Invasión de pornografía
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Cuando el sexo se vulgariza se vuelve pornografía. El sexo es una función natural; la pornografía, una aberración. Hay un abismo entre ambos conceptos. Es la distancia que va del acto normal a la desviación morbosa. La pornografía degrada y desnaturaliza, como conducta envilecedora, y es uno de los caminos más seguros hacia el vicio y el delito.
Al impulso de las mentes deformadas por las complacencias morbosas son muchos los crímenes que se cometen a diario. Casi podría afirmarse, incluso sin estadísticas (ya que es imposible cuantificar los estragos producidos por las mentes torcidas), que por lo menos el 90% de las violaciones de la ley, para no hablar de las desgracias familiares, obedecen a desvíos sexuales. El irregular comportamiento sexual perturba la personalidad y crea condiciones propicias para las actitudes delincuentes.
Bajo tales premisas habría que admitir que el nuestro es un país enfermo. Enfermo de pornografía, para situarnos en el marco exacto que persigue esta nota. Este morbo se exhibe y se nutre de las más variadas formas. Recorra usted las calles céntricas de cualquier ciudad del país y encontrará expuestas, aquí y allá, las más sensacionalistas incitaciones —invitaciones clamorosas— al comercio sexual.
Si en el centro de Bogotá se camina por la avenida 19, se encontrará todo un establecimiento de ventas pornográficas formado por numerosos escaparates –que cuentan con la bendición de las autoridades– donde se pregonan las más llamativas y repugnantes poses carnales y se muestran al desnudo –para emplear el término preciso– las mayores aberraciones.
El pudor se quedó en el pasado. Hoy el mundo moderno, activado por la falsa idea de la liberación sexual, se volvió vulgar. Hombres y mujeres compiten por las manifestaciones más extravagantes del machismo —y debe saberse que hoy las mujeres son más machistas que los nombres—. Dentro de los nuevos códigos el porno se apoderó de la época.
Los comerciantes del sexo, expertos en estimular los sentidos con la lluvia de revistas lascivas, libros, películas y videos, lo mismo que de ciertos periódicos con fotos atrevidas, son los mayores explotadores del público embrutecido. Como en el nuevo Código Penal no se contempla el porno como delito, esta mercancía fantasiosa es de libre comercio y ya hasta las llamadas salas X se han convertido en los sitios más corrientes y frecuentados.
En los hogares el cine rojo se maneja con la complicidad del betamax, otro aparatico de la época que no sólo se inventó para el solaz sino también para la perversión.
Hoy no es insólito que las quinceañeras aprendan en sus casas todas las maniobras de alcoba que divulgan los videos, los que se consumen como cualquier artículo casero. Si hay descuidos de los padres, como con frecuencia ocurre, hasta la muchachita de los diez años se embarcará en estas escenas escabrosas, primero con desconcierto y después con curiosidad.
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Las juventudes ya no tienen talanqueras para penetrar, desde los primeros años, en los predios prohibidos. El porno lo encuentran en todas partes: en los puestos de revistas, en los cines, en los periódicos, en las librerías, en el hogar. A la larga, de tanta sobresaturación llegará la apatía por el sexo. De la curiosidad se pasará a la frustración. Y la mente, así atrofiada, desquiciará la personalidad.
Como el hogar moderno no sabe transmitir un sano ambiente sexual, es preciso meditar, serenamente, en la deformación de los hijos a merced de esta ola callejera de obscenidades frenéticas. Muchos de los desequilibrios del carácter obedecen, sin duda, a la contaminación pornográfica.
El Espectador, Bogotá, 26-VIII-1987.