Urgencia de la paz
Por: Gustavo Páez Escobar
Colombia pide paz. Es como si sus hijos rogaran clemencia. Es la aspiración natural de un país que busca superar el estado de inconsciencia a que lo conducen los odios y las luchas de clases. Esta guerra no declarada, pero cierta, que mantiene en conmoción la vida de los colombianos, se alborota con el reto de la subversión armada que pretende implantar el terrorismo para apoderarse de las instituciones.
Es un constante enfrentamiento entre las autoridades y las fuerzas rebeldes, trenzadas en cruentas batallas, que hoy ponen cinco o diez muertos, de un lado, y al día siguiente son cobrados, del otro, con el doble o el triple.
Los movimientos sediciosos, que invocan causas sociales para justificar sus incursiones destructoras, mantienen al país atemorizado y le recuerdan que estar al margen de la ley, como se les sitúa, no es ser enemigos del hombre. Por el contrario, pregonan a los cuatros vientos, lo mismo por los canales de la emisora que han hecho suya, que utilizando voceros de amplia audiencia, sus tesis socialistas y sus propósitos de trastocar el orden establecido para dispensar superiores garantías.
El pueblo, que sufre necesidades y se encuentra acorralado entre estrecheces, hambres y menosprecios, es impresionable por estas arengas que le prometen todo lo contrario de lo que el Gobierno no ha podido darle.
Vivimos a merced de estas fuerzas de choque y contemplamos desconcertados la destrucción de un país que, privilegiado por sus riquezas naturales, todos los días produce menos y se desintegra más. Los atentados contra la vida, honra y bienes de los ciudadanos son síntomas de descomposición social y ponen de presente la inseguridad que se vive cuando aumenta el desempleo y escasean los medios de subsistencia para las clases más necesitadas de la población. Si la ley no alcanza a reprimir el delito y por el contrario este se intensifica y adquiere más escabrosas manifestaciones, es que el alma social del país está cancerosa.
No le echemos toda la culpa del vandalismo de las calles y de la zozobra de los campos a la delincuencia común. Perforemos más hondo para descubrir que detrás de ella hay necesidades que no dan tregua y que desencadenan consecuencias perturbadoras, en las más de las veces catastróficas, para la sociedad. Ignorar en nuestro país las enormes diferencias de clases es tanto como cerrar los ojos a problemas inocultables.
Dialogar sobre la paz, como lo piden voces respetables de colombianos angustiados, no será ceder en las pautas rectoras del Derecho. Es preciso oír también el clamor de los extremistas y sobre todo determinar si ellos tienen razón en muchos de sus enfoques. Habrá que descender a las profundidades de nuestros males para explicar la causa de tanto atentado, de tanto muerto, de tanta inseguridad. No es lícito transigir con el delito, pero es sabio de los gobiernos aminorar las causas para que no haya delincuentes.
Si vivimos bajo los efectos de una guerra soterrada donde la vida no vale nada, es el momento de hacer un alto en el camino y hallar las fórmulas para no seguir despedazando entre todos este país que todavía podemos recomponer. El grito de paz que se viene escuchando en los últimos días explota como sentimiento unánime en busca de una patria mejor. Es el propio corazón de Colombia el que se desangra en medio de la insensatez.
El Espectador, Bogotá, 22-VIII-1981.