El impulso de Paipa
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Mucho va de la Palpa rústica que decantó Armando Solano a la Paipa de hoy que, 36 años después de su muerte, ya se trepó al carro irreversible del progreso. En los tiempos de Solano existía la aldea pastoril y elemental –imposible de recuperar cuando se ha perdido–, enmarcada en paisajes soñolientos y bañada por las aguas tranquilas de sus dos ríos; y hoy, cuando el zarpazo de la vida moderna le quitó placidez al campo y contaminó las corrientes de los ríos, es otro sitio.
Ya no es Paipa, mi pueblo –el de Armando Solano, tan bellamente definido por él en escrito de 1943–, sino un lugar en permanente crecimiento, todavía encantador, todavía agreste y hospitalario, pero menos sosegado. Es normal que esto les suceda a los pueblos. Las nuevas épocas imprimen otro ritmo y otro estilo. Conforme pasa el tiempo sobrevienen cambios inevitables, unos silenciosos y otros acelerados, unos provechosos y otros destructores, unos metódicos y otros revolucionarios. Pero todos característicos de la evolución social.
La metamorfosis de Paipa no es de ahora sino que arranca de treinta anos atrás. En página que tengo a la vista, Eduardo Torres Quintero, uno de los mayores conocedores del alma boyacense, anotaba lo siguiente en 1962: «Paipa dejó de ser una bella durmiente rústica para convertirse en una recién casada que ostenta las ojeras violetas de su luna de miel con ese esposo brusco, gritón e impositivo que se llama el progreso».
No quiero decir con lo anterior que el pueblo, hoy con ganas de ser ciudad, haya sido mejor en la época de la quietud de lo que es en ésta de la velocidad. No. Sencillamente es distinto. En los años de la juventud de Solano tenía ocho mil habitantes, y hoy ya pasó de los cuarenta mil. Ha crecido cinco veces y esto es como cambiar de piel. En aquellos tiempos se vestía de negro y la música era moderada y casi no se sentía. En los actuales, de colorines y estrépito, se trocó el luto por las vestimentas multicolores, y la música silenciosa por las de las bandas de los concursos decembrinos que repercuten en todo el país.
Todo esto lo he hablado con el joven alcalde del municipio, Julio César Vásquez Higuera, exponente de las nuevas generaciones. Tuvo él la amabilidad de explicarme, en asocio de su equipo de colaboradores, una serie de cifras y proyectos de su administración que me confirman, sin equívocos, que Paipa ha dado el gran salto al futuro. Ya se embarcó en el futuro.
Obra fundamental de este alcalde (el primero elegido por el pueblo) es la del acueducto y el alcantarillado, cuyo costo se aproxima a $ 500 millones. Era un proyecto prioritario, tal vez desde que Solano tomaba el agua pura de sus ríos, y que venía aplazándose desde doce o quince años atrás del momento actual. Ahora, en virtud de un dinámico acto de gobierno, se deja asegurado y en marcha el futuro de la población. Paipa, centro turístico de primer orden, carece de agua suficiente y bien tratada para impulsar su desarrollo. Increíble pero cierto.
El pasado histórico del municipio, rico en acontecimientos y hombres prestantes, habrá de afianzarse con su progreso local. El Pantano de Vargas y el Convento del Salitre son hitos de ese ayer un poco desdibujado hoy, el de la libertad y el de la religiosidad. Bolívar siempre tuvo entre sus mejores recuerdos la hazaña de Rondón cuando derrotó a Barreiro con sus intrépidos lanceros en el potrero del Cangrejo.
Paipa entiende el modernismo como necesidad vital para no divorciarse de ese «esposo brusco, gritón e impositivo que se llama el progreso», con el que seguirá conviviendo a sus anchas.
El Espectador, Bogotá, 12-XII-1989.