La verbosidad oratoria
Por: Gustavo Páez Escobar
En la inauguración de la agencia de la Caja Agraria en La Tebaida (Quindío), silencioso y simpático municipio cafetero que no sabe de poses demagógicas porque a sus habitantes sólo les interesa el trabajo honrado, gran parte del programa se consumió escuchando, si es que en realidad se escucha, la verborrea de los oradores. Fueron primero siete discursos interminables bajo el sol inclemente, como para quemar las mejores intenciones, y dos más bajo cubierta, en una maratón oratoria que nadie se explica y tampoco nadie tolera en estos tiempos de la brevedad
En La Tebaida habló hasta el gato, diríase en gráfica expresión popular, y los que se quedaron por fuera fue por física impotencia del auditorio, que ya estaba exhausto de tanto abusar de su paciencia. En estos actos revestidos de prosopopeya, con ministro, viceministro y altos funcionarios estatales a bordo, y desde luego con los caciques locales, si es que de pronto no asiste el propio Presidente de la República, a los organizadores se les ocurre que la ceremonia tiene más resonancia poniendo a echar corriente, otra referencia de actualidad, al mayor número de actores de la farándula. Comenzaremos pronto a oír, en toda su intensidad, la palabra de los candidatos presidenciales, y ya veremos cómo el país va a sentirse intoxicado de promesas y alardes.
Tal es el estilo de estos tiempos falsos. Si en la simple apertura de una oficina bancaria donde no es mucho lo que se puede mostrar, a la gente se le atosiga con nueve discursos, qué no ha de suceder cuando se trata de pedir votos en la plaza pública o de inaugurar una obra de mayores ribetes, donde todos quieren llevarse la paternidad, o aprovechar la ocasión para ensayar sus cuerdas bucales.
Pretende cosecharse méritos con la ostentación, pero pocos son los que en realidad se dedican al trabajo silencioso y productivo. Se convoca a los escenarios de las inauguraciones oficiales más con el propósito de exhibirse que con el sano ánimo de participar hechos positivos. En la simple posesión de un cargo público se lleva todo un séquito de festejantes, unos inocentes pero de todas maneras capaces de rendir honores y zalemas, a que escuchen el ruidoso programa de la nueva administración y se enteren, de paso, de la voluntad arrolladora de quien se proclama ejecutor de toda clase de iniciativas.
Casi siempre sucede en estos arranques estruendosos que al término del mandato, cuando se debería tomar cuenta de la ociosidad y la mentira, nada se ha hecho distinto a gozar de una cómoda posición, por lo general con abusos y enriquecimientos. La larga lista de promesas permanece intacta, y es que por los predios de la administración suele pasarse sin mayores responsabilidades, pero con suficiente garbo demagógico para impresionar a los incautos y tener contentos a los jefes.
¿Por qué, en lugar de discursear tanto, no nos dedicamos a trabajar? El país está cansado del embeleco y necesitado de la acción creadora. Hay que hablar breve para que la palabra sea más confiable. Y ojalá no hablar sino producir. Es preferible el funcionario callado y que ejecuta, al que mucho habla y mucho yerra. Ojo, pues, a los parlanchines y a los comediantes.
La República, Bogotá, 27-II-1981.