Defensa contra los atracadores
Por: Gustavo Páez Escobar
Armenia, ciudad tranquila hace pocos años, es hoy sitio inseguro. A medida que crecen los problemas sociales, aumenta la delincuencia. Ya las damas no pueden transitar confiadas por las calles. A plena luz del día y en los lugares más concurridos se roban relojes, aretes, billeteras.
Los raponeros, hábiles en el manotazo, en segundos se apoderan de los objetos y emprenden la carrera ante el grito de la víctima y la expectativa de los transeúntes que esperan ver detenido al delincuente y que siguen su recorrido, desprotegidos por las autoridades.
En algunos sitios se concentran los raponeros, son conocidos por los dueños de almacenes y algunas veces son detenidos por los agentes de la policía, para resultar de nuevo, al poco tiempo, recorriendo las mismas calles de donde debe mantenérseles alejados.
Se dice que en los pasajes del centro de la ciudad (el del teatro Yanuba y el que conduce a la plaza de Bolívar) se reúnen pandillas de gamines al acecho de las damas, para robarles sus artículos de lujo. En esos sectores se repiten con pasmosa frecuencia las mismas escenas de inseguridad. Los delincuentes, estimulados por la impunidad, pueden cometer sus acciones al amparo de la falta de agentes del orden. Y cuando estos llegan, ya el raponero se ha esfumado.
Otros están especializados en robar plumillas. Otros, más duchos, en abrir los vehículos y sustraer de ellos radios y pasacintas. También desaparecen los propios carros como por obra de magia. Bandas especializadas en el hurto mayor encuentran en Armenia un sitio fácil para sus incursiones delictivas. Las residencias son asaltadas con increíble técnica.
El ambiente está descompuesto. Hay que hacer un alto en el camino para revisar los planes de seguridad. Si una dama no puede transitar por las calles llevando su reloj de pulso, ni es fácil estacionar el vehículo sin exponerse al riesgo del robo de las plumillas o de la llanta de repuesto, ni sirven los sistemas de protección de las residencias, es que Armenia ha perdido sus encantos de otras épocas. Antes era un sitio reposado, y ahora da miedo caminar por sus calles. Da pena decirlo, pero esa es la triste realidad.
Habría que llegar al fondo de la situación si queremos auscultar este problema crónico de los últimos tiempos. Hay indigencia pública porque son mínimas las oportunidades de empleo. Al no existir fuentes amplias de trabajo, los desocupados se dedican al pillaje. Una ciudad sin industria, sin desarrollo estable, fomenta por lógica la vagancia. Debemos protegernos.
No es posible continuar viviendo con sobresaltos. Hay que derrotar, ante todo, la inseguridad reinante en calles y periferias.
Armenia, Manizales, 21-I-1981.