Crítica radiográfica
Por: Gustavo Páez Escobar
El reciente documento suscrito por los jerarcas de la Iglesia colombiana es un dramático llamado a la reflexión del país. Allí se enjuicia la democracia que nos rige y se condena a los partidos, a los gobernantes, a los grupos económicos y a las instituciones por inoperantes. El hombre común, que siente en carne propia la garra de una sociedad que hace más ricos a los ricos y aleja a los pobres de las oportunidades elementales de la vida decorosa, mira atemorizado e impotente esta división de clases que está creando abismos de impredecible gravedad.
No puede haber democracia cuando falta la participación de todos los ciudadanos en la conducción del Estado, y de la masa sólo se acuerdan los políticos en los tiempos electorales, como ahora comienza a ocurrir. El elector primario, al que se busca y se persigue con ofrecimientos que no se cumplen, permanece olvidado. Su voto, sin embargo, que es un voto necesario para sostener la falsa democracia que no aporta soluciones tangibles, ayuda a prolongar el desequilibrio social.
Las ambiciones que se apoderan de los puestos públicos y buscan la riqueza rápida, con su secuela de corrupciones e inmoralidades, encuentran camino fácil cuando la impunidad y la liviandad de los funcionarios, de los jueces y de las mismas leyes (que se vuelven obsoletas o no se cumplen) permiten la descomposición administrativa tanto en la empresa pública como en la privada.
Esta burocracia voraz, contra la que clama el documento del episcopado, es uno de los mayores flagelos de nuestros tiempos y poco se hace por combatirla. Al revés, se consiente y se estimula por ser una de las preferidas de los políticos para alimentar sus afanes electorales y conquistar futuros dividendos. La gran masa de votantes se abstiene de concurrir a las urnas por frustradas y apáticas, y sin darse cuenta son responsables de los desvíos públicos.
El imperio del dinero desencadena la institución de las mafias y los monopolios. Poderosos grupos financieros, alimentados con el ahorro de los contribuyentes, combinan a sus anchas fabulosas operaciones e incrementan su fuerza reduciendo a los competidores débiles y sacrificando pequeños capitales que no saben para quién trabajan. En este acaparamiento de bienes y de poder económico se juega tranquilamente, como en el poder político, con la ilusión de los ingenuos.
Crecen así los desniveles sociales y la crisis moral invade todos los rincones de la vida colombiana. Y se produce, como lo recuerdan los obispos en este recorrido por las costumbres del país, la desilusión hacia los gobernantes y los políticos, tan manifiesta en estos momentos de incertidumbre y repudio.
Ambos partidos, temerosos ante el sombrío futuro inmediato, fabrican estrategias de calculados efectos electorales y posponen, por desgracia, las verdaderas necesidades de una sociedad azotada por la carestía, la inseguridad, la violencia, el desempleo, el miedo cotidiano…
Los jefes políticos emulan en sus apetitos de mando, y el pueblo, que no encuentra auténticos líderes, se resigna a una suerte pasiva que nada arregla.
Este caos lleva al país hacia la ruina moral y económica. Y es el mensaje diario de los periódicos y la comidilla de las tertulias. El clamor persistente, que cada vez se hace más angustiado, encuentra ahora eco en la voz de la Iglesia colombiana, que lanza este llamado de alarma para que gobernantes, empresarios, dirigentes políticos y sindicales busquen fórmulas de salvación.
Es preciso leer con atención el apabullante enjuiciamiento que hacen los jerarcas sobre los problemas del país, para encontrar luces y defensas, si realmente quieren buscarse, en esta hora de tinieblas.
El Espectador, Bogotá, 9-IX-1981.