Los pasos del condenado
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Hace un año Rodrigo Arenas Betancourt se hallaba sumido en la negra noche de su cautiverio. Cautiverio que se prolongó por 81 días. Todo un infierno de tortura. Eran pocas las esperanzas que existían sobre su regreso a la vida. Un día, sorpresivamente, volvió por los caminos de su montaña antioqueña, donde había permanecido en el silencio de abismal presidio.
Repuesto del drama –y parece que la vida del maestro ha sido un drama constante–, retomó los apuntes que había escrito en su encierro y elaboró el libro que sale ahora a la luz, publicado por Arango Editores, con el nombre de Los pasos del condenado. Denso libro de angustia, de pragmatismo ante la vida, de pavor y coraje ante la muerte.
Del destierro no regresó el escultor sino el escritor. Volvió el filósofo y el poeta. Con lenguaje vibrante, impregnado de metáforas y hondas cavilaciones, este profundo razonador nos hace olvidar un poco sus ejecutorias como escultor para inclinarnos ante el sorprendente literato.
Los pasos del condenado es un coloquio con el alma, una introspección en la vida de errancias, de amores y frustraciones, un inventario de las miserias y los despojos del mundo. El condenado comparece desnudo ante Freud y le exhibe sus cicatrices.
Arenas Betancourt ha vivido siempre enamorado de la muerte. La ha paladeado, la ha consentido. Ama la muerte, con sensualidad, pero como un tránsito normal, no como una represión. El final brutal, sembrado de palideces y estertores, que sus verdugos le ofrecían en platos de amargura, lo horroriza.
Pensó en el suicidio corno fórmula salvadora, pero tampoco tenía libertad para matarse. Y no le quedó otra vía que la del desespero. Renegar de la existencia, como tenía que hacerlo con la rabia de la impotencia, era tanto como destruirse a pedazos. No permitió, sin embargo, que la alucinación lo dominara y escribió unos apuntes. En frágiles hojas dibujó su tragedia. Recuperó la calma para hacer arte.
En sus noches de pavura se había acordado de sus mujeres, las mujeres que en diferentes circunstancias le habían dado distintas dosis de amor. Recordó las pasiones impetuosas, los arrebatos mercenarios, los amores castos. También los poéticos, representados en Elena, que aguardaba su regreso como otra condenada de las azarosas vigilias.
Salvó sus anotaciones y sus dibujos metafísicos. Los días tristes del desterrado se volvieron una memoria de la tragedia del hombre y un canto a la libertad. Rotas las cadenas del oprobio, volvía a la vida para continuar padeciendo. Recuperaba la libertad para seguir amando.
*
Tal vez el maestro no se ha salvado. Apenas ha regresado. El proscrito, como él no se cansa de calificarse –y también el peregrino, el vagabundo, el caminante, el iluso, el soñador… –, ha vuelto a casa. Hoy habla el resucitado, el nuevo Lázaro de la violencia colombiana. Regresa con su filosofía y su eterna sed de justicia. Quiere que el mundo sea mejor. Que haya una Colombia nueva, un hombre nuevo. Clama por una sociedad sin verdugos, sin secuestros, sin miseria y sin hambre. La libertad es su mira, y la paz, su credo cotidiano.
El Espectador, Bogotá, 1-XII-1988.