Intercambio de bobos
Por: Gustavo Páez Escobar
Antes era señal característica de los pueblos, y casi una distinción, que contaran con su propio bobo. Se trataba de un personaje con rango social, metido en las costumbres como algo imprescindible del estilo municipal. Acaso faltaran el tinterillo o el boticario y de pronto el gamonal, referencias auténticas de cualquier conglomerado, pero el célebre bobo no podía hallarse ausente.
Se le quería como a un respetable miembro de la sociedad lugareña y además se le defendía y se mostraba con indulgente humor, no exento de vanidad, a los visitantes que preguntaban por cosas raras. Era una autoridad silenciosa que prolongaba su vigencia durante largos años, por lo general más de los razonables, porque primero se extinguían familias enteras y ocurrían muchos cambios sociales. Este prototipo de la longevidad y la vida fácil parecía pegarse más a la tierra nativa, mientras sus congéneres, más vivos y más vulnerables, resultaban menos resistentes.
El cambio de las costumbres ha venido desalojando, si es que en realidad ya no lo desarraigó por completo, a este símbolo de los pueblos. Hoy los tiempos pretenden desconocer una de las muestras más familiares de la antigüedad.
Acaso son hoy superiores las taras sociales y por eso los bobos se han multiplicado y ya no caben en los límites donde nacieron e intentan crecer. Las poblaciones no consienten como antaño al Juan Lanas que se movía como testigo inofensivo y juguetón de aquellos días cándidos, y como no pueden con sus propios bobos, acuden al fácil expediente de trasladarlos a la vecindad.
Es curioso este intercambio constante y estratégico con que las ciudades y los villorrios contestan las ofensivas externas. Como no hay lugares para el albergue y tampoco sensibilidad para manejar esta clase de situaciones, las autoridades del municipio invadido esperan las sombras de la noche para movilizar la «mercancía» al sitio siguiente.
Todos se desquitan en la penumbra. Y si sólo se tratara de bobos, quizás la carga sería más soportable, pero es que en estas remesas van incluidos los locos y los pordioseros, los degenerados y los inválidos, y por supuesto son productos sociales nada apetecibles para ninguna comunidad. Las calles son hoy enemigas de la ciudadanía no sólo por vivir infestadas de gamines y raponeros, consecuencia inevitable del urbanismo, sino azotadas por esta sigilosa muchedumbre de tarados que andan sin rumbo fijo, a merced de los puntapiés que reciben en todas partes.
Es un hecho sabido que el Estado es incapaz de recoger sus lacras humanas. No hay casas suficientes para alojar esta población trashumante que en parte alguna encuentra acomodo y por eso no es de extrañar que los pueblos repitan unos contra otros la operación de los traslados nocturnos.
Nos hemos quedado, mientras tanto, sin el tradicional «bobo del pueblo», simpática figura que pertenece al pasado y que no cabe en los tiempos actuales que se volvieron de completa chifladura.
La República, Bogotá, 20-III-1981.