Diciembre negro
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Ha pasado un año. Un año desde aquel diciembre negro de 1986 que puso un muerto grande para recordación de los tiempos futuros. Desde que las balas asesinas se enceguecieron en la noche del 17 de diciembre y sacrificaron una de las vidas más preciadas del periodismo colombiano, y por consiguiente del periodismo americano, muchas desgracias habrían de sobrevenir en nuestra patria.
Por más que la sevicia cobre con sangre inocente el acto de valor de quienes se oponen a la disolución de Colombia, habrá siempre conciencias rectas que no han de enmudecer ante la mordaza que pretende silenciar el imperio de la palabra.
El asesinato de don Guillermo Cano avivó la fe del periodismo en los valores imperecederos de la noble profesión. Tonto empeño el de intentar acallar con amenazas y muertes la voz de los hombres libres. Por cada periodista que sea asesinado brotarán nuevos gérmenes de valentía.
Las fuerzas subversivas buscan por el camino de la intimidación y la muerte crear desconcierto y apoderarse del mando del Estado. Varios periodistas ilustres han sido abatidos a lo largo del presente año. Líderes de la comunidad han pagado con su vida su vocación republicana. El suelo colombiano está manchado con sangre de policías y soldados, lo mismo que de indefensos campesinos y habitantes de las ciudades que caen, todos los días, dentro de esta masacre implacable que busca la desestabilización de las defensas ciudadanas.
Colombia sobrevive, sin embargo, pese a las arremetidas de las hordas criminales. Cuando parece que todas las esperanzas están a punto de sucumbir, surgen fuerzas inesperadas que impelen hacia nuevos horizontes. De este mar de muertos se levanta una luz de salvación. Y es ella la que ha alumbrado al país, a través de este año siniestro de 1987, y la que seguirá orientando el porvenir de los colombianos.
Llegamos al final del año en medio de graves calamidades. Pocos pueblos tan sufridos como el nuestro. Estamos al borde del abismo, y nunca como ahora existe tanta desesperanza. Se perdió por completo el respeto a la vida, a la honra, al bienestar económico. El Estado se muestra impotente para garantizar mínimas condiciones de seguridad y todos los días vemos cómo avanzan impunes los ejércitos de facinerosos que no se sacian en sus propósitos destructores.
Ojalá que aquel diciembre negro que por fuerza tenemos que recordar sirviera para incentivar la conciencia del país y de las autoridades en busca de mejores días. Ha llegado el límite de la degradación moral a que puede descender el país. El pueblo ha perdido sus reservas. La fe, que es lo último que se pierde, también está en naufragio. Poco es lo que resta para dejarnos manejar por la desesperación. Faltan medidas sociales que devuelvan un poco, por lo menos, de la fe disuelta.
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Pero existe un motivo poderoso para no resignarnos a las tinieblas. El sacrificio de don Guillermo Cano no puede ser inútil. Su sangre reclama rectificaciones. Habiendo sido el periodista más intrépido de su época, que nunca calló ni ante el peligro ni la maquinación, su ejemplo ha de servir para formar el frente que nos salve de la hecatombe. Sobre su tumba, en el primer aniversario de su sacrificio, depositamos rosas de esperanza.
El Espectador, Bogotá, 5-XII-1987.