Bogotá en marcha
Salpicón
Por: Gustavo Páez Escobar
Me sorprendió la rapidez con que la Empresa de Energía Eléctrica, bajo la gerencia del doctor Álvaro Pachón Muñoz y la subgerencia del doctor Arnulfo Garcés Vivas, solucionó, como consecuencia de una solicitud que acababa de formularle, una falla de la luz en el barrio donde resido.
Acostumbrados los habitantes de Bogotá a la desidia y la descortesía con que nos tratan principalmente las entidades del sector público, cuyos funcionarios —no todos, claro está— se hallan en mora de aprender los códigos de Carreño y las reglas de la eficiencia, la respuesta que acabo de narrar resulta casi insólita. Y por ello mismo ponderable.
En mi reciente nota Una trampa mortal comentaba los grandes defectos de nuestra desencuadernada metrópoli y atribuía a su gigantismo, inseguridad, turbulencia y deshumanización la causa de tantos desajustes. El caos de las calles, el mal genio, las carreras, el atropello… se traducen en incompetencia generalizada y en estilo de vida agresivo.
No todo es desfavorable. Existen procederes aislados como el traído a cuento y todavía se encuentran personas e instituciones con espíritu de servicio. Las buenas maneras no han desaparecido de todos los despachos públicos (y en los privados son norma fundamental de progreso), como tampoco la indolencia y el despotismo son consecuencia del frío bogotano. Hay voluntades decididas a levantar el ánimo ciudadano y luchan por inculcar conciencia del servicio público.
Bogotá, a pesar de su confusión y de los factores negativos que la frenan, no se dejará ganar la partida. Sus líderes, tanto del sector público como del privado —y que los hay, los hay— viven empeñados en romper los cuellos de botella que deforman la vida civilizada.
Ahora se observa, gracias a la campaña de El Espectador y Caracol, un empuje vigoroso para recuperar los 35 kilómetros de la carrera séptima, la vía más importante y más afectiva de la capital. Que deberá volver a llamarse la Calle Real, acaso para sentirnos, por arte de la ficción, en la vieja Santafé donde la vida era plácida y la gente amable.
A medida que pasan las brigadas del progreso se ven resurgir andenes, sardineles, postes del alumbrado, calles pavimentadas, fachadas enlucidas, y desaparecen los huecos, las alcantarillas abiertas, las construcciones en ruinas, las basuras, la oscuridad, el abandono… Da la sensación de que el agua y el jabón, mezclados de fragancias, le están cambiando el rostro a la capital.
Después vendrán las fuentes, los árboles y las flores para hacer de Bogotá el jardín que todos deseamos. Y como el buen ejemplo es contagioso, ya se manifiestan otras iniciativas en los barrios.
Es evidente el ánimo de transformación y defensa. En estos días se han intensificado las batidas callejeras y se han puesto a buen recaudo a cabecillas reconocidos del hampa. La Policía, apoyada en sus modernos equipos y sistemas de represión, es cada vez más ágil y efectiva para contrarrestar la delincuencia. Los ciudadanos, movidos por una campaña cívica, están denunciando la falta de alumbrado en los barrios, y a través de las columnas especializadas de los periódicos —verdaderos buzones de quejas y reclamos— colaboran con las autoridades para vigilar los servicios comunitarios y rechazar los desvíos gubernamentales.
Mantener una ciudad de las dimensiones de Bogotá es tarea colosal. Los teléfonos, que se dañan; el agua, que no llega; los semáforos, que se enloquecen; el pavimento, que se deteriora; los bombillos públicos, que se apagan o son destruidos; los buses, que atropellan por fuera y por dentro; los taxistas, que abusan; los funcionarios, que no funcionan… he ahí el cuadro clínico de este monstruoso rompecabezas metropolitano.
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Bogotá, que alguna vez fue solo de los bogotanos, hoy es de todos los colombianos. Es la ciudad más cosmopolita del país. Por eso vive atestada de gente, de enredos, de toxinas, de miseria, de problemas. Ayudémosla. Su historia y sus glorias son inmensas. No la dejemos ahogar. O nos ahogamos todos.
El Espectador, Bogotá, 15-III-1986.