Medellín en gotas
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Medellín siempre crece. Un día desaparecerá el odio que han sembrado en sus calles los piratas de la hora presente. Descendiendo por la carretera del aeropuerto José María Córdova se experimenta la sensación de una ciudad encantada, de una diáfana realidad que rutila entre pedrerías y se sostiene entre gotas de esperanza. Más tarde, cuando la diviso desde el Cerro de Nutibara y me recreo con la miniatura del Pueblito Paisa –réplica encantadora de la Antioquia grande que hoy pretende destruirse entre la metralleta, la droga y el dinero envilecedor–, me pregunto hasta qué extremo ha llegado la sevicia del monstruo contemporáneo.
Este territorio cubierto de bosques y rodeado de hermosas colinas, por donde todavía corren ríos cristalinos –manchados a veces por gotas de sangre–, fue el que un día escribió la epopeya de la Colonización Antioqueña; el que prolongó su raza montaña abajo y descubrió las exuberancias del Gran Caldas; el que regó su entraña campesina con las riquezas del oro y del carbón y con la alegría de las cosechas y los tiples madrugadores; el que creó una generación de alfareros, artesanos, agricultores y mineros para que ensancharan el tesoro de la tierra.
Vendría más tarde el auge empresarial con la era de los ejecutivos y los banqueros, de los industriales y los comerciantes. Y nacería la ciudad del futuro, la de las veloces avenidas y los soberbios edificios, la de las fábricas crepitantes y los comercios vigorosos. Esta Medellín airosa –la del carriel y la oración–, que primero planeó su estructura urbanística para ser luego emporio de progreso, es la que están asesinando hoy los asaltantes de la civilización. La misma que contemplo ahora, con dolor de patria, desde el cerro más alto y en la encrucijada más tortuosa. La misma que se rebulle en sus calles movidas y en sus angustias temblorosas.
Dicen las crónicas que la ciudad era, hacia 1770, apenas un pueblito con buenas corrientes de agua y cuatro caminos. Varias veces había cambiado de ubicación hasta encontrar su actual asentamiento. Sus viejas calles saben hoy a gratas reminiscencias: la Real, El Llanto, San Roque, La Amargura, El Resbalón…
Su vecindario tranquilo desconocía los gritos y las jaranas. En 1848 dormían en completa placidez 20.000 habitantes. En 1889 –o sea, hace cien años– la población llegaba a 40.000 habitantes. Era un pueblo sin afanes de crecimiento –a pesar de la fertilidad reproductora del paisa, que establecería marcas como la de 33 hijos orondos y retadores–, y todavía tenía tiempo para deleitarse entre trovas y aguardientes. En 1944 daba el gran salto a los 300.000 vecinos emprendedores. Hoy llega a los cuatro millones…
El gigantismo rompió los diques del pueblo y trajo malestar social. Ya no era la aldea de estrechos senderos, de pausados placeres, sino la urbe colosal que devoraba los pueblos vecinos. Se llenó de gente, de humo, de edificios multiplicadores, de suntuosas residencias, de vendedores ambulantes, de ruido y preocupaciones. Cambiaba todos los días de piel. El himno de Epifanio Mejía se había desdibujado: «Nací sobre una montaña, / mi dulce madre me cuenta / que el sol alumbró mi cuna / sobre una pelada sierra…»
También cambió su piel campestre. Por los campos se siente miedo. Es el mismo miedo que recorre los contornos de la ciudad y repercute en la montaña. «El río –dice Antonio Villalobos– es ya solamente un recuerdo de sus acuarelistas muertos, un accidente en la memoria».
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Así me he reencontrado con Medellín: en gotas de nostalgia. Pero es, a pesar del infortunio, un centro fulgurante. Todos los días luchan los antioqueños por un futuro limpio. Medellín no se dejará ganar la partida del crimen y el retroceso. Derrotará a sus enemigos. Volverá a ponerles piso a las nuevas generaciones. Y será, para siempre, la ciudad de la eterna primavera, de la sonrisa, del trabajo creador, de la esperanza vitalizante.
El Espectador, Bogotá, 11-IX-1989.