La leyenda de Lehder
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Cualquier día apareció en el aeropuerto El Edén, de la ciudad de Armenia, una lujosa avioneta que su propietario, un señor Lehder, deseaba obsequiar al gobernador del departamento. El aparato refulgía en la pista como un palacio encantado, al mismo tiempo temible y fascinante. Los quindianos no entendían la presencia de tan extraña aparición.
El murmullo municipal creció en un instante. Por todas partes se especulaba sobre el significado del insólito mensaje, y el nombre de Lehder —que costaba trabajo pronunciarlo en tierra de Jaramillos, de Boteros, de Arangos— se volvió sonoro de la noche a la mañana. Bien pronto se divulgó que el personaje había nacido 27 años atrás en Armenia, por accidente, y era hijo de un ingeniero alemán que había construido la vía férrea. Pero esto era historia del pasado y ya pocos sabían que el ingeniero residía aún en la ciudad, en un ambiente sencillo.
Su hijo, en cambio, irrumpía como un meteoro en mitad de la villa apacible. Quería que su nombre produjera estrépito para que nadie lo olvidara. El regalo millonario, que además era de contrabando, se constituía en camino propicio para el escándalo. Era una ofrenda con visos fantásticos que movía de sopetón la quietud de la comarca sin mayores sucesos. La noticia hacía pensar en un poderoso magnate que, generoso y filantrópico, regresaba a su pueblo cargado de fortuna y con deseos de hacer cosas grandes por la patria chica.
De ahí en adelante Carlos Lehder llenaría muchas páginas de la crónica municipal. Con semejante carta de presentación, todos los caminos se le abrieron. Fue tocando, una por una, las fibras más sensibles de la sociedad. Su dinero se mostró dadivoso para remediar penurias y construir fuentes de empleo.
Haciendo obras pías se ganó el corazón de mucha gente. Se oía hablar del auxilio que entregaba a la Iglesia o a la casa de beneficencia. Patrocinador de deportes, en poco tiempo tenía un ejército de jovenzuelos detrás de su figura magnética. Montó un gran mercado popular y a quienes mostraban el carné de su movimiento político les vendía las mercancías a precios irrisorios.
Algún periodista se atrevió a hablar del mafioso de la coca y de los dólares concupiscentes, pero en seguida calló: su gremio recibía un significativo aporte económico. Y los periodistas lo proclamaban benefactor ilustre. De ellos y de la ciudad. La Posada Alemana, paraíso turístico, resonaba en el país como un emblema quindiano.
Crecía vertiginosamente la imagen del hombre inesperado, especie de dios omnipotente que transformaba a pasos acelerados la vida regional. No era posible denigrar de él, aunque ya se conocía su carrera de capo internacional de estupefacientes, si su capital llegaba con tanta abundancia.
Cuando compró la hacienda más preciada del Quindío, que se creía invendible, hubo natural sorpresa. Anexarle luego los predios vecinos, siempre con el lenguaje definitivo de la plata avasalladora, ya era labor secundaria. Allí instaló su campo privado de aviación y estableció su imperio de orgías. Comenzó negociando tierras y terminó comprando conciencias. Unas y otras obtenían el precio exacto para hacer tambalear la moral.
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Así entró la corrupción en una sociedad honorable. Así se desviaron muchos jóvenes, de uno y otro sexo, que se fueron detrás de la vida fácil, de la vida turbulenta. La dolce vita atraía las juventudes ansiosas de dinero y aventuras y producía heridas incurables. Ciertos personajes locales, que se consideraban invulnerables, también se dejaron convencer por los halagos del capital. Este deslumbramiento colectivo ocasionó cataclismos.
Con la llegada de Lehder a Armenia, la ciudad no volvería a ser la misma. La historia se partió en dos: antes de Lehder y después de Lehder. Resulta doloroso que esto haya sucedido con una urbe sana, de tan noble y ejemplar trayectoria. Lehder pisa hoy los tribunales de la justicia norteamericana y vuelve a ser personaje tristemente célebre. En el Quindío se escuchan lamentaciones. La Posada Alemana, mientras tanto, saqueada y derruida, parece el símbolo de un imperio caído.
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Esto les pasa a las sociedades cuando se dejan anestesiar. Armenia ha reaccionado, pero ya las lesiones son delicadas. Es importante tomar el caso Lehder como motivo de reflexión moral. Recuérdese que todo comenzó con una Piper Navajo, la flamante avioneta ejecutiva que por poco acaba con la ciudad. Que dejó destrozados muchos hogares.
El Espectador, Bogotá, 12-X-1987.