Bogotá, a la luz de una lámpara
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Los 450 años de Bogotá, cumplidos hace pocos meses, ya parecen un suceso remoto. Pasaron con la fugacidad de una luz de bengala o la brevedad de una copa de champaña. El acontecimiento fue más ceremonioso y emotivo que generador de progreso. Para el centro de la ciudad se ofrecieron algunas obras de transformación, pero éstas se vienen ejecutando con irritante parsimonia. Nada espectacular, nada revolucionario para la gran capital.
El recuerdo de la efemérides queda, en cambio, recogido en las páginas de bellísimas ediciones. Muchos libros luminosos, mucha prosa brillante, grandes textos sociológicos acrecieron la bibliografía de una de las capitales más destacadas de Latinoamérica, que se asoma con ímpetu al misterioso reto del siglo veintiuno. Los 450 años de Bogotá engrandecieron la literatura colombiana.
La revista Lámpara, tan vinculada al corazón de la patria, le rindió a la cosmópolis, en admirable edición de lujo, esplendoroso homenaje. Especialista en la perfección del grabado y la magnificencia de la policromía, los textos que reunió, de autores sobresalientes, hacen de este número un acervo de arte, de gracia y erudición.
Donosas plumas, como las de Belisario Betancur y Germán Arciniegas, recrean, con la magia de sus estilos amenos y descriptivos, la vida bogotana llena de peculiaridades, de anécdotas y evoluciones. La ciudad hosca que halló el montañero de Amagá en su primer contacto con la fría altiplanicie, más tarde se le volvió tierna hasta serle imprescindible. «Como en el viejo poema de Cavafis –dice el expresidente–, siempre llevaré esta ciudad puesta».
El general Álvaro Valencia Tovar pasa revista a los episodios bélicos que sacudieron la vida santafereña del siglo diecinueve y deduce que, a pesar de la dureza de aquellos conflictos, nunca Colombia se había visto tan azotada como en las graves contiendas que se presentaron, y siguen enconadas en nuestros días, a partir del 9 de abril de 1948.
José Salgar es otro testigo de excepción de este proceso histórico que salta de doce chozas levantadas de afán hasta la vertiginosa era electrónica que hoy nos asombra y nos confunde. Salgar, que ha visto tantas metamorfosis en su denso camino de hombre de la calle, va de la mano, en este inventario de la Bogotá que se fue, con Gonzalo Mallarino, otro cronista memorioso y cordial de su terruño, quien recordando los primeros automóviles capitalinos, montado en el carro de su vecino, nos pinta la transformación del tráfico motorizado.
El deporte, la expansión, el rigor atlético tienen en la crónica de Eduardo Arias Villa la resonancia que sale de los estadios y del aire libre y enmarca una ciudad de deportistas. Bogotá no se resigna a los espacios cerrados y todos los días agranda su territorio y fortalece sus pulmones.
El Carnero, obra vital para comprender la época de la Colonia y los episodios pasionales que en ella tuvieron ocurrencia, se examina con sentido crítico, encuadrándolo bajo los aleros de la vieja ciudad, por el escritor Rafael Humberto Moreno Durán. Con vena chispeante, propia de su genio guasón e ilustrado, Alfredo Iriarte nos ameniza la Bogotá cachaca entre añejas recordaciones.
Elisa Mújica se va por las antiguas librerías bogotanas, apegada a las curiosidades bibliográficas del siglo diecinueve, y nos recuerda, con ánimo nostálgico, que un día nos ganamos el título de Atenas suramericana. Por fortuna, el bogotano culto todavía no se ha extinguido. Y no podía faltar la óptica del visitante extranjero, Manuel Mora, representante de la agencia española Efe, quien se mete en el alma de la ciudad y revela sorprendentes apreciaciones. Es un viajero inquieto que sabe revolver las entrañas de la urbe acogedora.
¡Qué grato contemplar a Bogotá bajo la lumbre de esta Lámpara de cultura! Lámpara que se alimenta del petróleo nacionalista para iluminar el camino que nos abre el incierto siglo que ya tenemos encima.
El Espectador, Bogotá, 30-I-1989.