Bogotá sin vías
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
No sabemos cuántos habitantes tiene Bogotá: 5 millones, según el censo, 6 millones, según rumores callejeros, más de seis millones, según la realidad. Esa realidad será siempre flotante, porque la ciudad aumenta todos los días de población. De toda Colombia convergen, en forma silenciosa y continua, núcleos humanos que atraídos por la aventura del progreso piensan encontrar aquí las oportunidades de subsistencia y empleo que no tienen en sus lugares de origen.
Nada tan engañoso. Esa ficción de la metrópoli que alcanza para todos es la que produce la tremenda congestión de seres y de angustias que hacen invisible el hábitat capitalino. A Bogotá se llega por todos los caminos y, después, por más dificultades que agobien la existencia, no se regresa. Para el provinciano, conquistar la capital es como subir a un potosí. Siempre, en la lejana provincia, se cree que esta ciudad fosforescente y magnética representa el porvenir.
Y no se calcula que ese porvenir puede ser tan negro como suelen ser negras las ilusiones desenfocadas. Cuando más tarde encuentra el peregrino que la ciudad le es adversa y que en ella no corren los ríos de prosperidad con que había soñado, ya pertenecerá al remolino social de los grandes centros, donde el hombre, cada vez más insignificante, lucha por una tabla de salvación en medio de borrascas devoradoras.
Bogotá crece a ritmo vertiginoso y desproporcionado. Los problemas urbanísticos —de vivienda, de calles, de servicios públicos— son apabullantes. La capital parece un hormiguero que ya no resiste tanta invasión. Y como el empleo no está a la vuelta de la esquina, ni afloran las oportunidades que se suponían, muchos provincianos, sometidos a la vagancia y a las eternas esperas, terminan engrosando los caminos de la delincuencia.
Circular por las calles bogotanas se ha convertido en un calvario. El tránsito es caótico. Las vías no alcanzan para la multitud alocada de todo tipo de vehículos —incluso de tracción animal— que se agitan como ruedas sueltas de un enredo fenomenal. Las grandes arterias, diseñadas para el transporte veloz, son las más atascadas porque hacia ellas corren todas las esperanzas. Mientras en la capital del Japón se construye un túnel de 50 kilómetros para descongestionar las calles, en Bogotá no tenemos siquiera un metro liviano.
La Avenida 19
Veamos un ejemplo típico del desbarajuste capitalino. La Avenida 19, vía clave del norte de la ciudad, se volvió traumática. El avance acelerado que han tenido los barrios vecinos a Unicentro ha creado otro caos vehicular. Por la 19 se desplaza la numerosa población de Cedritos, y como en alrededores están ubicados barrios vigorosos, se ha llegado a otro nudo que frena el desarrollo urbano.
Al ser declarada la 19 zona comercial, el sector se desbordó. Se valorizó a pasos agigantados, como lo analizaba José Salgar, y al mismo tiempo ha disminuido su sosiego. La Avenida 19, hace un par de modelo de ingeniería, ha reducido su eficacia. Le falta el aporte de otras vías para agilizar el tránsito. A toda hora permanece repleta de vehículos. Los semáforos son insuficientes. El terreno presenta desniveles y los baches se dejan avanzar.
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Hay una conclusión obvia: Bogotá crece sin orden ni previsión. Sectores dinámicos, como el que se comenta, pierden atractivos y se deterioran por carencia de una visión real sobre el progreso. La ciudad se mantiene con puertas abiertas a todo el país, y sin vías humanas. Las anuló el gigantismo.
El Espectador, Bogotá, 23-III-1988.