Gaitán, 40 años después
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
El abogado Tiberio Quintero Ospina ha publicado, con ocasión de los 40 años del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, un hondo estudio jurídico, con agradable sabor de crónica, acerca del dantesco 9 de abril que oscureció la vida democrática de la nación. El escritor del libro (publicado por la Editorial ABC), eminente penalista, exmagistrado y actual profesor universitario, profundiza en los móviles de la muerte del líder popular y concluye en que Juan Roa Sierra fue el único autor del asesinato.
Rechaza el penalista, frente a la abundante documentación del sumario, la idea que ha hecho carrera, aunque nunca ha podido comprobarse, sobre que Roa Sierra fue un criminal manipulado. En el expediente no aparece ninguna vinculación suya con personas u organizaciones para perpetrar el acto atroz, y en cambio queda analizada su personalidad esquizoide-paranoide, según concluyente análisis efectuado por los siquiatras del Instituto de Medicina Legal doctores Guillermo Uribe Cualla y Rafael Martínez.
Roa Sierra era un extraño individuo: solitario, insociable, reservado, tímido, obtuso, excitable… A Gaitán lo veía como un superhombre y sentía por él enorme simpatía. Nacido en el mismo barrio del líder, había tenido oportunidad de tratarlo, de verlo de cerca, lo que hacía más sólida su estimación.
Roa Sierra ambicionaba ser un prestigioso abogado como su ídolo. Fue a donde Gaitán en busca de apoyo para conseguir una beca. Proyecto nada fácil de coronar, ya que ni siquiera había concluido estudios de primaria. Pero como poseía delirios de grandeza y suponía que Santander o Jiménez de Quesada estaban reencarnados en él, se sintió frustrado con su héroe al no lograr la utópica aspiración de hacerse abogado por soplos milagrosos. Roa Sierra, que era rosacrucista, creía en adivinos y en poderes sobrenaturales.
Al fracasar en sus inconfesables sicopatías, llegó el resentimiento, ciego resentimiento hacia quien más admiraba. Esa pasión le envenenó el alma. Siendo un ser ser retraído y sensible, más destrozos sufría su personalidad. «Ese resentimiento –explica Quintero Ospina–, taladrando el cerebro de Roa Sierra día y noche, fue capaz de todo, hasta del asesinato de un ilustre repúblico».
Aceptada esta tesis, nos encontramos con un paranoico en quien hizo crisis, en un instante fatal, su agobiante frustración. Con mente enferma, incapaz del raciocinio, decide eliminar a quien en su concepto frenaba la realización de planes íntimamente acariciados por su desmedida ambición.
El sicópata devora solo sus oscuras maquinaciones. No permite que nadie las interfiera. Distorsiona la realidad y encuentra el mundo borroso y hostil. Su tragedia reside en el odio sin control que le inspira el mundo, sin razón para ello, aunque considera él que su causa es justa.
Cuando ese odio se concentra en una persona o en un grupo social o familiar, pueden producirse conflagraciones como la del 9 de abril.
La obra en comentario suscita serias reflexiones. Narrándonos el desarrollo del sonado homicidio nos sitúa en el escenario histórico y trágico de la patria en llamas y nos hace pensar en lo que puede significar el furor de cualquier loco solitario que en un momento dado puede acabar con un país o con el mundo entero.
No es una obra de ficción. A cambio de otra evidencia, que nunca se ha confirmado, cabe la de este sicópata irrefrenable que desvió, con un arma oxidada, el curso de la historia colombiana. El libro repasa, además, otros procesos famosos: la historia criminal del doctor Mata, el caso del doctor Russi y el secuestro del hijo de Lindbergh.
Todos episodios memorables que han permitido a encumbrados juristas y a legos del montón fabricar toda suerte de rumores y voluminosos tratados sobre la criminología. Estos capítulos de la humanidad, movidos por suspensos policíacos, sirven para poner a trabajar la mente y desentrañar de ellos la conducta humana, la cual suele ser insondable.
Tal es, me parece, el propósito de Tiberio Quintero Ospina al seguirle los rastros a estos protagonistas de la historia y el crimen.
El Espectador, Bogotá, 29-VII-1988.