Un personero de la provincia
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
La noticia sobre la decadencia física de Adel López Gómez me llegaba, de cierto tiempo para acá, sigilosa y reiterada. Alguien me contó que su columna permanente en La Patria se había silenciado. Escribí entonces una nota en que lamentaba su ausencia, más o menos continua, del periódico al que se encontraba ligado desde hacía largos años. Bien sabía yo que para Adel López Gómez escribir era lo mismo que respirar; y dejar de hacerlo equivalía a morir.
Acto seguido me confirmó Adel, en su mismo diario manizaleño, lo que ya era un hecho evidente: «Mi silencio cotidiano y absolutamente voluntario –aunque contrario a mi voluntad, valga la paradoja– obedece ante todo a mi estado físico de este último tiempo que ha perdido –espero que temporalmente– sus ritmos interiores, ha desteñido mi paisaje y ha cancelado muchas de las mejores armonías».
Próximo a los 89 años de vida, acaba de fallecer en Manizales. Y aunque sus escritos de los últimos días eran lentos, moriría, como Gautier, con la pluma en los dedos. Así lo encontré varias veces, sudando sus cuartillas infatigables frente a su vieja máquina de escribir, cuando lo visitaba en su residencia de La Francia. A lo largo de su productiva existencia fue colaborador de la mayoría de revistas y periódicos de Colombia y deja una abundante cosecha de más de 10.000 artículos publicados.
Sus libros, entre cuento, novela, teatro y crónica, pasan de 30. Es uno de los escritores más prolíficos del y país, pero además su estilo es castizo, ameno y vigoroso. Sus cuentos, muchos de ellos maestros, lo sitúan como uno de los exponentes más calificados del género. Su narrativa está vertida a varios idiomas y se puede catalogar como el sucesor de Horacio Quiroga. Tomó a su coterráneo Eduardo Arias Suárez como brújula de su narrativa y de él aprendió lecciones perdurables.
Fue, por excelencia, el gran personero de la provincia colombiana. Su mayor temática brotó de los campos cafeteros y supo tratar la tierra con arrobamiento y ternura. El costumbrismo adquirió, con la fina percepción sobre el medio ambiente provincial, singular categoría. Con ese tema ingresó a la Academia de la Lengua. La Universidad de Caldas le otorgaría años después el doctorado honoris causa en literatura.
Habitante bogotano por algún tiempo, se radicó luego en Manizales y de allí ya no saldría. Viajaba con frecuencia a su terruño quindiano, donde lo conocí entre cafetales, y gozaba con el aroma campesino y la simplicidad de sus moradores. De allí extrajo la mayor parte de sus personajes, con sus amores frustrados, sus orgullos heridos y sus ilusiones henchidas.
Fuimos los dos, desde las páginas de La Patria, pregoneros de la comarca quindiana. Solía él atribuirme, con estimulante generosidad, la virtud cívica de trabajar por su tierra –que también es la mía sin ser oriundo de ella– y preocuparme por sus necesidades y progreso. Y recuerda con nostalgia, en su nota de prensa a que atrás me referí, «los tiempos de fervor y batalla que en ti perduran vivos y fuertes y en mí languidecen a medida que decrece el aceite de mi lámpara».
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Ya en sus últimos años, vecino yo de Bogotá, me pidió que me interesara por una selección suya de cuentos que se hallaba en poder de Plaza y Janés. Como mi presunta influencia ante la casa editora era inexistente, no me quedó otro camino que lamentar la extraña parsimonia para esta publicación de indudable mérito. El libro no ha salido, y Adel se marchó con esta frustración.
Dos hijas suyas le heredaron la vocación de escribir. Gloria, directora cultural del Banco de la República en Manizales, es columnista de La Patria y de otros medios de comunicación. Lo mismo sucede con Diana, residente en Méjico hace varios años, quien desde allí envía sus escritos al diario caldense y además tiene una permanente actividad cultural en la capital azteca. La semilla, insigne Adel López Gómez, ha quedado bien sembrada.
El Espectador, Bogotá, 7-IX-1989.