Dos libros esperados
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Traía en mente sugerir a El Espectador, desde antes de morir Argos, que publicara, bajo la orientación de este maestro del idioma, sus eruditas y simpáticas Gazaperas. Esta cátedra del castellano que por espacio de once años se convirtió en lectura favorita del público –tal vez la columna más leída de la prensa nacional–, termina hoy cubierta de luto, con la última estocada de su autor, después de recorrer cuanto recoveco apareció en los laberintos del habla.
Bien difícil resulta que Argos no hubiera descubierto, con sus cien ojos fulminantes, la mayoría de errores en que puede incurrirse al utilizar el español. Con su proverbial agudeza mental, matizada de fino humor e ingeniosa simplicidad, el columnista de todos los días contribuyó a la pureza del idioma y a la formación de los escritores y los periodistas. Como no era un maestro regañón, su letra penetraba. Este método de la docencia festiva, que nadie ha practicado con tanto éxito, deja innumerables graduados en todos los rincones del país.
A Argos lo leían todos los públicos, desde el presidente de la República hasta el oficial del juzgado, y desde el ostentoso doctor hasta el sencillo voceador de periódico. Quienes más le temían, y sobre todo quienes más abrían los ojos centelleantes, eran los escritores de alto copete. Pescándoles deslices, y a veces errores garrafales, mayor repercusión tenía su cátedra. Cuando se reprende por lo alto, más aprenden los de abajo.
No siendo infalible, admitía sin dificultad sus propias equivocaciones y además daba albergue en su columna a variados enfoques sobre el mismo tema. En esta forma, los conceptos se aclaraban y las normas se depuraban. Gazapera fue predio amable y democrático, amenizado con estribillos, a lo Marroquín, y delicados chispazos. Lo que él llamó autogazapos era la manera simple de desembarrarla, como hoy lo diría con su autenticidad paisa, para apuntalar una lección.
A nadie mortificaba ni hería –y ni siquiera a Mac en sus veloces crucigramas, con quien mantenía cazada una eterna pelea amistosa–, porque sabía el arte de corregir haciendo cosquillas. Algunos eruditos, como Panesso Robledo o Caballero Escovar, leían con cuidado la glosa y preferían no contestar para no agrandar la picadura.
En fin, el maestro Argos ha muerto. El Espectador pierde una ficha irremplazable. Los lectores sentiremos la ausencia de esta brújula necesaria. Ojalá el periódico, como lo anoté al principio, coleccionara las Gazaperas en un libro clasificado por temas y con el correspondiente índice. Sería una enciclopedia del buen decir, libro básico de consulta para cualquier biblioteca.
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Un segundo libro, de igual tenor y de demanda asegurada, sería el relacionado con la columna Preguntas y Respuestas, de Manuel Dresner. Es otro espacio sapiente, trabajado con amenidad y hondura intelectual.
Drezner, al igual que Argos, es maestro de la claridad. En pocas palabras y sencillos conceptos logra certeras definiciones. Ha tratado cuanto tema se le ocurre al lector y maneja las respuestas con precisión y gracia. Asuntos curiosos, lo mismo que complicados problemas, son ventilados con ingenio e ilustración. Los propios lectores, cuando él no domina una materia, le ayudan con sus aportes a alimentar la columna.
Es otra enciclopedia que se ha enriquecido a lo largo del tiempo y que merece editarse para utilidad del público.
El Espectador, Bogotá, 26-VIII-1989.