El tinto puede esperar
Por. Gustavo Páez Escobar
Una de las frases mejor acuñadas por la actual administración del país, dentro de la incultura y el despotismo con que se atiende al sufrido ciudadano en los despachos oficiales, es la que le recuerda al funcionario que el tinto puede esperar, el público no. Hallar caras agrias y modales bruscos, cuando no la grosería habitual de quienes no contestan el saludo y menos lo dispensan, es el primer contacto con las oficinas del Gobierno. Por eso se piensa que el semblante oficial es adusto. Y la empresa privada, risueña. Por los pasillos de la burocracia oficial se camina siempre con prevención y el explicable temor de vernos sitiados por toda clase de obstáculos y sofocos.
Pocos aciertan a orientarse y defenderse en estos enredijos donde la señal sobresaliente es la descortesía. Que haya empleados amables, por excepción, no disminuye la rigidez de estos ámbitos en general. El empleadillo y muchas veces el alto administrador de la cosa pública rehúyen el buen trato con el visitante y lo relegan a la insignificancia y el desprecio.
Todo allí se cumple de afán, a medias, sin elasticidad para entender y menos satisfacer la necesidad ajena. Se mira olímpicamente, de medio lado, con actitud displicente. Se farfulla entre muelas el lenguaje incomprensible de quien no aprendió la cartilla elemental de comunicación con sus semejantes y carece de aptitudes para graduarse de servidor público.
Ignorados y menospreciados, como elementos inútiles de esas colas anónimas que se mueven con angustia por los ásperos senderos de la administración pública, los contribuyentes se preguntan con desazón si no merecen respeto o por lo menos algo más de comprensión para sus apremios. Y se frustran al ver convertidos sus impuestos en esas masas tiránicas de la burocracia, que ignoran las relaciones humanas y se especializan en torturar a los ciudadanos. A ellos les recuerda el patrono, y parece que no van a asimilar la lección, que «el mal genio y la descortesía son reflejo de pésima cultura».
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Para obtener una administración eficaz hay que volver primero a los códigos de Carreño. Es preciso inculcar en los colaboradores del Estado urbanidad y sentido de servir. Enseñarles cordialidad, tolerancia y sencillez. Hacerles ejercicios físicos, pero sobre todo mentales, para que aprendan a sonreír, a dar la mano, a mirar de frente. Comprometerlos, en suma, como seres útiles y dinámicos del Gobierno que insiste en la decencia, la pulcritud, la mesura, el cumplimiento de los horarios, y en cambio condena la arrogancia del poder y las torpezas del servicio.
País de trabas y papeleos, todo se complica y se enreda. Pagar un impuesto, renovar una licencia de conducción, autenticar una firma, gestionar un certificado son diligencias torturantes. Algunos trámites son tan engorrosos, por más comunes que parezcan, que requieren de intermediario y de padrino. La ciencia de la empresa privada, que sabe conquistar clientes y hacer negocios, está en la simplicidad de sus sistemas y en su vocación de servicio.
En el Estado colombiano los métodos son torpes, absurdos, y algunos de ellos, verdaderos laberintos por donde no se logra salir adelante. Hay formularios que de reforma en reforma se convierten en reales atrocidades que nadie entiende.
Si se quiere avanzar, hay que simplificar procedimientos, eliminar pasos inútiles, ahorrar paciencia ciudadana. Además, obligar al funcionario a que permanezca en su sitio de trabajo. Y, lo más importante, que complazca al cliente, que lo somos todos (incluso él mismo cuando salga despedido por cascarrabias e ineficaz), para volverlo amigo y hacerle cambiar el concepto sobre la inhospitalidad.
Bastante se está haciendo, sin duda. Pero no habrá éxito completo hasta que todos los funcionarios entiendan, de buena gana, que el tinto puede esperar…
El Espectador, Bogotá, 20-VII-1984.