La puerta grande de la impunidad
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Todo lo contrario de lo que comúnmente se afirma, que Colombia es un país de leyes, es lo que ocurre en la práctica: la ley no se aplica. Tenemos muchas normas, muchos códigos que se reforman y se vuelven a reformar, muchas sentencias de las Cortes, grandes estudios y debates jurídicos, demasiados doctores y, sin embargo, estamos desprotegidos de una legislación seria, clara, operante. El dicho popular de que la ley en Colombia es para los de ruana, o sea, una ley clasista, que por eso mismo deja de ser sabia y justa, no puede ser más evidente.
Los grandes delincuentes nacionales, llámense Jaime Michelsen Uribe, Pablo Escobar, Jorge Luis Ochoa Vásquez o Abraham Gaitán Mahecha, todos pertenecientes a las altas esferas de las influencias y el dinero, quedan impunes. Para ellos no existe la ley. Su poder es superior a los códigos. La cárcel no se hizo para ellos. Si son detenidos, su ejército de abogados, siempre jurisconsultos de la mayor habilidad y expertos en transitar por este embrollo de normas jurídicas en que está convertido este país de leguleyos, los pondrán libres. La cárcel es para los de ruana, para el pueblo.
Y así, siempre con el socorro de los muy ilustres juristas que defienden a los criminales y la colaboración necesaria de quienes en los juzgados o en las cárceles son los encargados de hacer cumplir la ley —figura difusa y de apariencia solemne—, la impunidad campea a ojos vistas por este territorio que permite los mayores delitos contra el bien ciudadano.
«Mientras Ochoa esté en Colombia, estará libre», fue la drástica censura, desde Miami, de Ana Barnett, asistente del fiscal federal, a propósito de la liberación de quien es considerado uno de los mayores delincuentes del mundo.
El embajador colombiano ante el gobierno norteamericano, Víctor Mosquera Chaux, califica de desobligantes los términos con que la Casa Blanca protestó por la liviandad de la justicia colombiana. Esto es salirse por la tangente y tratar de contrarrestar, con el desgastado sistema de encontrar malos tratos hacia nuestro país, el repudio mundial por esta derrota de nuestra ley.
Cuando al clérigo Gaitán Mahecha le fue dictado auto de detención, ya se sabía que no iría a la cárcel. Se suponía, como ocurrió, que se evaporaría como por arte de magia o que más tarde le sería cambiada la privación de la libertad por una fianza económica. En Colombia casi todo se resuelve con dinero.
Y cuando un pez gordo, Jorge Luis Ochoa Vásquez, cayó en poder de las autoridades, todos juraban que se volaría de la cárcel o saldría, como salió, por la puerta grande de la impunidad. El poder del dinero corruptor es capaz, en este país de leyes, de comprar funcionarios, derrotar los códigos —esos que se reforman año por año y no sirven para nada— y abrir las cárceles más seguras.
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Ahora todos se lavan las manos. En este juicio de inculpaciones mutuas se gastará el tiempo necesario para que en poco tiempo el asunto haya sido olvidado. De las amenazas de severos juicios, las destituciones y las renuncias, no se pasará. Esta alharaca, tan tropical como inútil, terminará en lo de siempre: nada ha pasado.
Sigamos, por consiguiente, jugando al delito. Lancemos piedra contra los Estados Unidos —ese sí un país donde la ley es sagrada— para suavizar la ira nacional. Y señalemos al subalterno, y al subalterno de éste, como el infractor, como el único culpable, y de pronto mandémoslo a la cárcel, para reparar semejante afrenta contra nuestras pirámides jurídicas… ¡Qué vergüenza, señor Presidente!
El Espectador, Bogotá, 6-I-1988.