Si viviera Laureano
Por: Gustavo Páez Escobar
Con este título se ha puesto en circulación, publicado por Editorial Kelly –la vieja imprenta de los bogotanos que cumple en estos días 50 años de fundada–, el libro con que el historiador Antonio Cacua Prada exalta la memoria de Laureano Gómez al conmemorarse el centenario de su nacimiento. Vamos a apelar a los valores del espíritu para ver si le damos un contenido nuevo a la vida pública de Colombia–dice Álvaro Gómez Hurtado en el prólogo de la obra–. Que consista, no ya en disputarse las posibilidades de mando, sino en recuperar valores. Restaurar valores que se nos han perdido.
El juicio de la Historia es más certero a medida que corre el tiempo y se enfrían las pasiones. El verdadero veredicto sobre los caudillos sólo se producirá cuando la época en que actuaron se haya purificado de arrebatos para penetrar, definitivamente, en el sereno análisis de la posteridad. Y hacia allá camina la figura histórica de Laureano Gómez. Incomprendido en su tiempo, surge hoy un líder distinto del abominado por los odios políticos en las duras contiendas de su generación.
Dichos tan comunes como el de que “a Colombia le falta un Laureano Gómez”, o que la actual corrupción pública reclama la vehemencia de este Júpiter tonante, dicen hasta qué punto el país vuelve los ojos al pasado para rescatar la estampa aguerrida de quien no podía convivir con el vicio y por el contrario defendía la moralidad sin mácula. Nunca para él existieron los términos medios y por eso sus luchas fueron ardorosas y totales. La legalidad y la justicia se convirtieron en su brújula permanente. Cometió excesos e intransigencias, como es humano en los hombres, pero hay que admitir que sin ese rigor no hubiera conquistado el título de catón de las costumbres colombianas.
Así lo definió, en su tiempo y para la inmortalidad, el maestro Guillermo Valencia en frase lapidaria:
Formidable este Laureano Gómez cual una racha huracanada, firme, impasible, sonoro como un yunque propio para forjar los más finos montantes, las mejores corazas, las más audaces quillas: El Hombre Tempestad, a quien sólo se puede amar u odiar, que deslumbra y hiere como el relámpago, y con el trueno de su voz hincha, colma y sacude las sordas oquedades del pecado y del abismo.
Decaído y desilusionado llegó al poder, en el peor momento de su carrera política. Era el viejo capitán ya sin el vigor de otros días, que asumía el reto en medio de un país lleno de confusiones y de adversarios tajantes, incluso de su propio partido, que iban a cobrarle la firmeza de su carácter.
Saltó al timón desde su lecho de enfermo, y con ese gesto estaba trasladando al futuro una constancia de ímpetu por la vigencia de los derechos humanos, en momentos en que trataba de implantarse un régimen de torturas. Este Hombre Tempestad, implacable para castigar los abusos del poder y las desviaciones públicas, era El Monstruo, como también se le recuerda, que se erguía impetuoso ante los atropellos y las corruptelas y frenaba las maquinaciones contra la moral.
Ya ha penetrado en las páginas de la Historia como el fiero y gallardo caudillo que lo mismo destruía con su verbo demoledor que creaba con su vida ejemplarizante. Dueño de exquisita y vasta cultura, sus escritos son admirables y en ellos campean las ideas y la donosura del idioma. Profundo conocedor de los clásicos, en horas silenciosas, tan diferentes a las de la refriega política, se consumía en la delectación del arte, la literatura, la historia y la filosofía, sus pasiones rectoras.
Temperamento tímido y discreto, que le huía a la publicidad, entendió siempre que la mejor recompensa del caudillo está en los límites caseros. De costumbres austeras y hondas raíces cristianas, no podía predicar para los demás sino lo que practicaba en su intimidad. Cerró su vida con el broche de oro de la concordia nacional. Por encima de distanciamientos políticos con el otro líder de la causa común que unía a los colombianos, Alberto Lleras Camargo, firmó los pactos de Benidorm y Sitges, que dieron al traste con la dictadura y restablecieron el imperio de la democracia hasta la hora presente.
Uno de los colombianos que mejor conocen la personalidad y la obra de Laureano Gómez es Antonio Cacua Prada. El libro que ahora entrega a la reflexión del país es otro testimonio de su acendrada vocación de investigador serio, objetivo y creador.
Pedro E. Páez Cuervo, mi padre, escribió el 17 de junio de 1953 –día en que fue desterrado de Colombia el doctor Laureano Gómez al ser depuesto del poder por el general Rojas Pinilla– el siguiente soneto que define el vigor de un carácter:
EL ROBLE
Si “del árbol caído todo el mundo hace leña»…
hay un roble gigante que con temple de acero,
con el ceño fruncido, con mirada aguileña,
la embestida resiste de cualquier leñatero.
Esa indigna gavilla que en rajarlo se empeña,
volará como briznas bajo el verbo severo
de ese roble que tiene la purísima enseña
del azul que hoy profanan con afán patriotero.
¡Lo agigantan los golpes! Se perfila, inmortal,
defendiendo –impoluto– su glorioso ideal,
confundiendo a los hombres su valor espartano.
Ese roble no pueden convertirlo en astillas:
temblarán los hacheros, caerán de rodillas,
cuando ruja ese ROBLE que se llama Laureano.
El Siglo –Siglorama–, Bogotá, 30-VII-1989.