El infierno de la guerra
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Colombia vive en guerra desde hace mucho tiempo. Unas veces es la guerra de las armas y los combates en las montañas, otras la de los odios y las instigaciones. Al hombre le cuesta trabajo ser pacífico. No se acomoda con la quietud ni la moderación. Prefiere el arrebato y el estallido. Busca el conflicto y rechaza la concordia. El “amaos los unos a los otros” parece una sugerencia desarticulada en estos tiempos que predican todo lo contrario: “destruíos los unos a los otros».
El belicismo es tal vez el estado más connatural al hombre. Desde los propios orígenes de la humanidad ya los individuos estaban armados de ferocidad y se exterminaban con sevicia. La violencia es la pasión más profunda que se anida en la condición humana. Es más fácil odiar que amar, y denostar que perdonar, pues el amor supone grandeza de alma, y el hombre, para tener alma grande, debe primero purificarse. Lo cual cuesta trabajo en este mundo inundado de venenos.
Lo que estamos presenciando todos los días en nuestro país, ahora que la guerra ha arreciado, es, ni más ni menos, la radiografía de la fiera. No pasa día sin que los periódicos amanezcan con olor a muerto. Caen los soldados y caen los guerrilleros, y se asesina lo mismo a los desprevenidos campesinos que a los alertados habitantes de las ciudades.
Se acude, además, a los peores sistemas de tortura y degradación. A ocho campesinos, según noticia que tengo a la vista, los cogieron prisioneros y les anunciaron que los iban a matar por delatores. Les ataron las manos y los hicieron acostar en el suelo. Luego los remataron a machete. Uno de ellos pidió que lo hicieran a bala, y sobre él se desató la mayor crueldad, para que más sintiera la lenta agonía.
La guerra, aunque sea destructora, supone cierta piedad para el vencido. Pero en esta carnicería colombiana se goza con el dolor del enemigo, y mientras más profundo, más júbilo despierta. Difícil concebir mayor grado de salvajismo. No se trata de un enfrentamiento de hombres, que conlleva el arte de la astucia y la estrategia, sino de un combate entre lobos, cuyo instinto es el derrame voraz de la sangre.
El secreto de la guerra es triunfar sobre el débil y proclamar la fuerza del más poderoso. Pero la guerra hace concesiones y permite recuperaciones. En los campos colombianos, en cambio, se practica la brutalidad en el máximo grado de la insensibilidad.
¿Hasta dónde llegaremos en esta época sucia movida por rastreras pasiones? ¿Será capaz la fiera colombiana de seguir saciándose en estos ríos de sangre que ya saben a carroña? La guerra siempre será monstruosa. Sólo dejará ruindad moral. Es, incluso, una torpeza para los bandos enfrentados, que tendrán que pagar con muertos, con inválidos y miserias el furor del odio. Hoy, más que nunca, el hombre está vacío de Dios y de principios y por eso ocupa su tiempo en la destrucción.
William Sherman, que vivió como general la guerra civil norteamericana, hizo esta consideración: «La guerra, en el mejor de los casos, es barbarie. Solamente los que nunca han disparado un arma y que nunca han oído los alaridos y lo gemidos de los heridos, son los que piden a gritos sangre, más venganza y mayor desolación. La guerra es un infierno».
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Ese es el infierno colombiano que mantiene desolada la existencia. Nos ha correspondido una época de pavura y aniquilación. Son pocas las defensas y las esperanzas que quedan para derrotar ese monstruo negro que conocemos con el nombre de guerra. Pero aún es posible tomar conciencia de la derrota y reaccionar.
El Espectador, Bogotá, 13-V-1988.