Morir en París
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Mi amigo Pablo Echeverri Botero cumplió un sueño fantástico: visitar Europa –y allí respirar vida, paisajes y emociones–, y luego morir en París. En vísperas de su regreso a Colombia, la muerte súbita lo sorprendió en una calle de la capital francesa. Mientras le decía a Carmenza, su esposa, que sentía un malestar, el infarto fulminante coronaba su tránsito terrestre. Muerte privilegiada la suya, que no le dio margen para el dolor ni el desconcierto.
Su vida se desvaneció como un atardecer europeo en medio del hechizo de la Ciudad Luz. No tuvo tiempo de cortar ligaduras ni despedirse de nadie, y con el alma refulgente por tanta belleza y tanto embrujo que habían surgido en su correría turística, penetró sereno y fascinado en el reino de las luces eternas.
¡Morir en París! El solo nombre de la metrópoli evoca esplendor y grandeza, historia y epopeya, majestad y sensualidad. A esta cumbre de la cultura fue a morirse en paz Pablo Echeverri Botero, distinguido ciudadano del Quindío, mi cordial excolega de la banca. ¿Quién no desearía semejante prerrogativa? Yo envidio la suerte del amigo, a quien París le canceló la vida con un torrente de emociones.
Un colombiano muerto en plena vía parisiense sugiere un tremendo cuadro de soledad. Mientras la ciudad se estremecía con todas sus arterias palpitantes, este viajero procedente de lejano país, abatido por el corazón en alguna acera silenciosa, movía la curiosidad callejera. A su lado velaba la pequeña comitiva compuesta por la esposa, la cuñada y el concuñado, anonadados en medio de la metrópoli monumental. En un instante, atendiendo la llamada telefónica del negocio situado al frente, llegó presurosa una ambulancia provista de médicos, enfermeras y los recursos necesarios para prestar los primeros auxilios.
En plena calle se practicó una cirugía de emergencia, tratando de reactivar el corazón detenido. El público, mientras tanto, que se había organizado en círculo prudente, observaba en orden y con respeto los movimientos de la ciencia. El esfuerzo médico, por desgracia, fracasó. Es preciso destacar el gran sentido humano con que la medicina francesa se hizo presente en la tragedia.
El muerto fue trasladado a una comisaría para los trámites de rigor, y desde allí se informó la novedad a nuestro consulado. Lo que sigue –un grandioso acto de solidaridad colombiana en el exterior– es ejemplar para las autoridades diplomáticas de Colombia, y sobre todo enaltecedor para la cónsul general en París, señora María Clara Betancur.
Ella, minutos más tarde, se presentó en la comisaría con el fin de prestar su ayuda en trance tan apremiante. Sin conocer a los colombianos en desgracia, les ofreció su colaboración personal (por fuera de los mandatos de su cargo) para cumplir las gestiones respectivas. Estos trámites resultan engorrosos en cualquier parte, y sobre todo en país ajeno.
Para fortalecer a la viuda en circunstancias tan dolorosas, la invitó a su casa y puso a su disposición su teléfono para los contactos con Colombia. Todo lo cumplió con amabilidad, exquisita sencillez y entrañable calor humano. Con su acción admirable demostró ser hija de quien es: del expresidente Belisario Betancur. Finalmente, se encargó del proceso de la incineración y el traslado de las cenizas a Colombia, diez días después.
Pablo, gran enamorado de la vida, sabía que la muerte poética es vida. Es posible que él hubiera leído el poema de César Vallejo, y con ese presagio voló a la eternidad: Moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo…
El Espectador, Bogotá, 24-VII-1992.