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Corazón y cerebro

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El corazón, definido como el centro de las emociones y las facultades afectivas, es, anatómicamente ha­blando, un órgano hueco. Quizá por eso los poetas y los enamorados encuentran en él la máxima trans­parencia para sus expresiones sen­timentales.

Con el corazón se siente pero no se piensa. Es aquí donde entra en discu­sión si es más importante el corazón o el cerebro. Con el cerebro, por ser el mayor engranaje de la autodeter­minación, se adoptan las grandes decisiones de la vida. El hombre es consciente y razonador gracias al poder de su mente y sin ella sería incapaz de medir la trascendencia de sus actos. El corazón, debido a su naturaleza instintiva, puede frenar los mejores dictados del raciocinio. Digamos, para diferenciarlos, que el corazón es acelerado y la mente, analítica. En ocasiones es aquél tan desenfrenado que se desboca y acaba con la vida.

Los poetas, cuya misión es embellecer la vida, pintan al corazón de mil colores y lo representan como una dulce y ardorosa posesión del hombre. Las quinceañeras le enciman palomitas y colitas de querubín. La mente, por el contrario, reconocida su contextura de poderosa maquinaria, se representa como un recinto so­lemne y frío.

La empresa no tiene corazón, es frase en boga. Si lo tuviera, sostienen los economistas, no se produci­rían utilidades. Esto no es tan evidente, ya que también los empresarios dejan de obtenerlas cuando deshumanizan sus áreas de trabajo. Cuando tratan a sus colaboradores como máquinas y no como personas.

Entre los variados estilos de admi­nistración en que los tratadistas en­casillan a los gerentes (y aquí caben todos los puestos de mando, desde el de presidente de un país hasta el de ama de casa), figuran, en los extre­mos, los de la dictadura y el paternalismo. La dictadura es abominable, según el grito de los hombres libres.

El paternalismo no es bueno, asegu­ran unos, porque con él se relajan los sistemas disciplinarios al dominar el sentimiento sobre la razón. Es el ideal, refutan otros, porque el indi­viduo, para que produzca, debe ser dirigido como ser humano y no piso­teado como animal. Paternalismo no significa debilidad, agrega el de más allá, por lo mismo que el padre sigue siendo afectuoso por más enérgico que sea.

La tendencia de la empre­sa, contra el sentir de los poetas y los enamorados, es la de mover los negocios con el máximo de rigor y el mínimo de sensibilidad. Así se ma­neja el mundo industrial a fin de que genere rendimientos. Lo lamentable es que muchos negocios, donde hay más cifras que sentimientos, se quiebran a pesar de tanto rigor utili­tarista, o tal vez por exceso de rigor. Esto pone de manifiesto la eterna lucha entre el cerebro y el corazón.

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Los gerentes, que son el alma de los negocios —y que por lo general ca­recen de corazón—, se devanan los sesos buscando caminos para lograr ganancias. Se matan, en el sentido exacto del término, detrás de un punto más en el balance o de una pírrica ventaja sobre el competidor. En este medio inclemente de las metas y los objetivos no puede entrar en consideración la comodidad per­sonal, ni existe tregua para la conquista voraz de las ganancias materiales.

El hacedor de cifras es un ser duro, vertiginoso, ensimismado en cálculos infinitos, insaciable en su vocación de malabarista de las fi­nanzas, y que en esta era de la deslumbrante cibernética le ha ro­bado la frialdad a la máquina.

El estrés, la peor enfermedad del mundo moderno, que causa depresión y también mata, parece ser el precio de la fama. Quien se precie de ejecutivo debe padecer de úlcera, de gastritis, de insomnio y taquicardias. Mostrará, además, aunque los deba, flamantes coches y deslum­brantes mansiones y dejará de tener brillo social si no es protagonista de unos cuantos enredos amorosos y unas cuantas especulaciones bursá­tiles.

Todo esto produce ansiedad y desequilibrio emocional. No impor­ta. En esta persecución de la gloria efímera están descartados el esfuerzo físico y el desgaste síquico. Y el corazón es el mayor sacrificado. Es posible incluso que la mente se resguarde, pero el músculo impulsor de la sangre y las emociones queda expuesto a resistir los peores estra­gos. Mientras más veloz y más eficiente sea el ejecutivo, más sensible será al infarto. Aquí se desquitan los poetas y los enamorados, cuyas fibras cardíacas parecen de acero.

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Si con la mente se piensa y con el corazón se siente, debe admitirse que ninguno de estos órganos es superior, sino que se complementan. El indi­viduo no puede estar nivelado mientras no mantenga al compás todas sus facultades. El enamorado, a más de pulsar sus emociones, debe pensar, y el ejecutivo, ser pensante por naturaleza —aunque no siempre piensa bien—, no debe ser tan autómata como para prescindir del sentimiento.

Ni tan tonto como para conquistar la celebridad al costo del corazón, un bien que no tiene precio. El equilibrio ideal está en la fusión de ambos poderes: el del instinto y el del raciocinio, para que el individuo llegue a ser hombre completo.

El Espectador, Bogotá, 24-VIII-1984.

 

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