El hombre biónico
Por: Gustavo Páez Escobar
Al paso que lleva la humanidad no es raro que en el futuro existan fábricas de hombres. Desde que a la ciencia le ha dado por producir vida por medios artificiales, las leyes de la biología pierden piso ante los sistemas que pueden variar los rasgos genéticos, o remozar las expresiones faciales, o reconstruir toda una zona corporal averiada.
Hoy se habla del corazón artificial, algo que era inconcebible en el pasado. Ya no es problema que una válvula deje de funcionar, pues vendrá otra mecánica que cumplirá con las mismas funciones de impulsar y regular el paso de la sangre. El hombre del futuro no morirá por infarto sino por imprevisión. Si este enredo de venas, arterias, vasos y tejidos cardíacos deja de ser inabordable y todo puede reemplazarse en la estructura del corazón, la prolongación de la vida, aunque no su eternidad, está garantizada.
Un equipo científico de la Universidad de Utah trabaja en la perfección de los vasos sanguíneos artificiales para ser insertados en el corazón hechizo, sin temor de que dejen de operar los mecanismos vitales. Con el tiempo se sustituirán sin complicación las arterias atrofiadas y ahora mismo están desarrollados brazos y manos mecánicos tan eficientes como los naturales.
Se habla de orejas electrónicas, de riñones portátiles accionados con batería, de brazos equipados con electrodos para levantar pesados objetos. Al cerebro le inyectan piezas sensibles para conducir los impulsos nerviosos, a los ojos se les somete a increíbles operaciones redentoras, y las clavículas y omoplatos son transformados como si fueran armazones de cemento.
En el almacén de la esquina se remplazarán el riñon inútil y el hígado dañado. Los ojos miopes o deformes dejarán de ser un estorbo porque en la tienda de repuestos se conseguirán rectificados y en todos los colores.
Voy a cambiar de ojos, a estrenar cara risueña, a comprar senos abundante… serán anuncios habituales que no causarán ningún asombro. La miastenia, o sea, el aflojamiento de los músculos que acabó con el pobre y por otra parte supermillonario Onassis, será inconcebible en el mundo energético que se aproxima.
Los ancianos, que en secretas frustraciones reniegan de sus inconfesables impotencias, no se imaginan, por ejemplo, que el viejo del futuro no conocerá el decaimiento sexual y seguirá siendo joven a los 150 años de vida.
¡Adiós marchiteces faciales, y energías postradas, y redondeces femeninas castigadas! Restauración de la felicidad ha dado en llamarse la tentativa actual de complementar y sustituir lo que la naturaleza limita o niega. El Mundo feliz de Aldous Huxley (título irónico), donde a la criatura de laboratorio trata de infundírsele determinada personalidad, ya no es asunto de ficción novelesca. Hasta ahí está llegando la locura humana.
Hoy el embrión se traslada del altar de la madre al tubo desnaturalizado que se pretende hacer orgánico. Los afanosos científicos buscan insuflar en la mente irradiaciones misteriosas para que la persona crezca con ideas sujetas a órdenes precisas. Se perderá así el sentido de la autodeterminación, pero el hombre ganará en su vocación de autómata.
En esta fábrica de hombres donde todo vendrá renovable —una proclamación más de la poderosa sociedad de consumo—, el individuo terminará siendo una colcha de retazos. Hasta los miembros más complicados del organismo se entregarán postizos, y también se quiere que la voluntad sea manejada por teclas. El pobre individuo, en síntesis, ya pronto será armado en los talleres con piezas removibles.
¿Y el alma? ¿Será posible encontrar también fábricas de almas? ¡Alto! Es aquí donde la ciencia se detiene. Los reparadores y constructores de cuerpos no saben qué hacer con el espíritu. ¡Ah, el alma! Se han olvidado de ella. Este es el misterio que el hombre, a través de los siglos, no ha logrado penetrar y menos logrará descifrar en la era de las cosas artificiales.
Ya es fácil fabricar manos y brazos e incluso corazones, pero el alma, que no es artículo desechable, se le escapa a la ciencia entre los secretos intangibles.
El Espectador, Bogotá, 8-VIII-1984.