El derecho de vivir
Por: Gustavo Páez Escobar
Si bien se analiza la insatisfacción de los colombianos en estos momentos, hay que atribuirla a la falta de oportunidades para subsistir con decoro. El ser humano, que no puede someterse a la degradación, protesta siempre que encuentra vulnerados sus derechos. Y el más sagrado de ellos es el de vivir con dignidad, lo que supone algo más que respirar, porque ante todo debe saciar sus necesidades elementales.
Al pueblo se le ha venido halagando, sobre todo en las jornadas electorales, con múltiples promesas de mejoramiento social. ¡No más impuestos!, fue la consigna clamorosa que se escuchó en el pasado inmediato, y con ella se ganó un gobierno. Con esa bandera nacía una nueva ilusión popular.
Pocos gobernantes han tenido en sus comienzos el respaldo y el entusiasmo que rodearon al actual mandatario de la Nación, porque él supo interpretar los anhelos y las frustraciones de la comunidad menesterosa.
El pueblo creyó en el freno a los impuestos, y en la educación económica, y en la vivienda fácil, y en la salud generosa, y en la canasta familiar costeable… Pero al paso de los días se sintió frustrado, una vez más, cuando descubrió que la realidad era bien diferente.
Los impuestos no sólo no se detenían, sino que se multiplicaban cada vez que los despilfarros nacionales hacían apremiantes nuevas cuotas de sacrificio. Los costos educativos se volvieron inaccesibles para el común de la gente, con alzas disfrazadas, y los precios de la finca raíz rompieron los diques. En los centros de salud no hay cupos para la pobreza, y la canasta familiar resulta un milagro difícil de realizar.
En la rechifla de días pasados, cuando el señor Presidente se presentó en la largada de una prueba deportiva, estaba simbolizada la protesta que hoy aqueja a los colombianos. Se ha caído en tal grado de pauperismo que las arcas del Estado ya no responden a las necesidades básicas de la población. Se escucha con frecuencia que no hay dinero para pagar sueldos, o que un hospital se cerró por falta de fondos, o que una obra se suspendió por inopia presupuestal.
El país no produce, es la triste realidad. Entre quiebras y concordatos la riqueza se evapora. Los empresarios buscan nuevos milagros, y éstos no llegan. El campo, entre tanto, permanece ocioso y bajo el dominio de la inseguridad y el terror.
Las fuerzas de la insubordinación hacen de las suyas en este mar revuelto creado por el caos, y los secuestros y los asesinatos retumban, como el eco de los peores instintos, en las conciencias asustadas.
Y no es por falta de optimismo que el pueblo está postrado. Es que ya agotó sus reservas morales. Se le acabó la paciencia. Hay que admitir que el señor presidente Betancur se equivocó de buena fe. Pero esta equivocación, por más sana que sea, trae malestar.
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Surgieron en su gobierno fenómenos extraños a sus planes, como el de la inmoralidad galopante en las entidades financieras, el del narcotráfico implacable y la sedición que todo lo aniquila. Nuestro mandatario, que es el más dolorido de todos los colombianos, y no el más afortunado, ha hecho todo lo posible por salvarnos del desastre. Pero este país descuadernado que le tocó administrar en mala suerte no resiste una desgracia más. No le cabe un impuesto más. Por eso rechifla.
Salvar a Colombia de sus actuales calamidades es recuperar el derecho a la vida. Una vida sin tantos sofocos y con más holgura, con menos sacrificios y con más ilusiones. He ahí, ni más ni menos, el arduo pero no imposible camino que debe emprender cualquier programa de redención social. En vivir, y vivir sin ahogos y con confianza, está el secreto.
El Espectador, Bogotá, 23-V-1985.