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La ley del terror

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En Bogotá se denuncian diaria­mente alrededor de 30 saqueos de residencias, 15 robos de vehículos y 20 raponazos. Estos índices, por sí solos, muestran que estamos en una de las ciudades más peligrosas del mundo. El problema se vuelve mucho más dramático con los robos de negocios, las muertes violentas, los heridos, las violaciones de menores y toda suerte de tropelías que se cometen en la oscuridad y a la luz del día.

A tal grado ha llegado la falta de confianza en las autoridades que a la gente no le gusta denunciar los de­litos. Se teme a las trabas de la justicia, con lo que significa el espinoso camino de las pruebas y los careos, pero sobre todo existe el convencimiento general de que la ley es ino­perante. Los malhechores hacen de las suyas en esta apabullante metrópoli que se salió, hace mucho tiempo, del control policial. La Policía, con todo y sus progresos, carece de medios sufi­cientes de represión. Por eso, la criminalidad vive campante. Lo que se dice sobre Bogotá es extensivo a la mayoría de las otras ciudades co­lombianas y todo esto representa un general estado de inseguridad na­cional.

Esta racha de desgracias públicas, que cada vez se agrava más, ha to­cado tales extremos, que los habi­tantes capitalinos caminamos con la muerte a cuestas y no estamos pro­tegidos ni bajo las fortalezas —¡triste y deprimente espectáculo!— en que hemos convertido nuestras casas de habitación. Hoy Bogotá es una ciu­dad enclaustrada, atrincherada, irrespirable, donde la vida parece movida por estertores. Por las calles permanecemos bajo la amenaza de las armas de fuego, los cuchillos y las navajas, y en el hogar bajo el asedio de las bandas organizadas que a cualquier momento irrumpirán cual hordas diabólicas.

Ya ni los sitios de mayor concu­rrencia se libran de estas asonadas, como acaba de ocurrirles a los asis­tentes a una conocida discoteca que, atemorizados por revólveres y me­tralletas, tuvieron que entregar sus pertenencias y luego contemplar, atónitos, la fuga de los piratas sin ningún policía o carro policial que contrarrestara la acción.

Es impresionante el robo de ve­hículos. En los semáforos, en los parqueaderos, frente a los super­mercados y en las propias puertas de la vivienda estamos expuestos a la em­bestida de los jaladores de carros. Si se opone resistencia, la muerte es segura. Y si se logra re­cuperar el vehículo, éste será entregado a medias, luego de extenuantes diligencias, saqueado por los propios empleados judiciales. Lo que no queda en manos de los rateros se pierde en poder de los encargados de aplicar justicia.

Esta Chicago suramericana, campeona del raterismo criollo, es, hoy por hoy, una universidad refi­nada de la peor delincuencia. Los extranjeros le tienen pavor a la lle­gada a Bogotá por conocer de an­temano los peligros que ellos mismos, al regreso, se encargarán de certi­ficar. Es la imagen que por desgracia, y en forma alguna gratuita, se difunde por los cuatro vientos del turismo internacional. Antes que lamentarnos de mala prensa debe­mos tomar conciencia de las pro­porciones del problema y rectificar nuestra propia disolución moral.

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¿Qué va a hacer el próximo Go­bierno para reprimir esta ola de gangsterismo? ¿Cómo va a responder a las angustias de una población que se siente a todo momento en el filo de la navaja? El problema es más serio de lo que a simple vista parece. Y no se exterminará con más carros y policías y ni siquiera con penas más severas. Las raíces son sociales y es hacia ellas a donde deben mirar los gobiernos.

Primero hay que mejorar las condiciones económicas del pueblo. No se puede aspirar a la solución del delito si por las calles de las ciudades hay hambre y miseria. No puede haber paz social con estómagos va­cíos, ni unidad hogareña con padres desempleados e hijos holgazanes.

Mientras las distancias entre ricos y pobres sean tan protuberantes —los unos derrochando riquezas y los otros durmiendo bajo cartones en las calles bogotanas—, habrá violencia. Si se ataca este foco aparecerán las verdaderas soluciones. Que vengan después el ejercicio de una justicia severa y la aplicación de los medios modernos de vigilancia callejera. No olvidemos que la calentura no está en las sábanas.

El Espectador, Bogotá, 15-V-1986.

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