La iglesia de mi pueblo
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Hoy mi pueblo merece una crónica. Me imagino a los directores del periódico exclamando: “¡Otra vez Soatá! ¿Y qué hecho especial ha sucedido allí para que se haya ganado el honor de una nota editorial?”. Pues Soatá, sufridos lectores, es hoy noticia. Puede que la noticia no sea fresca en mi pueblo, ya que ocurrió hace unos meses, pero lo es para esta columna y sus lectores. La vida de provincia camina lentamente y a eso se debe el encanto de los pueblos.
Dos episodios encadenados, el uno positivo y el otro negativo, sacaron a Soatá de su sopor. El lado bueno, la consagración de su templo en la categoría de concatedral, con bendiciones episcopales y alborozos justificados. Y el malo, el robo, días más tarde, de valiosas joyas de la parroquia avaluadas en sesenta millones. Suma nada despreciable incluso ahora que la plata vale poco (y con la que, imagínense ustedes, muchas penurias se remediarían). Pero como no se trata de plata sino de oro, y además de finos objetos religiosos de larga tradición, el suceso alborotó e indignó a la población.
Siempre que ocurre un asalto contra los bienes que guarda la Iglesia en sus templos y casas parroquiales, yo me hago la misma pregunta: ¿Por qué la institución de Cristo, que fue fundada sobre la pobreza, tiene tantos tesoros? Los santos no son más santos rodeándolos de lujos millonarios. La Virgen no necesita coronas de oro, ni piedras preciosas, ni inútiles destellos de esmeraldas y rubíes.
Ya es frecuente escuchar toda una serie de hurtos que se han desatado contra las alhajas de la Iglesia por todos los lugares del país. A la Virgen, de tanto engalanarla de joyas, ya no la dejan respirar. Los símbolos de la fe viven rutilantes de pedrerías y espejismos. Entre tanto, legiones de menesterosos mueren de hambre, con el bolsillo vacío.
Quienes han pasado por Soatá, la Ciudad del Dátil, recordarán la presencia, desde varios kilómetros, de la gigantesca cúpula que sostiene la imagen de la Inmaculada Concepción, patrona del pueblo. El efecto óptico es maravilloso: parece que la Virgen flotara en el aire y se solazara entre las nubes. El mármol negro, tan característico de Italia, le da realce a este recinto de piedad, espacioso y solemne, donde mis paisanos se encuentran a diario con su fe y ruegan por sus necesidades.
La remodelación y ampliación del templo fue ordenada en el siglo pasado, año de 1893, y su reconstrucción desde las bases se inició en 1916. Este proceso de edificación y embellecimiento de la casa de Dios ha durado, en la paciencia de los soatenses, una eternidad. Es la misma eternidad con que se trabaja en la carretera central del Norte. El pueblo ya se había acostumbrado a que su iglesia estuviera siempre en obra –y ahora extrañará las rifas y las recolectas y los bazares–, hasta que con la llegada del nuevo párroco se puso fin a un siglo de resignación.
Manos encallecidas, como las de Froilán López, José Anaí Gómez y Víctor Zambrano –los héroes ocultos de los pueblos–, intervinieron activamente en la fabricación de la cúpula, los altares y los mausoleos; ellos se han ganado una indulgencia. Los párrocos comprometidos en la reconstrucción, presbíteros Cayo Leonidas Peñuela, José María Quijano, José Ignacio Márquez, Guillermo González, Jorge Alberto Guatibonza, Víctor Hugo Fuentes, José Agustín Amaya y Augusto Pinilla Ruiz, el actual, todos pusieron su grano de arena para este empeño colosal que se sale un poco de la realidad de mi pueblo.
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Soatá, como se ve, se ganó la crónica. Cien años de expectativas y padecimientos, y al final su casa de oración concluida entre aleluyas y sorpresas. Con la mala suerte, porque en este mundo todo es ironía, de que los pillos, que no cierran el ojo ni dejan ocioso el cerebro, se levantaron con el botín. Queda una paciente y hermosa realización, pero también una enseñanza para aprender.
El Espectador, Bogotá, 5-X-1988.