La noche del Hilton
Humor a la quindiana
Por: Gustavo Páez Escobar
El gran jefe colorado contempla, desde el piso 40, la majestad de una noche tranquila. También su espíritu está sereno, porque el triunfo es seguro. Sus huestes se pasean jubilosas, listas para el batir de palmas. Sólo sus más íntimos consiguen llegar hasta la suite presidencial, desde donde el gran jefe colorado, con su solemne porte inglés y el burbujeante vaso de whisky en su diestra poderosa, mira pequeña la ciudad que se riega a sus pies entre lejanas luces titilantes. El recinto está contagiado de grandeza y monarquía.
En los congeladores del hotel hay 300 botellas de champaña haciendo cola para el brindis de la victoria. Está próximo el parte de la alegría. Será un suceso arrollador, digno de los césares. Julio César, en Palacio, encabezará la marcha consagratoria.
Eastman, su ministro consentido, futuro presidente, acaricia entre libaciones aceleradas su destino privilegiado. El pueblo, ese populacho frenético que en las plazas públicas salió al encuentro del Patriarca, y que lo vitoreó y lo halagó y lo ensalzo, será una sola garganta en el momento de la apoteosis.
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El Patriarca se imagina desgarrada la garganta del pobre gallo plebeyo bajo la espuela inclemente de su bizarro ejemplar, el gallo colorado, que empleó como símbolo de su campaña para doblegar al enemigo. Ríe con satisfacción y lanza una bocanada de finísima picadura. En ese momento el gallito plebeyo, el de las “minorías violentas», desplumado y con lánguida mirada azulosa, se sacude y canta por primera vez.
Acaba de entrar al recinto el súbdito mayor, Alberto el tolimense, con cajas destempladas. Trae malas pulgas. El contrincante lleva 100 mil votos de ventaja. En la sala de comunicaciones, 30 telefonistas reciben datos adversos de todo el país. El gran jefe colorado se encierra a solas con Alberto y entre los dos repasan el estado de sus regimientos. La provincia está fallando.
«¿Qué pasó con la Costa?», pregunta intranquilo el Patriarca. Hay un rictus de contrariedad en el semblante antes impasible. En rápida sucesión desfilan los rostros del estado mayor y en ellos flota cierto aire indiferente, como si la derrota, que comienza a presentirse, no fuera de ellos. Se ven ahora muy posesionados de sus corrales. La plata para la compra de votos sólo alcanzó para las curules que ya aseguraron.
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Augusto se muerde nervioso la manga de su elegante gabardina. “Otra vez me apunto mal», piensa en sus intimidades. Se acuerda de la columna que perdió en el periódico de la resistencia y sobre todo del piso de credibilidad que había conquistado ante el país. «¡Ay juelita!», exclaman en Santander. Lo acompaña Abdón.
Prieto ve derrumbarse su segunda alcaldía bogotana y se duele de la Tribuna de Opinión de El Espectador, que se le desmoronó. La Cacica, que proclamó muchas veces, hasta la terquedad, el imperio de su ídolo, no sabe cómo encabezar su próxima columna.
D’Artagnan, tan punzante y despreciativo, promete ser más cuerdo. El profesor Panesso, que defendió la «legitimidad» y no escuchó el clamor popular, piensa que también los sabios se equivocan. El Doctor Rayo queda estupefacto, eléctrico. Darío, que suponía que la pedantería era de los demás, siente una mosca zumbona, la de millones de sufridos televidentes, que se llevan su bolígrafo arrogante. Hasta Soto lo compadece, pero luego se acuerda de que él también es de la misma procesión.
«A muchos personajes los mata la soberbia», piensa el gallo azul, y le asesta un fuerte picotazo a su empenachado contendor. El gallo canta por segunda vez. Klim se frota las manos. El Coctelero, a quien esto no le hace gracia, se toma su ecuanil con miel de abejas. El Patriarca sigue intranquilo. Ya la diferencia ha subido a 300 mil.
Se acuerda del fuerte elector, el de los puentes y las maquinarias, y del poderoso vallenato, el de los buses y los bonos de la paz, y se desencanta. La caída en Bogotá es estruendosa, y en la Costa se escondieron los clientes.
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Ernestico está hecho un guiñapo. Parece una coladera. Perdió la curul y ya no sirve para coordinador. Don Roberto el emérito, que pulió bellas frases que apoyaban una causa perdida, ve esfumarse su último sueño. Lo consuela Hersán, su fiel discípulo, más hábil que él para los timonazos sorpresivos. A los dos, Klim les sonríe con infinita bondad.
El Patriarca se siente traicionado y por primera vez mide la real dimensión del drama. Sus aduladores han huido. Mañana lo negarán. Los periodistas corren al cuartel vecino, en el que está la noticia. ¡La gran desbandada, la hora de tinieblas! El olor de la guayaba penetra con presagios de desastre. Todo el mundo lo abandona. El famoso escritor que la víspera le ofreció un inesperado voto de sensación, a la hora de la verdad se quedó del tren. Abelardo, antes tan categórico, está mustio y ensimismado. Da un bastonazo contra la historia ingrata.
Es en estos instantes de soledad cuando el Patriarca se encuentra con un país enjuiciador, deseoso de cambio. Es un país sin los súbditos que él pensaba, cansado del ruido de maquinarias y el alboroto de la corrupción. La conciencia colectiva se ha rebelado. Rechaza el continuismo, condena los negociados, pide justicia social. ¡Paz, paz, paz nacional, no sectaria! Y es entonces cuando el gallo canta por tercera vez, con eco sonoro y victorioso.
A sus pies cae fulminado el gallo burgués, bañado en glóbulos rojos. Alfonso el Cofrade, que no tragaba entero, el más noble y el más sentimental, prorrumpe en llanto. El grupo se contagia de ambiente fúnebre. Hay sollozos en el país entero. La noche se pone más negra, y el Patriarca, descendiendo de su torre de marfil, se pierde entre las luces titilantes de la ciudad adormecida.
El Espectador, Bogotá, 16-VI-1982.
Periódico El Editorial de Caldas, Manizales, 24-VI-1982.