El robo de Caldas
Por: Gustavo Páez Escobar
Habrá que decir, con pena para Colombia entera, que Caldas, el gran departamento que en el pasado sobresalió por su cultura, su civismo y sus valores éticos, se ha derrumbado. Material y moralmente. Si la crisis fuera sólo física, la recuperación no sería tan difícil. Pero cuando una sociedad pierde sus resortes morales, como sucede cuando sus dirigentes se dejan seducir por la voracidad del dinero y entregan el alma a la vorágine de la corrupción, se requiere un proceso de alta cirugía para salvar lo que todavía permanece sano y rescatar los órganos atrofiados.
Nunca un Estado se desmorona de repente. Cuando las bases son sólidas, soporta las peores embestidas. Pero cuando poco a poco se van debilitando las resistencias, sin inyectarles nuevas energías, el andamiaje se desengrana y termina destruyendo la estructura. Esto es lo que ha sucedido con Caldas. El proceso de deterioro moral se ha venido cumpliendo por etapas, con participación de políticos y fichas claves, a la vista de todo el mundo y con oposición de muy pocos ciudadanos.
Cuando el Procurador de la Nación, hombre valeroso y moralista –regla de oro en la administración pública que no se cumple–, lanzó su voz de alerta sobre el Robo de Caldas, no faltaron quienes lo calificaron de loco e irreverente por atreverse a irrespetar una tierra de egregia tradición. Y hasta se le desafió para que sostuviera en el propio suelo del departamento su temeraria afirmación, y sobre las espaldas del censor público cayeron palos y toda clase de improperios.
Todo esto tenía más de teatral y carnavalesco, con el oculto propósito de despertar sensibilidades regionales, que de valiente y elegante. Se dramatizaba la socorrida actitud de quienes, para disimular sus yerros y fechorías, se proclaman inocentes en público y acuden al fácil expediente de incitar la vanidad colectiva.
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En esto sucede que quienes más gritan, vociferan y amenazan son los que más tienen qué esconder. La moral no da alaridos. Se defiende sola. No son las regiones ni las instituciones las que delinquen. Los pecadores son los hombres, y cuando éstos son hombres públicos, más grave es el delito.
La deshonra en este caso no es para Caldas, conglomerado por muchos títulos ilustre, sino para quienes abusando de prebendas y traicionando al pueblo atentan contra la dignidad de la noble comarca.
Poco a poco, fueron escamoteando los bienes de Caldas. Como la impunidad se volvió pasaporte de fácil enriquecimiento y desvergonzado existir, gracias a la cual logró hacer carrera la más afrentosa vulgaridad moral que haya conocido Colombia, la gente –llámense funcionarios públicos, políticos, banqueros, mafiosos o comerciantes– se matriculó en esta escuela de seductoras regalías.
Las industrias licoreras dan para todo, puede ser una referencia del momento. No sólo para embrutecer al pueblo sino para enriquecerse los políticos. ¿No es esto lo que ha sucedido en Caldas? ¿No es lo mismo que ocurre en otros departamentos con licorera propia? A la sombra de estos monstruos de la corrupción se engendran todos los vicios.
A Caldas se lo están robando hace mucho tiempo. Treinta años atrás, Tulio Bayer denunció los negociados que desde la Beneficencia y otras entidades públicas se perpetraban en silencio y cómodamente, sin que nadie lo impidiera. Tulio Bayer fue declarado loco por decir la verdad y se le lanzó a las tinieblas exteriores. A Cristo también lo crucificaron por predicar la moral.
Ignacio Restrepo Abondano, hace pocos años director de La Patria, fue amenazado por atreverse a descubrir ante la opinión pública la maraña de intereses que se movían en la penumbra de los grandes negociados manizaleños. Y ahora el procurador Jiménez Gómez, un loco de remate según sus detractores, pone el dedo en la llaga y desenmascara el robo continuado que Bayer, y Restrepo Abondano, y otros caldenses de bien, quisieron impedir sin ser escuchados.
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¡Se robaron a Caldas! Robarse a Caldas es lo mismo que robarse a Colombia, porque la patria vibra en todas las comarcas, y más en aquéllas de limpio ancestro y brillante trayectoria. Amarga y penosa realidad. La pena la sentimos todos los colombianos de bien. Pero a Caldas, por más saqueada que la hayan dejado, no se le hará entierro de pobre.
Cuna de recias tradiciones y de hombres preclaros, habrá de surgir, con el aliento de sus buenos hijos y el empuje de su raza luchadora, sobre las cenizas de su hecatombe. Su ejemplo se convierte en lección moralizadora para otras regiones no menos deprimidas ni menos vilipendiadas, donde la Patria –esa Patria con mayúscula que a Tulio Bayer no le creyeron– sufre de vergüenza y desprestigio.
El Espectador, Bogotá, 9-III-1984.