Radiografía de un pito
Por: Gustavo Páez Escobar
Hablábamos en días pasados del ruido como el mayor enemigo del hombre en esta época desaliñada cuyas características más notorias son la velocidad y el frenesí de las multitudes. El alboroto capitalino, de tan sonoras repercusiones y desastrosos efectos en el oído y en la conciencia, está acabando con los nervios de toda una generación que no ha aprendido a disfrutar la vida con reposo.
En esta caldera infernal que es la gran capital —tan querida pero tan estrepitosa y deshumanizada—, donde toda clase de sonidos, de estridencias y algarabías se multiplican en el ambiente como una onda explosiva, la primera defensa del ciudadano es proteger su sensibilidad contra el asedio de la locura.
¿Qué hacen las autoridades por alejarnos de este mal? ¡Nada! ¿Dónde están las campañas cívicas, y las motivaciones por radio y televisión, y los anuncios en los periódicos? ¿Dónde está el policía de tránsito, por decir lo menos, que en lugar de envenenar la atmósfera con sus pitazos huracanados les aconseje a los conductores el uso moderado de las bocinas? Bogotá, y con ella las ciudades todas del país, necesita volver a la urbanidad de la calle. Tal vez el mayor código que debiera imprimirse en la conciencia pública es el del comportamiento callejero.
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Pero nadie hace nada, por impotencia o por temor a quedar en ridículo.
Si profundizamos en lo que es un pito, en esta sociedad que se acostumbró a abrirse campo a codazos y con denuestos, tenemos que admitir que es el mayor causante de la neurosis colectiva. Es un elemento de la impaciencia, de la insatisfacción y el desespero. Bogotá, ciudad histérica, tendrá algún día que reflexionar sobre sus excesos y buscar, antes que urbanistas colosales, reglas contra la intemperancia.
Sus autoridades son inferiores al gran reto de la desmesura, acaso porque no se han preocupado por infundir en los habitantes pautas elementales de consideración por la vida ajena. Y es, sin duda, la capital del pito. O sea, la capital del absurdo, donde la gente se mueve más por arrebatos que por instintos lógicos.
Si usted, sufrido ciudadano, desea en adelante hallar una asociación de la neurosis, no es sino que examine los rostros de los conductores de vehículos y verá el signo del desasosiego. Y en otros, el de la violencia. Parece que el chofer de la gran ciudad es un ser amargado, impulsivo y rabioso. Camina siempre de afán, no le da el paso a nadie y no permite un instante de tregua ante el semáforo que todavía no ha cambiado, ni ante el vehículo delantero que no apura la marcha.
Con la mano nerviosa, crispada, acciona el pito a todo momento, casi en forma inconsciente, con cierto deleite morboso, como si así descargara la tensión de su alma alborotada. Pita, pita hasta la desesperación, para imponer su efímera autoridad en medio del bullicio lacerante de otro sinnúmero de pitos que, al unísono, pretenden ser superiores en impulsos neuróticos.
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En las entrañas del pito se esconde el símbolo de una sociedad desubicada. Es asunto para sicólogos y siquiatras. Su eco, eco perturbador y dramático, es el mayor grito de la incivilización y el signo inequívoco de la conciencia social en desequilibrio.
Si la gente no pita –o sea, brama, se enfurece y se desespera– es posible que se consuma en su propio veneno. Los siquiatras, para aminorar las tensiones, recomiendan los desahogos… Es una comunidad que bota sus sustancias tóxicas al mundo externo, y quienes reciben la onda contaminada, que deben protegerse, hacen lo mismo. Entre todos, en pequeñas o grandes dosis, intoxicamos el ambiente y nos envenenamos, sin darnos cuenta cabal, en medio de la inmensa metrópoli de los ímpetus y las desproporciones. Ímpetus y desproporciones que no sólo son físicos, sino sobre todo anímicos. Dañinos para la personalidad.
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¿Algún día harán algo nuestros gobernantes por suavizar el estrépito de los vehículos? ¿Algún día nos recomendarán que no pitemos tanto para no destrozarnos por dentro? ¿Tendrán el valor civil de enfrentarse al poder de un pito y ganarle la partida? El herido, señor Alcalde, señores alcaldes del país entero, sufre de neurosis aguda y no sanará hasta graduarle la intensidad al alma enferma del pito.
Este pequeño artefacto, oculto en las intimidades del motor y en los recovecos del alma, representa, quiérase o no, el desacomodo social de esta época de histerias y protestas incontenibles. Es el eco atormentado de la conciencia herida.
El Espectador, Bogotá, 27-IV-1984.