El Divino
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Muchos habitantes de Ricaurte, pueblo silencioso situado al noroccidente del Valle, estarán atemorizados buscando su identificación con personajes de la reciente novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal. Característica común en la narrativa de este escritor es la de presentar al vivo personajes locales, convirtiéndolos en prototipos de la condición humana. Pero en esta ocasión, según parece, el trazo de sus criaturas es universal y no ha escogido víctimas personales para desenmascarar a la sociedad.
En El Divino, como él mismo lo dice, estamos todos representados y allí nadie es nadie: todos son todos. Pero el novelista no siempre traslada a sus libros personas enteras sino fraccionadas y por eso en un protagonista pueden coexistir varios tipos de la vida real. Es posible, por ejemplo, que en Ebelina Borja, la del biorritmo, que él pone, con una máquina calculadora y el respaldo de conocimientos de astrología, a escrutar el carácter de los vecinos, esté algún amigo suyo practicante de intuiciones y manías adivinatorias. El novelista es la suma de diversas experiencias vividas y observadas.
No busca en su nueva novela fustigar a sus enemigos y a los caciques regionales, como ha sucedido en otros de sus libros, sino que se vale de las costumbres religiosas de un pueblo —de cualquier pueblo— para enjuiciar la hipocresía, con todo lo que ésta significa: exceso de poder, murmuración, chisme, envidia, arrogancia económica, fanatismo religioso…
Alrededor del cuadro del Ecce Homo, conocido como El Divino, desfila una sociedad de bobos, de mujerzuelas, de homosexuales, de narcisos con plata y poder, que pecan entre jaculatorias y golpes de pecho, pegados a la efigie divina y conturbados con el sonido implacable del ventarrón que azota la vida del pueblo.
Es un ventarrón que se siente a lo largo de todas las páginas del libro y que simboliza el eco de la conciencia pública intranquila por los pecados parroquiales. En esta mezcla de beaterías y concupiscencias se vive el infierno grande de los pueblos chicos. Ricaurte se toma como pretexto para denunciar las gazmoñerías y los vicios públicos de todas las comunidades.
El novelista, como ha ocurrido con sus libros anteriores, se va contra los excesos religiosos, las falsedades sociales, los ídolos municipales, y pone al descubierto las taras de familia y los estigmas de santidades dañinas.
Gustavo Álvarez Gardeazábal, una de las grandes figuras de la literatura latinoamericana, es el iconoclasta perfecto que sin miedo a la sociedad y utilizando un estilo agresivo y franco destapa las ollas podridas de la vida contemporánea. Autor de narrativa de violencia, es también el desenfadado relator de costumbres y vehemente censor de los poderosos. Su obra mantiene unidad de acción y propósito, y a través de sus bobos (en este libro son 39 y él se solaza contándolos), sus homosexuales, sus prostitutas, sus divinos y un conjunto heterogéneo de pintorescos títeres locales —o sea, la humanidad entera—, describe la comedia humana.
El Divino es novela de símbolos más que de personas. Alguna señora despistada, tal vez demasiado recogida en sus plegarias al Ecce Homo, dijo en carta a un periódico que se trataba de una herejía. La pobre señora no vio nada más y habría que compadecerla.
Libro de metáforas, de pasiones y aberraciones, donde los hilos del humor sutil logran el milagro —y estamos en tierra de milagros— de hacer de lo pornográfico un poético cuadro de miserias humanas.
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El autor, que por algo ha vivido la vida, es permanente crítico social que no permanece ocioso. En lenguaje directo, crudo en muchos pasajes, descriptivo y auténtico (los diálogos así lo confirman), suscita con sus libros encendidas polémicas pero también gana entusiastas lectores.
Por sus irreverencias y sus franquezas ya tiene conquistado su trono en la literatura colombiana. Su obra es cada vez más madura. Y se halla, sin duda, a poca distancia de producir su libro cumbre.
El Espectador, Bogotá, 21-IV-1986.