El sino poético de Laura Victoria
Por: Gustavo Páez Escobar
(Prólogo de Itinerario del recuerdo)
A los 14 años escribe su primer poema. En el cielo de Soatá, el tranquilo pueblo que la vio nacer, enciende un lucero. Y andando el tiempo, irrumpe en el horizonte de Colombia la predestinada de los dioses que iba a escribir una de las poesías más bellas del sentimiento femenino. Su voz amorosa se escucha por todos los países de Latinoamérica, donde llena teatros y enardece multitudes. Laura Victoria, con su romántica inspiración sensual, había revolucionado la poesía colombiana.
Bien pronto su nombre asciende hacia la fama. Gloria tan temprana, que no es usual en el esquivo mundo de las letras, produce asombro. Entra, al lado de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sansores, en la constelación de las grandes líricas latinoamericanas. El maestro Guillermo Valencia es el primero en descubrir esta fulguración. Llegan luego las manifestaciones de destacados críticos del continente que se inclinan ante el milagro poético. En cálices impecables –dice Andrés Eloy Blanco– Laura Victoria nos ofrece un vino nuevo que, a pesar de serlo, tiene el gusto de las cosas eternas.
En 1933, con la salida de su primer libro, Llamas azules, se afianza su prestigio. Más tarde, en competencia con Eduardo Carranza, es la triunfadora de los Juegos Florales de 1937. Al año siguiente es publicado en Méjico su segundo libro, Cráter sellado. En 1960, tras 22 años de silencio, Montaner y Simón, de España, edita su tercera obra, Cuando florece el llanto. Su cuarto libro, camino de la imprenta, recibe el título de Crepúsculo, entrañable mensaje del recuerdo y la nostalgia, y en el que además reúne su poesía mística, trabajada en hondas horas de reflexión y silencio, lejos de las lisonjas mundanas.
Hoy cumple 48 años de vivir en Méjico. Sus libros no volvieron a circular en Colombia. Su nombre parece una estrella remota, aunque siempre rutilante. La poesía nunca muere. Se puede silenciar, pero alguien la hará brotar de las entrañas de la tierra y la colocará de nuevo en el cosmos, como la semilla inmortal de los dioses.
El sino poético de Laura Victoria, diáfano como aquel poema precoz de sus 14 años que deslumbra a sus compañeras de colegio, y perturbador en su vida conyugal, marcó su existencia. Cuando se nace poeta, nunca podrá renunciarse a ese destino. Ella mismo lo dice, refiriéndose a los poetas: Pasamos por la vida cual raudos huracanes / bebiendo en fino vaso sonrisas y lamentos…
En eso consiste la vocación del poeta. La poesía, un don extraño, se hace con desgarraduras del alma. La fama del poeta es su propio sacrificio. Sólo los elegidos del Parnaso siguen el camino del dolor para coronar la cumbre de la gloria.
La vida de Laura Victoria, tanto la humana como la poética, es un himno al amor. Sin amor no habría poesía. El amor también es suplicio. Es olvido y dolor. Ella lo dice en sus memorias, lo sublima en sus versos. Buscó el amor, con fe, con vehemencia, para poder escribir su mensaje. Lo cantó y lo hizo perenne. Luego encontró el amor místico. Su parábola está cumplida. Ese ha sido su destino: amar hasta la eternidad.
Bogotá, diciembre de 1988.