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El destierro de Hipócrates

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Es obligación primordial del Es­tado velar por la salud pública. No puede aspirarse a que haya progreso social si el campo de la salubridad se descuida. El individuo no se desa­rrolla física ni espiritualmente si no tiene el cuerpo sano. Schopenhauer dice: «Es cierto que nada contribuye menos a la felicidad que la riqueza y que nada contribuye más que la salud”.

La preocupación oficial debe estar dirigida no sólo a prevenir las epi­demias sino a fortalecer la infraes­tructura hospitalaria y hacer acce­sibles los recursos de la ciencia a los más necesitados. En Colombia está prohibido enfermarse. Se considera un lujo utilizar la clínica particular, por sus costos exorbitantes, y un milagro ser recibido en el hospital público. Las clínicas del Seguro So­cial y de las cajas de previsión, presas del gigantismo inoperante, viven en tremenda confusión.

Los hospitales per­manecen en crisis económica. En provincia, sobre todo, se han con­vertido en fortín de burócratas. El derroche de drogas, el maltrato de equipos, la malversación de fondos, el desgreño administrativo, los nego­ciados y los peculados mantienen en bancarrota la red hospitalaria nacional. En uno de ellos descubrió Héctor Ocampo Marín (revista Arco, febrero de 1986) que la mejor parte de los novillos que se sacrificaban para alimentar a los enfermos iba a parar a los domicilios de la junta y de algunos médicos.

La caridad pública representa uno de los cuadros más deprimentes en las salas de espera de los hospitales. El enfermo, que llega por lo general en calamitoso estado, es mirado más como estorbo que como persona. A cambio del dinero que no puede aportar, sus familiares deben contribuir con cuotas de sangre; y si ésta no fluye rápido, es posible que el paciente se empeore.

Si acudimos a las clínicas particu­lares, donde las tarifas marcan duro a cambio de mayores comodidades, descubriremos una realidad igual­mente deplorable de la medicina deshumanizada. Todo aquí vale un ojo de la cara, al igual que en los ho­teles clasificados por estrellas. Pero estos son una industria para vender placeres, y las clínicas, en cambio, explotan la vanidad y el dolor del hombre.

En conocida clínica bogotana se había apartado con suficiente anti­cipación una pieza de $8.000 diarios, pero en el momento de internar al paciente, ya con el médico pro­gramado, las piezas de $8.000 se habían agotado y por tanto había que subir la tarifa, de $12.000 en adelante. Truco éste que, según se comenta, es común en dicha clínica y produce resultados financieros.

La medicina social en Colombia no existe. El juramento de Hipócrates se quedó en el pasado. La meta de la época es el dinero. El sentido de negocio desplaza los postulados éti­cos. Por eso, la medicina se volvió elitista. Las clínicas particulares son para los ricos. Enfermedad sin bol­sillo abundante es incurable.

Pero quedan aún médicos humanitarios, conscientes de su responsabilidad social, para quienes el hombre está por encima del apetito mercantilista. Ellos son la excepción honrosa que hace de la medicina un sacerdocio, quitándole el sentido de lucro desmedido. Y son los que claman por el regreso de Hipócrates.

Al médico descalzo, que el pueblo chino encuentra sin dificultades, le bastan siete docenas de productos farmacéuticos para curar o mitigar el 95% de las dolencias que atiende.

El Espectador, Bogotá, 5-VI-1986.

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