Nuestra plaza principal
Por: Gustavo Páez Escobar
Quizá la referencia más propia de una ciudad sea su plaza principal. La gente considera que es su centro de gravitación. Es como una arteria del corazón que se siente en todas las direcciones. El visitante, antes que en parques y en avenidas, quiere estar en el centro de la ciudad. Busca primero el alma, luego la cabeza. Eso es la plaza: el corazón del pueblo.
Las fotografías de cualquier sitio muestran, como semblante inocultable, su plaza mayor. Los pueblos y ciudades se preocupan por mantenerla aseada y reluciente. Siembran en ella árboles y establecen referencias amables. Acaso la pileta o el árbol frondoso (en Pereira, sus célebres mangos) resulten facetas atractivas. Le colocan fuentes y farolas. Destierran de allí los signos grotescos. Unas bancas artísticas suelen invitar a la contemplación y el diálogo.
He visto, en distintas épocas y desde diferentes ángulos, esta plaza nuestra que guardan los archivos de la ciudad. La he visto señorial y majestuosa. Acogedora y silente. La he contemplado llena de vegetación, como una invitación a la vida tropical.
En épocas lejanas, cuando existía mayor sosiego, los armenios salían todos los días en excursión a su plaza. Por allí circulaban las mujeres bonitas, mostrando su exquisita majestad. Era el lugar para el galanteo y el ademán caballeresco. Algunas filas de automóviles, bellamente conservados, delineaban un conjunto armonioso. Eran los coches de la ciudad reposada, que casi no se movían, porque entonces la vida era más de observación que de alboroto.
Hablar de una plaza es como reburujar en las intimidades de los pueblos. Es como tratar de detener el tiempo que ya se fue, ese tiempo amable para la mayoría –porque recordar es vivir–, y sacar de la memoria confortantes vivencias. Los tiempos, conforme cambian, mutilan y destruyen. Quizá no ha debido cambiarse nunca nuestra plaza principal. Fue tanto como cambiar el alma.
Pero, en fin de cuentas, estamos en otra época. Y cada época tiene su propia fisonomía. Poco a poco nuestra plaza mayor, esta plaza de Bolívar que debemos seguir consintiendo, varió su perfil. Le tumbaron las viejas casonas y en su remplazo se erigieron bonitos edificios, los de la nueva moda. Por uno de sus flancos se interrumpió el paso de vehículos. Al frente se armó una catedral moderna y extraña. Y se levantó un imponente monumento a la raza quindiana.
El maestro Arenas Betancur se lució con su obra. Hoy es una plaza moderna. Está otra vez reluciente, encuadrada en una época nueva. Sólo desentona un edificio desproporcionado –el de la Gobernación–, que nadie sabe por qué se erigió allí, contrariando la armonía del lugar.
Esta plaza, la de 1981, es la nuestra, la que debemos cuidar y hermosear. Es nuestra propia alma expuesta a los vientos y a la admiración de los extraños.
La Patria, Manizales, 24-IV-1981.