Una región deprimida
Por: Gustavo Páez Escobar
Un día los billetes cayeron abundantes sobre el suelo quindiano y sus habitantes se sintieron ricos de la noche a la mañana. Vientos propicios empujaban grandes días de prosperidad. Lo mismo que en las épocas del maná milagroso, hubo jolgorio en las campiñas y en los corazones cuando el café parecía descender del cielo anunciando la abundancia. La región se llenó de recolectores y de noveleros, porque el Quindío todo, al unísono, despuntaba como un solo cafetal.
No eran suficientes las manos de miles de trabajadores venidos de todos los sitios del país para recoger el grano promisorio que debía llenar los mercados del mundo. Conforme corrían los billetes, los precios se volvían coléricos. Una cuadra valía, antes de la abundancia, $ 60.000, para llegar a $ 300.000 en corto tiempo. Las casas en Armenia pasaban de $ 500.000 a $ 2’000.000. Ahí quedan sólo dos referencias de los efectos de la bonanza cafetera. En igual proporción subían los jornales, los implementos agrícolas, los radios, la ropa, los alimentos, y desde luego, el aguardiente y las mujeres públicas.
De un momento a otro el finquero se sintió con tantos pesos juntos que, sin saber qué hacer con ellos, cambió varias veces de carro y se propuso gastar el dinero excedente en viajes internacionales y en placeres compensatorios de sus exhaustas jornadas campesinas. Era la época de las vacas gordas, que se mostraba interminable. En el Brasil las heladas continuaban haciendo estragos y pronosticaban largas penurias. Aquí, en cambio, con vientos propicios, el cielo continuaba dispensando el maná de los israelitas. No se calculó que al cabo de los años llegaría la destorcida, esta que hoy azota los campos y muestra la dura cara de la realidad.
La bonanza se evaporó. Con el mismo ímpetu que vino, desapareció. No hubo previsión. En cambio de residencias, en carros suntuosos, en viajes por el mundo, en regocijos y jaranas se fue buena parte de la abundancia. ¿Qué quedó de aquella profusión de bienes? Una áspera lección. La comarca albergó a toda clase de huéspedes indeseables: marihuaneros, atracadores, vagos, prostitutas, bobos, delincuentes… La ciudad y el campo se llenaban de vicios y bajo su impulso se cometían crímenes y se atentaba contra la paz de las conciencias.
La vida se trepaba hasta niveles insospechados. Todo se iba quedando inflado, y así permanece hoy. La finca raíz se volvió imposible. Los artículos de primera necesidad registraban cada vez mayores precios. Los jornales subían, pero sólo en el campo, porque el salario urbano, aparte de seguir estático, se mostraba insuficiente para abastecer la canasta familiar.
El Quindío, que no cuidó sus vacas gordas, padece hoy uno de sus peores momentos. No hay producción agrícola y muchos quieren salir de sus fincas. Pero no hay compradores.
Sin industria, y por añadidura sin el halago de una compensatoria satisfacción agrícola, es una región deprimida. Se quedó con la fama y sin los pesos, y bien vale la pena que bajo este diagnóstico agudo y amargo, pero real, se intente desde el alto Gobierno la aplicación de medidas que le recompensen su valiosa contribución de los momentos pletóricos, que definitivamente ya se fueron.
La Patria, Manizales, 26-V-1981.
El Espectador, Bogotá, 29-V-1981.