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Trampa mortal

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Triste es decirlo, y peor recono­cerlo, pero Bogotá es, hoy por hoy, una ciudad inmanejable. El gigan­tismo aterrador a que ha llegado y que todos los días aumenta en des­mesura y crueldad es el producto del éxodo continuo que confluye por todos los caminos de la pa­tria, en busca de oportunidades, como si fuera fácil conseguir empleo y medios de progreso en esta urbe desarmada que ya no puede con sus necesidades. La miseria que se vive en el perímetro capitalino —miseria material y moral— es el gran reto que no han podido resolver las autoridades.

Bogotá, cada vez más grande y cada vez menos suficiente, se ha convertido en soberano rompe­cabezas para los políticos y en potro de tormento para los habitan­tes. Su crecimiento ha deshumanizado por completo su sistema de vida. En pocos sitios se vive con tanta angustia, con tanta estrechez y en medio de tantos pe­ligros como en nuestra ciudad capi­tal.

A la sombra de esta desproporción apabullante pululan los vicios, las corrupciones, los atentados perma­nentes contra la vida y la honra de los ciudadanos. En cada cuadra acecha un enemigo, agazapado bajo el mote de raponero, de drogadicto o de­pravado social, y en cada calle o avenida, bajo la locura del vértigo y la insensatez, nos enfrentamos a la guerra absurda del tráfico en­demoniado.

Vías congestionadas, indisciplina de los conductores, semáforos da­ñados o mal distribuidos, policías de tránsito indiferentes o ineficaces, mala utilización de las avenidas y los sitios estratégicos, he ahí el cuadro cotidiano de la gran ciudad que ya no cabe en su territorio y amenaza reventarse en medio de su caos pa­voroso.

En pleno centro, donde mayor vigilancia debe existir, las pandillas de raponeros hacen de las suyas, a la vista de todos. En los se­máforos se apoderan, revólver en mano, del vehículo que detuvo la marcha. A las damas les arrebatan sus joyas en un segundo, y en el mismo término los hombres pierden la billetera o el reloj.

Una casa se desvalija lo mismo de noche que de día, porque para cada hora existe la técnica precisa. Niñas violadas, jó­venes asaltados por homosexuales en lugares reconocidos, damas irres­petadas… tales los exabruptos de esta sociedad de antisociales a quienes la justicia no logra reprimir. La ley del cuchillo, el eco del arma de fuego, el menosprecio por la vida se han apoderado de las calles bogotanas. El crimen refinado campea al amparo de la impunidad.

Decir la verdad escueta no es irrespeto: es colaboración. Y no es que Bogotá no nos duela. Por quererla, la deseamos más ordenada, más segura, más amable, menos colosal. A cambio de su gigantismo arrollador nos gus­taría la urbe acompasada, dinámica y elemental, que le devuelva la dig­nidad a la vida. Quisiéramos la ciudad sin tanto progreso y con mayor humanidad; con menos fa­chada y más civismo; sin tanto polí­tico y con mayor conciencia pública.

La quisiéramos sin rateros, sin limosneros, sin malos olores, sin despotismo, sin choferes neurasté­nicos, sin funcionarios públicos avinagrados, sin angustias ni ta­quicardias; y, por el contrario, con gente amable, con empleados ser­viciales, con choferes sonrientes, con alcaldes ejecutivos…

Civilizar a Bogotá… ¿será una utopía? Devolverle los códigos de Carreño… ¿será un despropósito? No es posible seguir viviendo bajo el mando del terror y la descortesía. Es menester ponerle orden a este en­gendro de la civilización que cono­cemos como la capital de Colombia. Hay que adecuarla al rigor de los nuevos tiempos. Hay que buscarle dignatarios probos y progresistas. Hay que combatir la holgazanería del empleado público. Hay que cortar el vicio. ¡Hay que buscar remedios so­ciales!

Puede que el comentario parezca brusco. Pero es franco y real. No es, jamás, mala prensa. Preferible sería que el extranjero no comenzara perdiendo su billetera en El Dorado, y luego la maleta frente a la puerta del hotel. Te queremos, Bogotá, pero te queremos sin lacras, sin sofocos, sin bajezas… ¡con porte de soberana!

El Espectador, Bogotá, 9-II-1986.

 

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