Guerrero de la paz
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
El país comenzó a tomar conciencia sobre la calidad del general Manuel Jaime Guerrero Paz desde su desempeño vigoroso como comandante en Cali de la Tercera Brigada, donde enfrentado a la beligerante subversión del M-19 dio muestras de sus capacidades como estratega de esta guerra que mantiene hace muchos años convulsionada la vida nacional. Le tocó entonces librar duras batallas por el restablecimiento del orden en una amplia zona del país, de las más afectadas por la ola de secuestros y muertes, y si sus actuaciones habrían de marcarlo ante los comandos sediciosos, también le harían ganar el reconocimiento de los colombianos de bien por sus valerosas y efectivas campañas en favor de la paz.
De allí pasó como segundo comandante del Ejército y más tarde fue designado jefe del Estado Mayor Conjunto, hasta llegar hace cuatro meses a la primera posición del escalafón castrense: la de comandante general de las Fuerzas Militares. Ha sido la suya una carrera vertiginosa, que viene desde su paso por diferentes cargos de la Escuela Superior de Guerra, ganada como premio a sus méritos profesionales en la milicia y en la rama docente y a sus condiciones de caballero a carta cabal.
Uniendo sus apellidos, puede decirse que se trata de un guerrero de la paz. Su formación, en efecto, lo sitúa en la legión de los hombres libres que entienden el sentido de la paz como un atributo del alma; y que rechazan, por lo mismo, la garra de la violencia como un atentado contra la soberanía del individuo.
Como es además intelectual y lector incansable —dueño de una biblioteca formidable que le envidiamos sus amigos, abundante en textos de historia, de sociología, de humanidades— comprende que la principal causa del hombre es la libertad, y que la violencia, que sólo genera odio y disolución, lo degrada como ser sociable que es por naturaleza.
Hay una faceta poco conocida en la personalidad de Guerrero Paz y es su profesión de sicopedagogo, que le ha permitido interpretar los fenómenos sociales del país y buscar, con las armas que le entregó la patria, pero sobre todo con su inteligencia muy bien estructurada, el imperio de la República.
No es de extrañar, entonces, que el Gobierno le otorgue ahora el tercer sol de general. Al conquistar la máxima presea militar, llega a la cumbre que se propuso hace 38 años, cuando se iniciaba como menudo cadete. Su carrera no ha terminado, ya que la patria espera aún mucho de su experiencia. Entra al generalato pleno con el respaldo de su trayectoria brillante y con el impulso de sus virtudes de hombre sencillo, amable, culto, amplio para el diálogo, alegre, optimista.
María Teresa, la esbelta y leal compañera de 25 años de vida conyugal, recibe también, para ella y los tres hijos del matrimonio, las glorias del guerrero. Ya se sabe que detrás de todo hombre importante hay una mujer inteligente, sin la cual no son fáciles los triunfos de la vida.
Descendiente de familia de militares, prolonga en uno de sus hijos, hoy teniente del Ejército, la tradición de varias generaciones. Pasto, su ciudad nativa, está orgullosa de este ejemplo de patriotismo y fortaleza moral que conjuga las bondades de su raza. Comenta él, con su habitual sentido del humor, que es un pastuso de Moniquirá, donde alguna vez vivió, y sobre todo por su afecto hacia la tierra de su esposa, la Boyacá de las gestas heroicas y los castos romanticismos.
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«La patria está grave», es frase suya que se le escucha con frecuencia cuando repasa, preocupado, el estado de orden público que se vive en el país. Con espíritu crítico analiza el fenómeno de la insurgencia y profundiza en las raíces sociales generadoras del clima de malestar público. Y como guerrero de la paz se duele de tanta descomposición y tanto atropello que atentan contra la tranquilidad de la nación, esta nación mutilada y sangrienta que es preciso redimir. Y lucha, con las armas del combatiente y las luces del intelectual, por devolvernos una patria grande.
El Espectador, Bogotá, 11-XII-1986.