respira con la poesía. Hizo del canto un alimento del espíritu. Buscó los paisajes exteriores para armonizar su mundo interior, el cual, a lo largo de su obra extensa y refinada, se ha recreado en los eternos temas amor, la nostalgia, la ternura, el combate, la soledad, el dolor y la alegría. Su palabra es enamorada.
También es elemento de lucha y protesta. La llama sedienta –título de uno de sus libros– que duerme en el fondo de su ser, la mantiene en constante combustión espiritual. El amor se confunde con el paisaje y la nutre de fuentes vitalizantes. Y exclama: ¡Estoy enamorada!, más que nunca amorosa, enardecida de una pasión tan honda que el corazón me nace rosas de lava y fuego… ¡Él llevará en su carne la rosa de mis besos! ¡Yo llevaré en mis venas la lumbre de su espada!
Andando el tiempo, ya en la edad de las evocaciones y las elegías, surge la presencia de la madre que le arrulló el alma y se evaporó como una lágrima silenciosa; y de la infancia que pierde en la lejanía; y de los rostros que no volverán; y de la casa sepultada en el derrumbe de los años; y del amigo que cayó en las horas del crepúsculo…
Esta poetisa testimonial, a quien le duele el desamparo del hombre y la patria desdichada, se vuelve tempestad cuando se trata de denunciar los problemas sociales. Entonces, su verbo huracanado desenmascara la injusticia, fustiga a los torturadores de la sociedad, clama por la suerte de los desheredados. Y lanza esta advertencia y esta voz de esperanza a los vientos de Méjico, que es lo mismo que esparcirlas por los pueblos de América, nuestra patria grande y vilipendiada: No lograréis parar a un pueblo que camina batallones del hambre, jornadas de suicidas, iremos uno a uno construyendo la casa de justicia para el hombre.
Carmen de la Fuente ha cumplido múltiples jornadas en la vida de Méjico y se ha caracterizado por su criterio libre y el temple de su carácter. Ha sido gran exponente de la cultura nacional y ha enriquecido, con su legado lírico y su presencia en los puestos de combate, el significado de un país con tantas raíces históricas y perturbado –como mi patria colombiana– por tanto conflicto social.
Habrá que decir que la poesía se hizo para dignificar la vida, embellecer la naturaleza y redimir a la humanidad de sus miserias. Nunca el hombre ha sido libre ni feliz, y siempre ha sufrido oprobios y soledades. El poeta aprende, por ventura, a volar sobre las adversidades propias y extrañas para que el planeta conserve la última esperanza de salvación.
Así lo ha entendido mi noble amiga mejicana, cuya poesía perdurará por los aires de América como semilla del amor y la tempestad, signos perennes del hombre.
Bogotá, 12-X-1995