La sombra de María Eugenia
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Desde muy joven comenzó María Eugenia a hacer justicia. Le encantaban las leyes y los códigos. Creía en la justicia colombiana. Por ella murió. La mataron por la espalda, a sangre fría, en una cafetería de Chiquinquirá. El cuerpo de la bella mujer se dobló sobre la mesa del establecimiento ante la mirada de terror de sus compañeras, otras dos juezas de la misma localidad.
Tal vez alcanzaron a pensar que las balas siguientes serían para ellas. Miraron al asesino, en ese instante pavoroso donde la justicia se marchita ante los proyectiles, y esperaron la segunda descarga. Era un hombre joven, de unos 30 años. La misma edad de María Eugenia. Dos juventudes encontradas. Una ejercitada en la ética de la vida y la otra torcida por los vericuetos del crimen. El sicario sólo iba por María Eugenia. Salió tranquilo de la cafetería, como si nada hubiera sucedido. Más tarde tiró el arma en una caneca de la basura.
Se había perpetrado un asesinato más. Un nuevo atentado contra la justicia. Los códigos que con tanta pasión consentía María Eugenia eran otra vez perforados por las balas. Pueden más tres disparos certeros, a plena luz del día, que los expedientes voluminosos de los juzgados. María Eugenia, jueza penal de Chiquinquirá, tenía por qué saber que el delito es vengativo.
Ella conocía los rencores oscuros del esmeraldero yd el narcotraficante. Había castigado a muchos delincuentes. Era insobornable en la aplicación de la ley. Por eso sobraba. Había que eliminarla.
En el país se matan jueces, magistrados, procuradores, periodistas, hombres de Estado. Las balas alevosas de la descomposición colombiana siempre estarán apuntadas contra las personas rectas. Contra quienes pretenden reformar la sociedad. No importa, para el caso, que se trate de la mujer agraciada, llena de encantos físicos y espirituales, de simpatías y esperanzas. No interesa dejar destrozada su familia. Lo que cuenta es la venganza.
Los tres proyectiles que protagonizaron este drama horrendo repercutieron en todo el país. Conmovieron a la sociedad. Hirieron a la familia colombiana. En todas partes se dejó sentir la protesta cívica, el repudio dolorido. La rama judicial decretó duelo nacional. Hubo silenciosos desfiles callejeros, de brazos caídos y códigos cerrados. En las misas se oró por la víctima, con lágrimas solidarias, porque su muerte despertaba ternura. Se oró, con desconcierto, por Colombia, país desprotegido.
Pasados los días, el crimen entrará a los expedientes de la impunidad. La noticia poco a poco se ha desvanecido. Las pistas del sicario quedaron borradas. Era, de seguro, asesino a sueldo que sabía hacer el oficio. Por cualquier fajo de billetes, incluso de baja denominación, vendió su conciencia. ¿Acaso tienen conciencia estas bestias desalmadas? ¿Saben lo que significa el dolor humano? Herir, matar, destrozar los hogares, ultrajar a Colombia, he ahí su consigna. Ese es su contrato. Para eso les pagan.
En casa de sus padres, en la ciudad de Tunja, hogar con el que me unen profundos vínculos de paisanaje y afecto, yo había hablado con María Eugenia días antes de su muerte. Su dulce figura despertaba admiración. Jovial, inteligente, magnífica conversadora. Era una juventud llena de ilusiones. Le gustaban el deporte, la vida sana, el estudio. Todo era diáfano. Nada hacía presentir el final doloroso.
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Hoy, el hogar anonadado no entiende estas equivocaciones del destino. Colombia está postrada entre afrentas e indignidades. La sociedad continúa colocada contra el muro de la ignominia. Esta mancha de sangre femenina, con una hermosa jueza sacrificada en el momento más prometedor y más ilusorio de su existencia, pide rectificaciones. La sombra de María Eugenia se agiganta entre el estupor y la desesperanza. Es la sombra de una patria mutilada.
El Espectador, Bogotá, 4-III-1988.
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Misiva:
Tu precioso artículo nos ha dado vida y valor espiritual. Rubén Riaño Garrido (padre de María Eugenia), Tunja.